UN CONTINENTE EN CRISIS
Desde el punto de vista de la historia que cuenta, la trilogía «Agonías de nuestro tiempo» tiene un argumento bastante sencillo. Su protagonista, el vasco José Larrañaga, es un marinero de profesión, con inquietudes literarias y un importante nivel de formación cultural y artística (no hay que olvidar que estamos ante un personaje autobiográfico al que Baroja presta todos sus conocimientos), que trabaja como agente mercantil en la sede que la empresa naviera de su tío, el bilbaíno Juan Larrañaga, tiene en la ciudad holandesa de Rotterdam. Pepita, hija de Juan y prima de José, está casada con un hombre llamado Fernando, con el que tiene serios problemas de convivencia. Para tratar de resolver esas dificultades, don Juan pide a su sobrino, que vive en Rotterdam, que viaje a París a reunirse con Pepita y con su hermana Soledad, con el objetivo de acompañarlas durante un viaje y, de paso, de intentar mediar en el conflictivo matrimonio de la primera. Acompañadas de Larrañaga, Pepita y Soledad emprenden un viaje por el centro de Europa durante el cual conocen a multitud de personajes secundarios (e intrascendentes por lo que se refiere al argumento), de distinta procedencia y de diferente clase social, que pueblan el texto y participan en los diálogos como interlocutores de los dos personajes principales. Mientras se completa este periplo europeo, Baroja desarrolla la trama de la historia de amor entre Larrañaga y Pepita, de la que el protagonista vive enamorado desde su juventud. Aunque los dos primos llegan a consumar ese sentimiento y parece que Pepita está dispuesta a separarse de su marido para iniciar una relación con José, al final, ese amor tardío —como lo califica Baroja en el título de la novela que cierra el ciclo— se revela imposible, pues Pepita decide volver con Fernando y, con ello, matar las esperanzas de un Larrañaga que acepta su destino con dolor y resignación.
Con respecto al marco cronológico y geográfico, este nudo argumental sirve como motor para el desarrollo de una acción que transcurre durante los años de la Primera Guerra Mundial y los inmediatamente posteriores, y que sirve a Baroja para describir, «con minuciosidad casi turística» (Mainer, 2012: 264), paisajes, tipos y costumbres de las distintas ciudades de Francia, Suiza, Alemania, Dinamarca, Austria y Holanda que recorren los protagonistas de la trilogía. Es tal la cantidad de escenarios que aparecen que, en opinión de su amigo personal y biógrafo, Miguel Pérez Ferrero, El gran torbellino del mundo (primera de las tres obras que componen el ciclo) es, quizá, la novela que más y mejor refleja los rasgos cosmopolitas de ese Baroja europeo al que ya me he referido (Pérez Ferrero, 1972: 199). También en esta línea, y hablando, precisamente, de la misma novela (aunque ambas características valdrían para el conjunto de la trilogía), Donald L. Shaw ya señaló con acierto que esta acumulación de escenarios, personajes y acontecimientos revela «el gusto barojiano por incorporar a su obra cosas y tipos vistos» (Shaw, 1979: 394-395), por emplear el célebre título —Cosas vistas— de los diarios póstumos de Víctor Hugo que, con el tiempo, dio nombre a todo un subgénero literario o periodístico.
Para analizar las opiniones de Baroja sobre la Europa de la posguerra, tal y como aparecen reflejadas en la trilogía de novelas de la que voy a ocuparme, quisiera centrarme en cinco aspectos o apartados que, vistos en conjunto, ofrecen una idea bastante completa de lo que, a mi juicio, sería el pensamiento barojiano de la década de los veinte. Estos cinco puntos sobre los que pretendo anotar alguna idea son los siguientes: la crítica a lo que significó la Gran Guerra (aunque la acción de la primera de las novelas se inicia en torno a 1916, en plena contienda, es evidente que Baroja ya tiene un juicio formado sobre los hechos porque él escribe las novelas entre 1925 y 1926, cuando ya hace varios años que ha terminado la guerra) y al ambiente en el que cual se vive en Europa durante esos años; la crítica al arte y la cultura europea de entreguerras; la crítica a la filosofía y el pensamiento europeo de esos mismos años; la crítica al papel que ha jugado Alemania en la guerra y a su forma de acatar sus consecuencias; y, por último, la crítica al pueblo judío y el antisemitismo —ya conocido en Baroja— que se desprende de algunas de las afirmaciones realizadas por distintos personajes secundarios que intervienen en la narración.
