Otro de los aspectos más interesantes del ciclo «Agonías de nuestro tiempo» es el sorprendente protagonismo que, a lo largo sobre todo de la primera de las tres novelas, adquiere el filósofo danés Søren Kierkegaard, del que José Larrañaga se declara lector y admirador. Dicha presencia resulta especialmente curiosa porque, pese a ser un gran lector de autores como Dostoievski, Nietzsche, Schopenhauer o el propio Kierkegaard, considerados todos ellos como precursores más o menos directos del existencialismo sartriano, Baroja consideraba —y así lo expresó en sus memorias— que, como corriente filosófica, el existencialismo era «una pequeña secta», llena de «vulgaridades confusas», y sin ningún pensamiento profundo digno de ser tenido en cuenta: «Ya la denominación de este sistema existencialista nos parece a la mayoría una vacuidad o una fantasía. Las demás denominaciones de carácter filosófico, desde el principio, nos indican con claridad la base en la que se apoyan. Realismo, idealismo, materialismo, espiritualismo, escepticismo…, todo esto es claro. Pero ¿qué quiere decir existencialismo? Yo creo que no quiere decir nada; casi parece un camelo» (Baroja, OC II, 1997: 33). En el caso concreto de Kierkegaard, cuyas ideas defiende Larrañaga en El gran torbellino del mundo, Baroja criticó con cierta ironía sus teorías para terminar señalando, en una argumentación que evidencia la fecha en la que están escritas sus memorias (a mediados de los años cuarenta, cuando ya ha terminado la Segunda Guerra Mundial y se han visto las consecuencias del uso perverso que Hitler y el nazismo hicieron de conceptos filosóficos de raíz nietzscheana como «voluntad de poder», «superhombre» o «muerte de Dios»), que, leída fuera de su contexto, la filosofía existencialista puede ser muy peligrosa:

Kierkegaard hace una poda de todo lo que cree que oscurece el conocimiento del ser humano, y encuentra que la base de la personalidad es la angustia y la preocupación por Dios; algo muy próximo a la inquietud de Pascal.

Esto puede ser cierto para él, pero no para todos los hombres. Schopenhauer hizo también su poda, y encontró que el fondo de la vida era la voluntad; los materialistas creyeron que era la fuerza; Nietzsche, el instinto de vivir, la voluntad de dominio y la superación de la muerte.

No parece que la angustia sea la raíz única de la vida.

Yo, la angustia la he sentido muchas veces en el hipogastrio; pero nunca he creído que fuera una manifestación de sabiduría, sino resultado de la acción del nervio vago.

[…]

Hay quien cree que esta filosofía existencial puede servir de legitimación y de tapadera a todas las tendencias egoístas y malvadas del hombre, ya sean individuales o colectivas.

Por la necesidad de lo existencial se puede defender el egoísmo propio, el sacrificio de los demás, y colectivamente, el despotismo y la conquista del espacio vital.

No cabe duda que, como Shakespeare, y no recuerdo la frase con exactitud, el diablo puede servirse para sus fines de los textos de la Escritura (Baroja, OC II, 1997: 36).

 

No obstante esta opinión negativa, es verdad que, a lo largo de toda la trilogía, las reflexiones del protagonista en torno a temas como el progreso, la religión o el sentido de la vida adquieren tal grado de escepticismo que algún crítico ha llegado a calificarle «como una especie de héroe existencialista fracasado, algo kierkegaardiano» (Kerson, 1986: 71), en el sentido de que dicho personaje encarna ciertos rasgos (la defensa del individuo frente a cualquier otra entidad, la afirmación de la voluntad o la conciencia del dolor implícito a la existencia) que están presentes en otras muchas novelas de Baroja y que, sin responder estrictamente al existencialismo ortodoxo, que todavía no existía como tal en este momento, sí emparentan con lo que después caracterizará ese pensamiento.

