En resumen, la imagen que «Agonías de nuestro tiempo» nos ofrece de esa Europa de la posguerra es la de un continente que ha perdido su identidad y que, como dice el protagonista de la trilogía, sólo se mantiene en pie por la unidad de su territorio: «Para mí, Europa es una realidad geográfica, y nada más —replicó Larrañaga—. Si Europa fuera sinónimo de civilización y de cultura, Albania y Serbia no serían Europa, pero, en cambio, lo serían Boston y Melbourne» (Baroja, OC IX, 1998: 1298). Para Baroja, la crisis del «nuevo humanismo» es, sobre todo, una crisis de valores. En un contexto de total descomposición de las instituciones y miseria moral del individuo, la mentira se ha impuesto a la verdad y los principios que antaño eran respetados ahora son subvertidos. La confusión reina por todas partes y la gente vive sin asideros, incapaz de agarrarse a alguna certeza que le permita orientar su existencia. En definitiva, y cerrando el círculo que he abierto al principio, con esa crítica barojiana a la idea de progreso, la Europa de los años veinte es una Europa que navega, pero que lo hace sin un rumbo fijo, yendo más bien a la deriva, o dando un paso adelante, y dos hacia atrás: «Se avanza en la civilización, pero no en todos los sentidos. Lo que se gana en una dirección se pierde en otra. Cuando se hace el balance de una época no se ve que se haya mejorado íntegramente, sino que se ha avanzado en una dirección y se ha retrocedido en otra» (Baroja, OC IX, 1998: 1323). Por eso, cuando Larrañaga se lleva la gran decepción de su vida y comprende que, por mucho que haga para conquistar a Pepita, y por muy mal que la trate su marido Fernando, nunca conseguirá el corazón de su prima, Baroja pone fin a la trilogía con una reflexión final del protagonista —resignada, melancólica y existencialista— en la que, de alguna manera, se concentra el pensamiento de ambos sobre el amor, las mujeres y la tristeza de una vida sin ilusiones: «El mundo era para él una maquinaria pesada, un molino que iba moliendo y triturando el tiempo, que se deshacía y se formaba de nuevo automáticamente. El final se sabía: la única aspiración era encontrar una manera cómoda de ser triturado al compás del tiempo. Como en el mote del emblema citado por Pablo Jovio, tendría que repetir: “Los llenos de dolor y los vacíos de esperanza”» (Baroja, OC IX, 1998: 1485).
UN BAROJA EUROPEO
Desde el punto de vista de su calidad literaria, las obras que componen la serie «Agonías de nuestro tiempo» no se cuentan, ni mucho menos, entre lo mejor de la producción barojiana. Por eso, estoy de acuerdo con González López en que, como novelas, los títulos que componen este ciclo son más bien flojos (en comparación, se entiende, con el resto de lo escrito por el autor vasco), pues Baroja no sólo no logró mantener el alto nivel de creatividad que había demostrado durante los años previos a 1914, sino que «se estancó en sus propias fórmulas, y en lugar de atrapar esas agonías y torbellino, expresados en un arte expresionista, se limitó a darnos la historia sentimental de sus amores tardíos, en los que hay una evocación de sus propias melancolías y tristezas» (González López, 1971: 254-255). Según Kerson, tal vez el principal problema de la trilogía es que carece de un argumento sólido y bien desarrollado, lo que hace que su estructura adopte una forma difusa, «como una serie de divagaciones, en que hay descripciones muy logradas, en algunos casos poéticas, de ciudades como París, Rotterdam, Ámsterdam, Harlem, Copenhague, Nyborg, la isla de Basilea, Berna entre otros sitios, todos visitados por el autor, lo que da la impresión de autenticidad» (Kerson, 2011: 173). Por otro lado, tampoco contribuye a reforzar el hilo conductor del relato el hecho de que un altísimo porcentaje del texto esté conformado por diálogos larguísimos en los que intervienen multitud de personajes. Ese uso y abuso del diálogo, que tiene la ventaja de servir al autor para manifestar sus opiniones sobre distintos temas, tiene otra cara menos positiva y es que, si no está muy atento a las conversaciones, el lector puede llegar a perderse, por no hablar del cansancio mental que provoca tener que seguir esta polifonía de voces y situar cada intervención en el contexto de su personaje. En cualquier caso, y dejando a un lado estos innegables defectos, sí es verdad que Baroja capta muy bien ese ambiente de descomposición y crisis que sucede a los años de la Gran Guerra y que, como dice Kerson, «el efecto total de la trilogía (fijémonos en la palabra agonías, el Angst kierkegaardiano del título) es el de un torberllino, simbólico de la vida agitada, deprimida, deprimente y de decadencia espiritual que se refleja en la Europa de posguerra» (Kerson, 2011: 154). En este sentido, el hecho de que Baroja preste cierta atención a comentar los sueños que tienen los personajes hay que relacionarlo también con esa atmósfera confusa del período en el que sucede la acción, como ha visto con acierto Mainer al destacar que «conviene advertir la importancia de los sueños y de la transmisión onírica de los acontecimientos, lo que confiere a los personajes —una y otra vez— un aura de irrealidad insegura que alguna relación había de tener con los rasgos del tiempo que habitan» (Mainer, 2012: 262-263).
Frente a quienes han optado por una enmienda a la totalidad, como hizo Gil Bera al calificar la trilogía como una «autoapología» barojiana, «en forma de elegía lluviosa, de sus cosmovisiones racistas y molinistas» (Gil Bera, 2001: 324), mi valoración del conjunto está mucho más cerca de la que ofrece Sánchez-Ostiz cuando afirma que, al margen de su valor literario, las novelas sí tienen un importante valor «testamental», como resumen o compendio de ideas barojianas en el que «pesa mucho más la opinión sobre temas variados —a veces parece que estamos ante una silva de varia lección—, que el relato propiamente dicho de las peripecias de los protagonistas» (Sánchez-Ostiz, 2006: 223). Igualmente, y como ha señalado Darío Villanueva, tampoco se puede negar que, en el contexto de la obra de Baroja, dedicada en buena medida a diseccionar la crisis española contemporánea, «Agonías de nuestro tiempo» representa una verdadera novedad, pues no sólo supone un cambio en su objeto de análisis habitual, que deja de ser España para convertirse en la Europa traumatizada de entreguerras, sino que implica también una ampliación de la perspectiva, lo que no debió de resultarle nada fácil a un Baroja que hizo un esfuerzo por adoptar «un punto de vista paneuropeo» (Villanueva, 1998: 24), muy raro de encontrar en la literatura española del período. Aunque la heterodoxia de la obra barojiana haga muy difícil su encuadramiento en cualquier corriente, Villanueva sitúa este ciclo dentro de esa tendencia europea que fue el odernism, junto a obras de autores tan representativos de la literatura europea de entreguerras como James Joyce, Marcel Proust, Bertolt Brecht, André Gide, Luigi Pirandello, Hermann Hesse, Ezra Pound, Virginia Woolf o Thomas Mann, con cuya novela La montaña mágica —reflejo de ese malestar de los años veinte— ya fue emparentado en su día (Kerson, 1986: 76). En esa misma clave europea, coincido plenamente con este autor en que la lectura de esta poco conocida trilogía debería servir, acaso, para liberar al novelista donostiarra «del corsé provincial noventayochista, situándolo, junto a otros escritores españoles de su época, en un ámbito más amplio, como reclaman sus soberbias estaturas de creadores y renovadores literarios. Ese ámbito es de referencia europea, lo que cobra hoy por hoy un extraordinario valor si reparamos en la profunda vivencia de la realidad de Europa que Baroja tenía» (Villanueva, 1998: 27-28).