Por lo que se refiere al primer tema, conviene empezar diciendo que, de las tres novelas que componen «Agonías de nuestro tiempo», en la primera de ellas es en la que mejor se aprecia el sentir que ha generado en el escritor vasco el estallido de la guerra y su desarrollo. Juntando las opiniones sobre este hecho histórico que va expresando José Larrañaga en varios pasajes de El gran torbellino del mundo, se ve claramente que, como para el resto de europeos que la sufrieron, la guerra fue, para Baroja, un auténtico horror y un verdadero desastre, en todos los sentidos. En una conversación con un personaje secundario llamado Juan Olsen (un danés, amigo del protagonista, que trabaja como empleado de un banco en Rotterdam), Larrañaga dice que la guerra ha sido mala siempre, pero que la que ellos están viviendo en primera persona es especialmente absurda. Además, añade que lo peor de todo es que esa guerra llega en un momento en el que Europa vive una época muy rara, de declive, pues él nota que el siglo xix todavía no ha terminado del todo y que los valores que ese siglo representó están en una profunda crisis. Dice que, a esas alturas del siglo xx, se nota que está empezando algo nuevo y, sin embargo, el hombre no sabe qué le deparará el futuro porque la guerra sólo puede traer la ruina y la incertidumbre:
—La verdad es que, al menos hasta ahora, siempre ha habido guerra y siempre se han cometido toda clase de atropellos, de incendios, de robos y de saqueos. Siempre ha habido un estado mayor estólido, generales ineptos, encuentros absurdos, disfrazados con nombres pomposos de batallas por la pedantería militar. Pero nunca ha dejado la guerra una impresión de estupidez como la guerra actual. Desde su comienzo hasta el momento en que estamos todo tiene un aire de pesadez y de falta de originalidad y de ingenio verdaderamente desagradable.
—¿Qué quiere usted que sea un mundo entregado a los militares, a los periodistas y a los fotógrafos? —preguntó Olsen—; tiene que ser un mundo de necedad inconmensurable. Entre esas tres clases de gentes tienen que intensificar la estupidez del planeta.
—Estamos viviendo en una época rara —aseguró Larrañaga—. Se va notando que la oleada del siglo diecinueve se acaba; que todos esos tópicos de la democracia, del parlamentarismo, del arte como culto, de la prensa como palanca del progreso, de la fraternidad humana, del internacionalismo, se vienen abajo. Vemos que nos apartamos de los parajes conocidos; pero adonde marchamos, eso no lo vemos (Baroja, OC IX, 1998: 1073).
En cuanto a sus impresiones sobre la cultura y el arte, Baroja fue siempre muy conservador en sus gustos, no porque no estuviese abierto a los cambios, sino porque consideraba, como buen conservador, que lo nuevo no es mejor que lo viejo por el siempre hecho de ser nuevo. Si a eso añadimos su pasión por el siglo xix, que para él fue muy superior en casi todo al siglo xx, no es difícil imaginar que su opinión sobre las vanguardias que surgen en Europa durante el periodo de entreguerras no fue la más positiva. Para un hombre de principios como él, el cuestionamiento del canon que se produce durante estos años de incertidumbre en los que los valores consagrados son puestos en duda era insólito y difícil de aceptar, pues suponía acabar de un plumazo con la garantía que siempre había supuesto el prestigio; si ya no nos podemos fiar de los grandes genios de la cultura, viene a decirnos Baroja a través de Larrañaga, es porque vivimos una época en la que lo que vende no es lo mejor, sino lo más extravagante o lo que consigue llamar más nuestra atención: «Es muy frecuente oír decir que Beethoven es muy aburrido, que Velázquez es un pompier, que en los museos de pintura no se aprende nada, que Kant y Schopenhauer son pedantes. ¿Se puede convencer de lo contrario al que no quiere convencerse, ni hacerle entrar en razón? Hoy, el que posee más aspecto de tener razón es el que más grita» (Baroja, OC IX, 1998: 1328). Como resumió muy bien quien mejor le conocía, su sobrino Julio Caro Baroja, para Baroja «toda la pintura posterior al impresionismo era una pura estupidez» (J. Caro Baroja, 1997: 71), y así se constata si leemos algunos ensayos en los que el autor se ensaña particularmente con todos los ismos —cubismo, surrealismo, dadaísmo, etcétera— que proliferan durante estos años y que, a su juicio, no tenían ningún valor artístico. En un pasaje de El gran torbellino del mundo aparece este Baroja crítico del arte de la posguerra cuando reproduce un diálogo entre Pepita y Larrañaga y pone en boca de este su punto de vista sobre quienes cultivaban las vanguardias y sobre sus verdaderas intenciones: «Hay grandes mixtificaciones en esas cuestiones de arte. Y aún… Si todas esas manifestaciones artísticas, como el cubismo, fueran sinceras y de buena fe, serían muy curiosas como monstruosidades; pero no lo son: son falsificaciones de gente cuca que cuenta con la estupidez del medio ambiente» (Baroja, OC IX, 1998: 1028).