BIBLIOGRAFÍA
· Baroja, Pío, Desde la última vuelta del camino, Obras Completas, volumen ii, dirigidas por José-Carlos Mainer, Barcelona, Círculo de Lectores – Galaxia Gutenberg, 1997 [todas las citas de Baroja proceden de esta edición de sus «Obras completas» (OC), publicadas en dieciséis volúmenes por Círculo de Lectores y Galaxia Gutenberg entre 1997 y 1999].
–. El gran torbellino del mundo, OC, volumen ix, 1998.
–. Las veleidades de la fortuna, OC, volumen ix, 1998.
–. Los amores tardíos, OC, volumen ix, 1998.
–. Momentum catastrophicum, OC, volumen xiii, 1999.
–. Divagaciones apasionadas, OC, volumen xiii, 1999.
· Caro Baroja, Pío (ed.), Guía de Pío Baroja: el mundo barojiano, Madrid, Caro Raggio -Cátedra, 1987.
· Caro Baroja, Julio, Los Baroja (memorias familiares), Madrid, Caro Raggio, 1997 [1972, primera edición; 1978, segunda edición corregida y aumentada].
· Gil Bera, Eduardo, Baroja o el miedo: biografía no autorizada, Barcelona, Península, 2001.
· González López, Emilio, El arte narrativo de Pío Baroja: las trilogías, New York, Las Americas Publishing Company, 1971.
· Kerson, Arnold L., «José Larrañaga: una especie de héroe existencialista barojiano» (págs. 69-76), en A. David Kossoff, José Amor Vázquez, Ruth H. Kossoff y Geoffrey Ribbans (coords.), Actas del Octavo Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas, volumen ii, Madrid, Istmo, 1986.
–. Kerson, Arnold L., «Europa en la novelística barojiana en el periodo de entreguerras» (págs. 152-178), en Antonio Regalado y José Lasaga (eds.), Lecturas y diálogos en torno a Pío Baroja, Madrid, CSIC – La Catarata, 2011.
· Mainer, José-Carlos, Pío Baroja, Madrid, Taurus, 2012.
· Ortega y Gasset, José, España invertebrada, Madrid, Alianza, 1994 [1922].
· Pérez Ferrero, Miguel, Vida de Pío Baroja, Madrid, Editorial Magisterio Español, 1972.
· Pla, Josep, Diccionario Pla de la literatura, Edición y prólogo de Valentí Puig, Traducción de Jorge Rodríguez, Barcelona, Destino, 2011 [2001].
· Sánchez-Ostiz, Miguel, Pío Baroja, a escena, Madrid, Espasa Calpe, 2006.
· Shaw, Donald L, «Dos novelas de Baroja: una ejemplificación de su técnica» (págs. 385-395), en Javier Martínez Palacio (ed.), Pío Baroja: el escritor y la crítica, Madrid, Taurus, 1979.
· Sobejano, Gonzalo, Nietzsche en España, 1890-1970, Segunda edición, corregida y ampliada, Madrid, Gredos, 2004 [1967].
· Villanueva, Darío, «Prólogo», en Baroja, Pío, OC, volumen ix, 1998.
En un pasaje de su ensayo España invertebrada (1922), José Ortega y Gasset escribió que, en su opinión, el síntoma que mejor definía a la Europa posterior a la Gran Guerra era la evidente ausencia de una ilusión en el porvenir y, en consecuencia, su parálisis a la hora de reconstruir todo aquello que la contienda había convertido en ruinas: «Si las grandes naciones no se restablecen, es porque en ninguna de ellas existe el claro deseo de un tipo de vida mejor que sirva de pauta sugestiva a la recomposición». Lo peor de este nulo interés no sólo en el futuro, sino también en el presente, insistía el filósofo madrileño, es que esa falta de apetito y de deseo, «secreción exquisita de todo espíritu sano», obedecía a un profundo malestar cuyo origen se remontaba muy atrás en el tiempo, pues no tenía que ver únicamente con los efectos devastadores que había provocado la guerra: «Europa padece una extenuación en su facultad de desear, que no es posible atribuir a la guerra. ¿Cuál es su origen? ¿Es que los principios mismos de que ha vivido el alma continental están ya exhaustos, como canteras desventradas?» (Ortega y Gasset, 1994: 16).
En esta misma línea en que lo hizo Ortega, pensadores de la época como Georg Simmel, Oswald Spengler, Karl Jaspers, Martin Heidegger, William James, Arnold Toynbee o Henri Bergson llegaron a la conclusión de que, desde el punto de vista moral, la reconstrucción de Europa tras el conflicto sólo podía partir de la creación de lo que se llamó un «nuevo humanismo». Una forma distinta de pensar el mundo que, con la premisa de conservar lo poco que se hubiese podido salvar de ese «mundo de ayer», tratara de responder a la pregunta que se planteó durante el periodo de entreguerras y que permaneció sin respuesta durante toda la primera mitad de siglo xx o, al menos, hasta la publicación en 1947 de la Dialéctica de la Ilustración, de los filósofos alemanes Theodor Adorno y Max Horkheimer. Enunciada de forma clara y sintética, dicha pregunta podría formularse de la siguiente manera: ¿por qué el indudable y extraordinario progreso material —económico, tecnológico y científico— que se produjo durante todo ese período no fue acompañado de un aumento proporcional de la felicidad del hombre europeo? O, planteando la cuestión en términos simmelianos, ¿por qué motivo el desarrollo imparable del «espíritu objetivo», englobando bajo este concepto el avance de la cultura humana en su conjunto, no llevó aparejado también el desarrollo del «espíritu subjetivo», entendiendo por éste el desarrollo intelectual, cultural y moral, de cada individuo?
La discusión en torno a este dilema en la bibliografía y la prensa europea de la época hizo que varios intelectuales españoles (los más atentos a los debates que surgían más allá de nuestras fronteras) quisieran opinar sobre el asunto, si no directamente, con una obra entera y específica dedicada al tema, sí a través de algunas reflexiones de mayor o menor extensión, aparecidas en los periódicos o, en determinados casos, intercaladas en libros de ensayo o, en el caso de los escritores de ficción, en alguna de sus novelas. Es el caso, por ejemplo, de un Pío Baroja que, en contra de la imagen que ha transmitido de él parte de la historiografía española (sobre todo la del periodo franquista), que lo quiso presentar como un autor profundamente español y sin ninguna proyección exterior, en la línea del noventayochismo más rancio y patriotero, siempre se ocupó y se preocupó de lo que sucedía en Europa, hasta el punto de que, como ya señaló en su día Josep Pla, por su formación cultural y su talante liberal, Baroja fue un autor cuya obra no se entiende bien fuera del contexto europeo: «Hablando seriamente, Baroja tiene las ideas de un europeo normal. Ante la religión, la ciencia, el arte, la vida social, las relaciones humanas, profesa las ideas que en Europa son corrientes entre millones y millones de seres humanos. La revulsión que produce su visión de España proviene precisamente del hecho de que Baroja ve España con ojos de un hombre europeo normal» (Pla, 2011: 56). Si nos fijamos en su producción de estos años de entreguerras, vemos que ya en un texto de 1919, recién terminada la contienda, hacía una crítica feroz de la que después sería llamada Primera Guerra Mundial y detecta, asimismo, esa contradicción entre la evolución de la técnica y la ciencia europeas, que jamás puso en duda, y el perfeccionamiento de una sociedad que, a su juicio, no podía considerarse mejor que la del siglo anterior: «La guerra ha demostrado que el depósito de brutalidad que tiene nuestra especie está intacto. No somos tan sabios como Platón o como Aristóteles; pero tan brutos como en cualquier otro período, sí lo somos. Todo hace creer que no hay progreso en el mundo; el hombre de hoy es más sabio, más técnico que el de ayer, y vive en una sociedad más perfecta. Lo que no se advierte es que sea mejor» (Baroja, OC XIII, 1999: 683). En otro ensayo de la misma época, definió el período de entreguerras con una metáfora animal que resumía a la perfección su parecer sobre la incapacidad de la Europa del momento y, en línea con la tesis orteguiana y con la del resto de filósofos europeos, alertaba sobre esa falta de ideales que caracteriza esos años de la posguerra:
Nuestro tiempo es un avestruz que se traga todo lo que le echen; claro que no lo puede digerir, porque no se digieren las piedras, pero las traga.
Ante la impotencia de crear un ideal, o por lo menos una utopía, nuestra época se repliega en sí misma y quiere dar como una norma apetecible lo que es resultado de su infecundidad.
Así se la ve tender a la desvalorización de todos los ideales humanos: al desdén por la cultura general, a la tendencia a la especialidad, al deporte y a la intensificación del mecanicismo de la vida, hasta tal punto, que parece que las cosas ellas mismas tienden a sustituir las inquietudes espirituales por el puro movimiento automático y mecánico. La ciencia, que es hoy por hoy lo único con aire religioso que nos queda, nos aplasta con su frialdad (Baroja, Obras completas, XIII, 1999: 850).
Aunque podrían rastrearse otros muchos ejemplos de este actitud entre la producción ensayística barojiana, lo que me propongo aquí es tratar de averiguar cómo se refleja ese pensamiento del escritor vasco sobre el «nuevo humanismo» y, en general, sobre el declive moral de la posguerra, en tres novelas que tienen como marco, precisamente, la Europa de entreguerras. Me refiero a la trilogía que, bajo el título genérico —y muy elocuente— de «Agonías de nuestro tiempo», agrupa las obras tituladas El gran torbellino del mundo, Las veleidades de la fortuna y Los amores tardíos (publicadas todas ellas en 1926); aunque, «más que una trilogía en el clásico sentido barojiano de la palabra», se trata, en realidad, de «una sola novela dividida en tres partes» (González López, 1971: 253). Obras, en cualquier caso, que reflejan el sentir de un Baroja de madurez, que a estas alturas ya ha publicado la mejor parte de su obra (la que cubre el periodo 1900-1914, aproximadamente), y que se nutren, básicamente, de tres fuentes fundamentales: «los numerosos viajes que hizo por Centroeuropa en el comienzo de los años veinte» (Mainer, 2012: 262); las largas conversaciones con Paul Schmitz, un suizo al que Baroja conoció a principios de siglo en España, y con el que mantuvo una larga y estrecha relación de amistad (P. Caro Baroja, 1987: 103); y las ideas que escuchó en la tertulia que mantenía la marquesa de Villavieja, una aristócrata madrileña que, durante los años veinte y treinta, «gustaba de reunir gente heteróclita en su salón» (J. Caro Baroja, 1997: 77), de cuyas conversaciones también tomó el novelista algunas ideas luego plasmadas en esas novelas.
Desde esta perspectiva, y como no podía ser de otra forma tratándose de Baroja, nos encontramos ante tres novelas eminentemente autobiográficas, pues los paisajes y escenarios europeos aquí descritos son, exactamente, los que vio Baroja durante esos mismos años en los que, solo o en compañía del citado Schmitz, recorrió países como Alemania, Suiza, Holanda o Dinamarca, que son justo los lugares en los que, junto con París (ciudad que el escritor conocía muy bien porque había estado allí en varias ocasiones), trascurre la mayor parte de la acción. En este sentido, es comprensible que José Larrañaga, personaje principal de «Agonías de nuestro tiempo», sea uno más de los varios protagonistas de sus novelas en los que, en mayor o menor medida, Baroja se retrató a sí mismo en distintas etapas de su vida. «El protagonista —dice Pío Caro Baroja al catalogar esta trilogía—, en una proporción considerable, es Baroja mismo, porque las ideas generales de José Larrañaga son las ideas suyas» (P. Caro Baroja, 1987: 102). En efecto, Larrañaga pertenece, a juicio de Gonzalo Sobejano, «al plantel de los contemplativos, melancólicos y fracasados, de la familia de Andrés Hurtado o Luis Murguía» (Sobejano, 2004: 387), y es, en opinión de Miguel Sánchez-Ostiz, «otra de las contrafiguras más sólidas y claras de Baroja, una de las más llamativas, además» (Sánchez-Ostiz, 2006: 222). Por último, Miguel Pérez Ferrero fue más allá al decir que no sólo el protagonista de la trilogía tiene un inequívoco trasfondo autobiográfico, sino que, sus dos primas en la ficción, Pepita y Soledad, también están «observadas de modelos vivos» (Pérez Ferrero, 1972: 200), igual que otros personajes que desfilan por estas páginas y para los que Baroja también se habría inspirado en conocidos suyos de la vida real, siguiendo un procedimiento que en él era muy habitual.
Aunque, como ha señalado con acierto Arnold L. Kerson, nos encontramos ante una trilogía que, ciertamente, no ha recibido excesiva atención por parte de críticos y lectores barojianos, debido a una serie de causas —la falta de un argumento bien construido (en comparación con otras trilogías barojianas más acabadas), el excesivo peso que tienen los diálogos en la narración y la visión pesimista del mundo que se desprende de ella (Kerson, 1986: 76)— que este mismo autor se encarga de enumerar, creo que mi elección de «Agonías de nuestro tiempo» sí está justificada, al menos por dos motivos. En primer lugar, y como señaló Julio Caro Baroja, por el hecho de que, hacia 1925, cuando empezó a escribir la primera de las tres novelas, Baroja tenía «unas ideas y unos gustos que difícilmente casaban con los que caminaban en España» (J. Caro Baroja, 1997: 71); teniendo en cuenta esto, diría que la trilogía de la que me propongo hablar es una invitación a adentrarnos en la cabeza de un escritor muy original, que vivió al margen de las modas y pensó siempre a contracorriente, posicionándose frente a la verdad oficial de lo políticamente correcto o de lo comúnmente establecido. Por otra lado, y como voy a tratar de demostrar a continuación, las tres novelas que conforman ese ciclo son el mejor documento para conocer al Baroja de entreguerras, pues es en esas obras donde el escritor más opiniones vertió, a través de sus personajes, sobre lo que implicaban para él, a nivel personal y colectivo, las consecuencias de la Gran Guerra, y sobre la posible salida que él veía, si es que veía a alguna, a esa crisis de valores por la que atravesaba Europa.
UN CONTINENTE EN CRISIS
Desde el punto de vista de la historia que cuenta, la trilogía «Agonías de nuestro tiempo» tiene un argumento bastante sencillo. Su protagonista, el vasco José Larrañaga, es un marinero de profesión, con inquietudes literarias y un importante nivel de formación cultural y artística (no hay que olvidar que estamos ante un personaje autobiográfico al que Baroja presta todos sus conocimientos), que trabaja como agente mercantil en la sede que la empresa naviera de su tío, el bilbaíno Juan Larrañaga, tiene en la ciudad holandesa de Rotterdam. Pepita, hija de Juan y prima de José, está casada con un hombre llamado Fernando, con el que tiene serios problemas de convivencia. Para tratar de resolver esas dificultades, don Juan pide a su sobrino, que vive en Rotterdam, que viaje a París a reunirse con Pepita y con su hermana Soledad, con el objetivo de acompañarlas durante un viaje y, de paso, de intentar mediar en el conflictivo matrimonio de la primera. Acompañadas de Larrañaga, Pepita y Soledad emprenden un viaje por el centro de Europa durante el cual conocen a multitud de personajes secundarios (e intrascendentes por lo que se refiere al argumento), de distinta procedencia y de diferente clase social, que pueblan el texto y participan en los diálogos como interlocutores de los dos personajes principales. Mientras se completa este periplo europeo, Baroja desarrolla la trama de la historia de amor entre Larrañaga y Pepita, de la que el protagonista vive enamorado desde su juventud. Aunque los dos primos llegan a consumar ese sentimiento y parece que Pepita está dispuesta a separarse de su marido para iniciar una relación con José, al final, ese amor tardío —como lo califica Baroja en el título de la novela que cierra el ciclo— se revela imposible, pues Pepita decide volver con Fernando y, con ello, matar las esperanzas de un Larrañaga que acepta su destino con dolor y resignación.
Con respecto al marco cronológico y geográfico, este nudo argumental sirve como motor para el desarrollo de una acción que transcurre durante los años de la Primera Guerra Mundial y los inmediatamente posteriores, y que sirve a Baroja para describir, «con minuciosidad casi turística» (Mainer, 2012: 264), paisajes, tipos y costumbres de las distintas ciudades de Francia, Suiza, Alemania, Dinamarca, Austria y Holanda que recorren los protagonistas de la trilogía. Es tal la cantidad de escenarios que aparecen que, en opinión de su amigo personal y biógrafo, Miguel Pérez Ferrero, El gran torbellino del mundo (primera de las tres obras que componen el ciclo) es, quizá, la novela que más y mejor refleja los rasgos cosmopolitas de ese Baroja europeo al que ya me he referido (Pérez Ferrero, 1972: 199). También en esta línea, y hablando, precisamente, de la misma novela (aunque ambas características valdrían para el conjunto de la trilogía), Donald L. Shaw ya señaló con acierto que esta acumulación de escenarios, personajes y acontecimientos revela «el gusto barojiano por incorporar a su obra cosas y tipos vistos» (Shaw, 1979: 394-395), por emplear el célebre título —Cosas vistas— de los diarios póstumos de Víctor Hugo que, con el tiempo, dio nombre a todo un subgénero literario o periodístico.
Para analizar las opiniones de Baroja sobre la Europa de la posguerra, tal y como aparecen reflejadas en la trilogía de novelas de la que voy a ocuparme, quisiera centrarme en cinco aspectos o apartados que, vistos en conjunto, ofrecen una idea bastante completa de lo que, a mi juicio, sería el pensamiento barojiano de la década de los veinte. Estos cinco puntos sobre los que pretendo anotar alguna idea son los siguientes: la crítica a lo que significó la Gran Guerra (aunque la acción de la primera de las novelas se inicia en torno a 1916, en plena contienda, es evidente que Baroja ya tiene un juicio formado sobre los hechos porque él escribe las novelas entre 1925 y 1926, cuando ya hace varios años que ha terminado la guerra) y al ambiente en el que cual se vive en Europa durante esos años; la crítica al arte y la cultura europea de entreguerras; la crítica a la filosofía y el pensamiento europeo de esos mismos años; la crítica al papel que ha jugado Alemania en la guerra y a su forma de acatar sus consecuencias; y, por último, la crítica al pueblo judío y el antisemitismo —ya conocido en Baroja— que se desprende de algunas de las afirmaciones realizadas por distintos personajes secundarios que intervienen en la narración.
Por lo que se refiere al primer tema, conviene empezar diciendo que, de las tres novelas que componen «Agonías de nuestro tiempo», en la primera de ellas es en la que mejor se aprecia el sentir que ha generado en el escritor vasco el estallido de la guerra y su desarrollo. Juntando las opiniones sobre este hecho histórico que va expresando José Larrañaga en varios pasajes de El gran torbellino del mundo, se ve claramente que, como para el resto de europeos que la sufrieron, la guerra fue, para Baroja, un auténtico horror y un verdadero desastre, en todos los sentidos. En una conversación con un personaje secundario llamado Juan Olsen (un danés, amigo del protagonista, que trabaja como empleado de un banco en Rotterdam), Larrañaga dice que la guerra ha sido mala siempre, pero que la que ellos están viviendo en primera persona es especialmente absurda. Además, añade que lo peor de todo es que esa guerra llega en un momento en el que Europa vive una época muy rara, de declive, pues él nota que el siglo xix todavía no ha terminado del todo y que los valores que ese siglo representó están en una profunda crisis. Dice que, a esas alturas del siglo xx, se nota que está empezando algo nuevo y, sin embargo, el hombre no sabe qué le deparará el futuro porque la guerra sólo puede traer la ruina y la incertidumbre:
—La verdad es que, al menos hasta ahora, siempre ha habido guerra y siempre se han cometido toda clase de atropellos, de incendios, de robos y de saqueos. Siempre ha habido un estado mayor estólido, generales ineptos, encuentros absurdos, disfrazados con nombres pomposos de batallas por la pedantería militar. Pero nunca ha dejado la guerra una impresión de estupidez como la guerra actual. Desde su comienzo hasta el momento en que estamos todo tiene un aire de pesadez y de falta de originalidad y de ingenio verdaderamente desagradable.
—¿Qué quiere usted que sea un mundo entregado a los militares, a los periodistas y a los fotógrafos? —preguntó Olsen—; tiene que ser un mundo de necedad inconmensurable. Entre esas tres clases de gentes tienen que intensificar la estupidez del planeta.
—Estamos viviendo en una época rara —aseguró Larrañaga—. Se va notando que la oleada del siglo diecinueve se acaba; que todos esos tópicos de la democracia, del parlamentarismo, del arte como culto, de la prensa como palanca del progreso, de la fraternidad humana, del internacionalismo, se vienen abajo. Vemos que nos apartamos de los parajes conocidos; pero adonde marchamos, eso no lo vemos (Baroja, OC IX, 1998: 1073).
En cuanto a sus impresiones sobre la cultura y el arte, Baroja fue siempre muy conservador en sus gustos, no porque no estuviese abierto a los cambios, sino porque consideraba, como buen conservador, que lo nuevo no es mejor que lo viejo por el siempre hecho de ser nuevo. Si a eso añadimos su pasión por el siglo xix, que para él fue muy superior en casi todo al siglo xx, no es difícil imaginar que su opinión sobre las vanguardias que surgen en Europa durante el periodo de entreguerras no fue la más positiva. Para un hombre de principios como él, el cuestionamiento del canon que se produce durante estos años de incertidumbre en los que los valores consagrados son puestos en duda era insólito y difícil de aceptar, pues suponía acabar de un plumazo con la garantía que siempre había supuesto el prestigio; si ya no nos podemos fiar de los grandes genios de la cultura, viene a decirnos Baroja a través de Larrañaga, es porque vivimos una época en la que lo que vende no es lo mejor, sino lo más extravagante o lo que consigue llamar más nuestra atención: «Es muy frecuente oír decir que Beethoven es muy aburrido, que Velázquez es un pompier, que en los museos de pintura no se aprende nada, que Kant y Schopenhauer son pedantes. ¿Se puede convencer de lo contrario al que no quiere convencerse, ni hacerle entrar en razón? Hoy, el que posee más aspecto de tener razón es el que más grita» (Baroja, OC IX, 1998: 1328). Como resumió muy bien quien mejor le conocía, su sobrino Julio Caro Baroja, para Baroja «toda la pintura posterior al impresionismo era una pura estupidez» (J. Caro Baroja, 1997: 71), y así se constata si leemos algunos ensayos en los que el autor se ensaña particularmente con todos los ismos —cubismo, surrealismo, dadaísmo, etcétera— que proliferan durante estos años y que, a su juicio, no tenían ningún valor artístico. En un pasaje de El gran torbellino del mundo aparece este Baroja crítico del arte de la posguerra cuando reproduce un diálogo entre Pepita y Larrañaga y pone en boca de este su punto de vista sobre quienes cultivaban las vanguardias y sobre sus verdaderas intenciones: «Hay grandes mixtificaciones en esas cuestiones de arte. Y aún… Si todas esas manifestaciones artísticas, como el cubismo, fueran sinceras y de buena fe, serían muy curiosas como monstruosidades; pero no lo son: son falsificaciones de gente cuca que cuenta con la estupidez del medio ambiente» (Baroja, OC IX, 1998: 1028).
Otro de los aspectos más interesantes del ciclo «Agonías de nuestro tiempo» es el sorprendente protagonismo que, a lo largo sobre todo de la primera de las tres novelas, adquiere el filósofo danés Søren Kierkegaard, del que José Larrañaga se declara lector y admirador. Dicha presencia resulta especialmente curiosa porque, pese a ser un gran lector de autores como Dostoievski, Nietzsche, Schopenhauer o el propio Kierkegaard, considerados todos ellos como precursores más o menos directos del existencialismo sartriano, Baroja consideraba —y así lo expresó en sus memorias— que, como corriente filosófica, el existencialismo era «una pequeña secta», llena de «vulgaridades confusas», y sin ningún pensamiento profundo digno de ser tenido en cuenta: «Ya la denominación de este sistema existencialista nos parece a la mayoría una vacuidad o una fantasía. Las demás denominaciones de carácter filosófico, desde el principio, nos indican con claridad la base en la que se apoyan. Realismo, idealismo, materialismo, espiritualismo, escepticismo…, todo esto es claro. Pero ¿qué quiere decir existencialismo? Yo creo que no quiere decir nada; casi parece un camelo» (Baroja, OC II, 1997: 33). En el caso concreto de Kierkegaard, cuyas ideas defiende Larrañaga en El gran torbellino del mundo, Baroja criticó con cierta ironía sus teorías para terminar señalando, en una argumentación que evidencia la fecha en la que están escritas sus memorias (a mediados de los años cuarenta, cuando ya ha terminado la Segunda Guerra Mundial y se han visto las consecuencias del uso perverso que Hitler y el nazismo hicieron de conceptos filosóficos de raíz nietzscheana como «voluntad de poder», «superhombre» o «muerte de Dios»), que, leída fuera de su contexto, la filosofía existencialista puede ser muy peligrosa:
Kierkegaard hace una poda de todo lo que cree que oscurece el conocimiento del ser humano, y encuentra que la base de la personalidad es la angustia y la preocupación por Dios; algo muy próximo a la inquietud de Pascal.
Esto puede ser cierto para él, pero no para todos los hombres. Schopenhauer hizo también su poda, y encontró que el fondo de la vida era la voluntad; los materialistas creyeron que era la fuerza; Nietzsche, el instinto de vivir, la voluntad de dominio y la superación de la muerte.
No parece que la angustia sea la raíz única de la vida.
Yo, la angustia la he sentido muchas veces en el hipogastrio; pero nunca he creído que fuera una manifestación de sabiduría, sino resultado de la acción del nervio vago.
[…]
Hay quien cree que esta filosofía existencial puede servir de legitimación y de tapadera a todas las tendencias egoístas y malvadas del hombre, ya sean individuales o colectivas.
Por la necesidad de lo existencial se puede defender el egoísmo propio, el sacrificio de los demás, y colectivamente, el despotismo y la conquista del espacio vital.
No cabe duda que, como Shakespeare, y no recuerdo la frase con exactitud, el diablo puede servirse para sus fines de los textos de la Escritura (Baroja, OC II, 1997: 36).
No obstante esta opinión negativa, es verdad que, a lo largo de toda la trilogía, las reflexiones del protagonista en torno a temas como el progreso, la religión o el sentido de la vida adquieren tal grado de escepticismo que algún crítico ha llegado a calificarle «como una especie de héroe existencialista fracasado, algo kierkegaardiano» (Kerson, 1986: 71), en el sentido de que dicho personaje encarna ciertos rasgos (la defensa del individuo frente a cualquier otra entidad, la afirmación de la voluntad o la conciencia del dolor implícito a la existencia) que están presentes en otras muchas novelas de Baroja y que, sin responder estrictamente al existencialismo ortodoxo, que todavía no existía como tal en este momento, sí emparentan con lo que después caracterizará ese pensamiento.
El desenlace de la Primera Guerra Mundial también sirvió para que Baroja modificara su postura en torno a Alemania. Si durante la guerra fue uno de los pocos intelectuales españoles que se declararon germanófilos, más por su simpatía por la cultura alemana (siempre fue un admirador incondicional de hombres como Kant y Schopenhauer, a los que consideraba verdaderos genios), que por compartir la Weltpolitik del káiser Guillermo II, el resultado final del conflicto y la actitud alemana durante la guerra provocaron su alejamiento progresivo del mundo germánico. Aunque este desengaño con Alemania no fue algo exclusivo del escritor vasco, sino que fue una actitud muy generalizada en la Europa posterior a la Conferencia de París, donde Alemania fue señalada como gran culpable de la guerra y como la responsable de reparar todo el daño ocasionado, tal y como quedó reflejado en el Tratado de Versalles, lo aquí nos interesa es el caso barojiano, que se manifiesta en varios pasajes de la trilogía. Ya en El gran torbellino del mundo, Larrañaga deja claro que la guerra «me va haciendo pensar que los alemanes no tienen la genialidad que se les atribuía» (Baroja, OC IX, 1998: 1101), aunque también reconoce que no se les puede negar su inteligencia malvada porque, incluso en la desgracia, han sido ingeniosos para estafar a sus enemigos: «realmente esos arios, tan ponderados, han quedado en la guerra, y después de la guerra, bastante bajos; luego, esa estafa colosal de los marcos, con que han engañado a todos los burgueses del mundo, ha sido extraordinaria» (Baroja, OC IX, 1998: 1240). En Las veleidades de la fortuna, segunda parte de la trilogía, Larrañaga mantiene una larga conversación con el personaje de una duquesa española, con la que coincide en un hotel de Lausana, en la que vuelve a la carga y se extiende mucho más en su crítica. Primero pone el foco en los políticos alemanes, a los que acusa de haberle hecho perder definitivamente la fe en la democracia, al demostrarle que Alemania no es un pueblo excepcional, pese a haber dado al mundo hombres que sí lo son. A continuación, la duquesa le plantea la posibilidad de un futuro renacimiento económico o artístico del país y, también aquí, el protagonista muestra su pesimismo al considerar que ve muy difícil que Alemania resurja después de la guerra y vuelve a ser la gran potencia que fue. Pese a haberlo escrito en 1926, en un periodo en el que, si por algo destacó Alemania fue justamente por la efervescencia cultural y artística que representa la República de Weimar, no es extraño que Baroja no haga ninguna referencia a ella porque, como ya he señalado, ni el expresionismo ni la nueva objetividad fueron vanguardias de su gusto:
—Es lo que no vemos. Es también una de las cosas que nos ha desilusionado de esta guerra. Esos políticos, sobre todo los alemanas, eran unos ilusos y unos falsarios; esos hombres que dirigían la guerra, que parecían tan terribles, eran unos pobres diablos, casi unos idiotas. ¿Dónde estaba la técnica de que tanto nos hablaron? Yo creí que los alemanes comenzaban la guerra submarina con mil o dos mil submarinos. Luego resultó que tenían sesenta o setenta. Todo bluff y fanfarronería.
—Eso se ve ahora.
—Naturalmente, esto se ha visto cuando han sido vencidos y han aparecido iguales o peores que los demás, por lo menos más indignos y más bajos. En la derrota es cuando se nota la fuerza de espíritu de un pueblo, y en la derrota los alemanes se han mostrado innobles y mezquinos. El entusiasmo por lo alemán ha pasado y probablemente no volverá jamás. Claro, eso no importa para que Kant y Alberto Durero, Beethoven o Mozart, sean grandes hombres; pero creer, como llegamos a creer, que como pueblo era un pueblo excepcional y genial, ya es imposible.
—Puede venir de nuevo un renacimiento alemán.
—Me parece muy poco probable. Como todos los pueblos civilizados, Alemania se va alejando de los valores puramente espirituales, y en fuerza mecánica nunca podrá competir con los Estados Unidos.
—Puede venir un resurgimiento del arte.
—No creo; la mecánica triunfa sobre todo. En otro tiempo, en una ciudad italiana, un cuadro de Miguel Ángel o de Rafael era un acontecimiento; hoy, aunque hubiera genios así, el pueblo no los comprendería, y hasta los miraría con desdén; hoy triunfan la mecánica y el sport (Baroja, OC IX, 1998: 1321).
Por último, este análisis de las implicaciones autobiográficas de la trilogía «Agonías de nuestro tiempo» estaría incompleto si soslayáramos las alusiones peyorativas al colectivo de los judíos que, si bien no son exclusivas de estas novelas, pues el antisemitismo es una característica presente en gran parte de la obra barojiana, como ningún especialista en ella podría negar, sí aparecen aquí con una especial virulencia. Y lo hacen, además, de forma curiosa, pues Baroja no atribuye esos improperios al personaje de Larrañaga (que aquí aparece, incluso, como el encargado de matizar la postura más radical de su interlocutor), sino al personaje secundario del doctor Haller. En cualquier caso, y por las opiniones que emite este personaje, es evidente que ese cambio de voz no oculta el hecho de que, detrás de ese discurso, está el propio Baroja. Las muestras más claras de ese antisemitismo barojiano se encuentran, tal vez, en una conversación que mantiene el protagonista con el doctor Haller, en la que este médico suizo explica a Larrañaga que uno de los mayores males del periodo de la posguerra es que «el torrente de la charlatanería, del industrialismo y del judaísmo» lo está invadiendo todo. Recogiendo las mismas ideas que ya hemos visto que tenía el escritor vasco sobre la cultura europea del período, el doctor Haller explica que tanto en el ámbito científico como en el artístico, todas las corrientes y los ismos que van surgiendo —«el expresionismo, el dadaísmo, la metapsíquica, el psicoanálisis, el pirandellismo»— no son más que «palabrería». Y cuando Larrañaga le pregunta si en ese declive de la cultura europea tienen algo que ver los judíos, el médico responde lo siguiente: «No cabe duda. El judío no tiene amor por el pasado europeo, en el cual apenas ha intervenido; por eso es modernista y siente la época. Además, el judío se ha mantenido siempre alejado de la vida inmediata de los países europeos» (Baroja, OC IX, 1998: 1264). A medida que avanza la conversación, el enfoque de la crítica va cambiando, pero el tono se mantiene igual. En un momento dado, el doctor Haller relaciona a los judíos con los bolcheviques (algo que Baroja también hizo muchos años después, al criticar la influencia del comunismo soviético sobre el gobierno de la Segunda República española) y les señala como una raza de cínicos que se aíslan de la sociedad y se protegen entre ellos, formando ghettos. Un argumento, este del judío insolidario y explotador que no se integra en su comunidad y que sólo piensa en el dinero, que estaba en el ambiente de la Europa de la posguerra y que, como es sabido, fue explotado hasta la saciedad por Hitler y los nazis alemanes para conseguir llegar al poder, con las terribles consecuencias que todos conocemos:
—No cabe duda —añadió Haller— que hay en ellos una solidaridad que no se halla en las otras confesiones religiosas. Ninguno de estos judíos bolcheviques se atacan unos a otros. Han colaborado en matanzas enormes, pero ellos no se muerden. Se respetan los unos a los otros. Son del mismo ghetto.
—Sí; es extraño eso —dijo Larrañaga.
—El compañero Trotsky respeta al compañero Zinovief, y el Zinovief al Radek, y el Radek al Kamenef, y el Kamenef al Stalin. Son de la misma familia de los Achkenazin.
—¿Y Lenin era igual? —preguntó Larrañaga.
—No; Lenin era otra cosa —replicó Haller—. Aquél era un tártaro de la raza de los Gengis-Kan y de los Tamerlán. Estos judíos son la mayoría histriones muy flexibles, muy serpentinos. La raza judía es raza histriónica, optimista y social. Para hacer gestos de mono y llamar la atención, nadie como ellos. Las ideas no les importan. En Rusia serán los bolcheviques; en Inglaterra, conservadores; en Francia, radicales. Esto es lo de menos para ellos. La cuestión es llamar la atención y ganar dinero. Es una casta de cómicos, cupletistas, periodistas, favoritas de reyes, bailarinas y banqueros.
—Sí; pero este cinismo no es único y privativo de los judíos.
—No. Es verdad; pero en ellos es más señalado. El judío tiene que estar entre gente para tomar valor. Entonces se destaca con su impertinencia característica; pero póngale usted al judío solo, como un conquistador español en América, o como Livingstone en África, y entonces no es nada, porque todas sus monerías y toda su impertinencia ya no sirven.
—No sé si puede creer en esas especialidades étnicas —objetó Larrañaga.
—No son absolutas, claro es —contestó Haller—. El judío tiene un sentido materialista y sensual de la vida. No aprecia los ideales de los viejos europeos, la austeridad, la caballerosidad, el heroísmo, el valor en la guerra. Miran nuestras cosas en extranjeros (Baroja, OC IX, 1998: 1264-1265).
En resumen, la imagen que «Agonías de nuestro tiempo» nos ofrece de esa Europa de la posguerra es la de un continente que ha perdido su identidad y que, como dice el protagonista de la trilogía, sólo se mantiene en pie por la unidad de su territorio: «Para mí, Europa es una realidad geográfica, y nada más —replicó Larrañaga—. Si Europa fuera sinónimo de civilización y de cultura, Albania y Serbia no serían Europa, pero, en cambio, lo serían Boston y Melbourne» (Baroja, OC IX, 1998: 1298). Para Baroja, la crisis del «nuevo humanismo» es, sobre todo, una crisis de valores. En un contexto de total descomposición de las instituciones y miseria moral del individuo, la mentira se ha impuesto a la verdad y los principios que antaño eran respetados ahora son subvertidos. La confusión reina por todas partes y la gente vive sin asideros, incapaz de agarrarse a alguna certeza que le permita orientar su existencia. En definitiva, y cerrando el círculo que he abierto al principio, con esa crítica barojiana a la idea de progreso, la Europa de los años veinte es una Europa que navega, pero que lo hace sin un rumbo fijo, yendo más bien a la deriva, o dando un paso adelante, y dos hacia atrás: «Se avanza en la civilización, pero no en todos los sentidos. Lo que se gana en una dirección se pierde en otra. Cuando se hace el balance de una época no se ve que se haya mejorado íntegramente, sino que se ha avanzado en una dirección y se ha retrocedido en otra» (Baroja, OC IX, 1998: 1323). Por eso, cuando Larrañaga se lleva la gran decepción de su vida y comprende que, por mucho que haga para conquistar a Pepita, y por muy mal que la trate su marido Fernando, nunca conseguirá el corazón de su prima, Baroja pone fin a la trilogía con una reflexión final del protagonista —resignada, melancólica y existencialista— en la que, de alguna manera, se concentra el pensamiento de ambos sobre el amor, las mujeres y la tristeza de una vida sin ilusiones: «El mundo era para él una maquinaria pesada, un molino que iba moliendo y triturando el tiempo, que se deshacía y se formaba de nuevo automáticamente. El final se sabía: la única aspiración era encontrar una manera cómoda de ser triturado al compás del tiempo. Como en el mote del emblema citado por Pablo Jovio, tendría que repetir: “Los llenos de dolor y los vacíos de esperanza”» (Baroja, OC IX, 1998: 1485).
UN BAROJA EUROPEO
Desde el punto de vista de su calidad literaria, las obras que componen la serie «Agonías de nuestro tiempo» no se cuentan, ni mucho menos, entre lo mejor de la producción barojiana. Por eso, estoy de acuerdo con González López en que, como novelas, los títulos que componen este ciclo son más bien flojos (en comparación, se entiende, con el resto de lo escrito por el autor vasco), pues Baroja no sólo no logró mantener el alto nivel de creatividad que había demostrado durante los años previos a 1914, sino que «se estancó en sus propias fórmulas, y en lugar de atrapar esas agonías y torbellino, expresados en un arte expresionista, se limitó a darnos la historia sentimental de sus amores tardíos, en los que hay una evocación de sus propias melancolías y tristezas» (González López, 1971: 254-255). Según Kerson, tal vez el principal problema de la trilogía es que carece de un argumento sólido y bien desarrollado, lo que hace que su estructura adopte una forma difusa, «como una serie de divagaciones, en que hay descripciones muy logradas, en algunos casos poéticas, de ciudades como París, Rotterdam, Ámsterdam, Harlem, Copenhague, Nyborg, la isla de Basilea, Berna entre otros sitios, todos visitados por el autor, lo que da la impresión de autenticidad» (Kerson, 2011: 173). Por otro lado, tampoco contribuye a reforzar el hilo conductor del relato el hecho de que un altísimo porcentaje del texto esté conformado por diálogos larguísimos en los que intervienen multitud de personajes. Ese uso y abuso del diálogo, que tiene la ventaja de servir al autor para manifestar sus opiniones sobre distintos temas, tiene otra cara menos positiva y es que, si no está muy atento a las conversaciones, el lector puede llegar a perderse, por no hablar del cansancio mental que provoca tener que seguir esta polifonía de voces y situar cada intervención en el contexto de su personaje. En cualquier caso, y dejando a un lado estos innegables defectos, sí es verdad que Baroja capta muy bien ese ambiente de descomposición y crisis que sucede a los años de la Gran Guerra y que, como dice Kerson, «el efecto total de la trilogía (fijémonos en la palabra agonías, el Angst kierkegaardiano del título) es el de un torberllino, simbólico de la vida agitada, deprimida, deprimente y de decadencia espiritual que se refleja en la Europa de posguerra» (Kerson, 2011: 154). En este sentido, el hecho de que Baroja preste cierta atención a comentar los sueños que tienen los personajes hay que relacionarlo también con esa atmósfera confusa del período en el que sucede la acción, como ha visto con acierto Mainer al destacar que «conviene advertir la importancia de los sueños y de la transmisión onírica de los acontecimientos, lo que confiere a los personajes —una y otra vez— un aura de irrealidad insegura que alguna relación había de tener con los rasgos del tiempo que habitan» (Mainer, 2012: 262-263).
Frente a quienes han optado por una enmienda a la totalidad, como hizo Gil Bera al calificar la trilogía como una «autoapología» barojiana, «en forma de elegía lluviosa, de sus cosmovisiones racistas y molinistas» (Gil Bera, 2001: 324), mi valoración del conjunto está mucho más cerca de la que ofrece Sánchez-Ostiz cuando afirma que, al margen de su valor literario, las novelas sí tienen un importante valor «testamental», como resumen o compendio de ideas barojianas en el que «pesa mucho más la opinión sobre temas variados —a veces parece que estamos ante una silva de varia lección—, que el relato propiamente dicho de las peripecias de los protagonistas» (Sánchez-Ostiz, 2006: 223). Igualmente, y como ha señalado Darío Villanueva, tampoco se puede negar que, en el contexto de la obra de Baroja, dedicada en buena medida a diseccionar la crisis española contemporánea, «Agonías de nuestro tiempo» representa una verdadera novedad, pues no sólo supone un cambio en su objeto de análisis habitual, que deja de ser España para convertirse en la Europa traumatizada de entreguerras, sino que implica también una ampliación de la perspectiva, lo que no debió de resultarle nada fácil a un Baroja que hizo un esfuerzo por adoptar «un punto de vista paneuropeo» (Villanueva, 1998: 24), muy raro de encontrar en la literatura española del período. Aunque la heterodoxia de la obra barojiana haga muy difícil su encuadramiento en cualquier corriente, Villanueva sitúa este ciclo dentro de esa tendencia europea que fue el odernism, junto a obras de autores tan representativos de la literatura europea de entreguerras como James Joyce, Marcel Proust, Bertolt Brecht, André Gide, Luigi Pirandello, Hermann Hesse, Ezra Pound, Virginia Woolf o Thomas Mann, con cuya novela La montaña mágica —reflejo de ese malestar de los años veinte— ya fue emparentado en su día (Kerson, 1986: 76). En esa misma clave europea, coincido plenamente con este autor en que la lectura de esta poco conocida trilogía debería servir, acaso, para liberar al novelista donostiarra «del corsé provincial noventayochista, situándolo, junto a otros escritores españoles de su época, en un ámbito más amplio, como reclaman sus soberbias estaturas de creadores y renovadores literarios. Ese ámbito es de referencia europea, lo que cobra hoy por hoy un extraordinario valor si reparamos en la profunda vivencia de la realidad de Europa que Baroja tenía» (Villanueva, 1998: 27-28).
BIBLIOGRAFÍA
· Baroja, Pío, Desde la última vuelta del camino, Obras Completas, volumen ii, dirigidas por José-Carlos Mainer, Barcelona, Círculo de Lectores – Galaxia Gutenberg, 1997 [todas las citas de Baroja proceden de esta edición de sus «Obras completas» (OC), publicadas en dieciséis volúmenes por Círculo de Lectores y Galaxia Gutenberg entre 1997 y 1999].
–. El gran torbellino del mundo, OC, volumen ix, 1998.
–. Las veleidades de la fortuna, OC, volumen ix, 1998.
–. Los amores tardíos, OC, volumen ix, 1998.
–. Momentum catastrophicum, OC, volumen xiii, 1999.
–. Divagaciones apasionadas, OC, volumen xiii, 1999.
· Caro Baroja, Pío (ed.), Guía de Pío Baroja: el mundo barojiano, Madrid, Caro Raggio -Cátedra, 1987.
· Caro Baroja, Julio, Los Baroja (memorias familiares), Madrid, Caro Raggio, 1997 [1972, primera edición; 1978, segunda edición corregida y aumentada].
· Gil Bera, Eduardo, Baroja o el miedo: biografía no autorizada, Barcelona, Península, 2001.
· González López, Emilio, El arte narrativo de Pío Baroja: las trilogías, New York, Las Americas Publishing Company, 1971.
· Kerson, Arnold L., «José Larrañaga: una especie de héroe existencialista barojiano» (págs. 69-76), en A. David Kossoff, José Amor Vázquez, Ruth H. Kossoff y Geoffrey Ribbans (coords.), Actas del Octavo Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas, volumen ii, Madrid, Istmo, 1986.
–. Kerson, Arnold L., «Europa en la novelística barojiana en el periodo de entreguerras» (págs. 152-178), en Antonio Regalado y José Lasaga (eds.), Lecturas y diálogos en torno a Pío Baroja, Madrid, CSIC – La Catarata, 2011.
· Mainer, José-Carlos, Pío Baroja, Madrid, Taurus, 2012.
· Ortega y Gasset, José, España invertebrada, Madrid, Alianza, 1994 [1922].
· Pérez Ferrero, Miguel, Vida de Pío Baroja, Madrid, Editorial Magisterio Español, 1972.
· Pla, Josep, Diccionario Pla de la literatura, Edición y prólogo de Valentí Puig, Traducción de Jorge Rodríguez, Barcelona, Destino, 2011 [2001].
· Sánchez-Ostiz, Miguel, Pío Baroja, a escena, Madrid, Espasa Calpe, 2006.
· Shaw, Donald L, «Dos novelas de Baroja: una ejemplificación de su técnica» (págs. 385-395), en Javier Martínez Palacio (ed.), Pío Baroja: el escritor y la crítica, Madrid, Taurus, 1979.
· Sobejano, Gonzalo, Nietzsche en España, 1890-1970, Segunda edición, corregida y ampliada, Madrid, Gredos, 2004 [1967].
· Villanueva, Darío, «Prólogo», en Baroja, Pío, OC, volumen ix, 1998.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]