El desenlace de la Primera Guerra Mundial también sirvió para que Baroja modificara su postura en torno a Alemania. Si durante la guerra fue uno de los pocos intelectuales españoles que se declararon germanófilos, más por su simpatía por la cultura alemana (siempre fue un admirador incondicional de hombres como Kant y Schopenhauer, a los que consideraba verdaderos genios), que por compartir la Weltpolitik del káiser Guillermo II, el resultado final del conflicto y la actitud alemana durante la guerra provocaron su alejamiento progresivo del mundo germánico. Aunque este desengaño con Alemania no fue algo exclusivo del escritor vasco, sino que fue una actitud muy generalizada en la Europa posterior a la Conferencia de París, donde Alemania fue señalada como gran culpable de la guerra y como la responsable de reparar todo el daño ocasionado, tal y como quedó reflejado en el Tratado de Versalles, lo aquí nos interesa es el caso barojiano, que se manifiesta en varios pasajes de la trilogía. Ya en El gran torbellino del mundo, Larrañaga deja claro que la guerra «me va haciendo pensar que los alemanes no tienen la genialidad que se les atribuía» (Baroja, OC IX, 1998: 1101), aunque también reconoce que no se les puede negar su inteligencia malvada porque, incluso en la desgracia, han sido ingeniosos para estafar a sus enemigos: «realmente esos arios, tan ponderados, han quedado en la guerra, y después de la guerra, bastante bajos; luego, esa estafa colosal de los marcos, con que han engañado a todos los burgueses del mundo, ha sido extraordinaria» (Baroja, OC IX, 1998: 1240). En Las veleidades de la fortuna, segunda parte de la trilogía, Larrañaga mantiene una larga conversación con el personaje de una duquesa española, con la que coincide en un hotel de Lausana, en la que vuelve a la carga y se extiende mucho más en su crítica. Primero pone el foco en los políticos alemanes, a los que acusa de haberle hecho perder definitivamente la fe en la democracia, al demostrarle que Alemania no es un pueblo excepcional, pese a haber dado al mundo hombres que sí lo son. A continuación, la duquesa le plantea la posibilidad de un futuro renacimiento económico o artístico del país y, también aquí, el protagonista muestra su pesimismo al considerar que ve muy difícil que Alemania resurja después de la guerra y vuelve a ser la gran potencia que fue. Pese a haberlo escrito en 1926, en un periodo en el que, si por algo destacó Alemania fue justamente por la efervescencia cultural y artística que representa la República de Weimar, no es extraño que Baroja no haga ninguna referencia a ella porque, como ya he señalado, ni el expresionismo ni la nueva objetividad fueron vanguardias de su gusto:

—Es lo que no vemos. Es también una de las cosas que nos ha desilusionado de esta guerra. Esos políticos, sobre todo los alemanas, eran unos ilusos y unos falsarios; esos hombres que dirigían la guerra, que parecían tan terribles, eran unos pobres diablos, casi unos idiotas. ¿Dónde estaba la técnica de que tanto nos hablaron? Yo creí que los alemanes comenzaban la guerra submarina con mil o dos mil submarinos. Luego resultó que tenían sesenta o setenta. Todo bluff y fanfarronería.

—Eso se ve ahora.

—Naturalmente, esto se ha visto cuando han sido vencidos y han aparecido iguales o peores que los demás, por lo menos más indignos y más bajos. En la derrota es cuando se nota la fuerza de espíritu de un pueblo, y en la derrota los alemanes se han mostrado innobles y mezquinos. El entusiasmo por lo alemán ha pasado y probablemente no volverá jamás. Claro, eso no importa para que Kant y Alberto Durero, Beethoven o Mozart, sean grandes hombres; pero creer, como llegamos a creer, que como pueblo era un pueblo excepcional y genial, ya es imposible.

—Puede venir de nuevo un renacimiento alemán.

—Me parece muy poco probable. Como todos los pueblos civilizados, Alemania se va alejando de los valores puramente espirituales, y en fuerza mecánica nunca podrá competir con los Estados Unidos.

—Puede venir un resurgimiento del arte.

—No creo; la mecánica triunfa sobre todo. En otro tiempo, en una ciudad italiana, un cuadro de Miguel Ángel o de Rafael era un acontecimiento; hoy, aunque hubiera genios así, el pueblo no los comprendería, y hasta los miraría con desdén; hoy triunfan la mecánica y el sport (Baroja, OC IX, 1998: 1321).

Por último, este análisis de las implicaciones autobiográficas de la trilogía «Agonías de nuestro tiempo» estaría incompleto si soslayáramos las alusiones peyorativas al colectivo de los judíos que, si bien no son exclusivas de estas novelas, pues el antisemitismo es una característica presente en gran parte de la obra barojiana, como ningún especialista en ella podría negar, sí aparecen aquí con una especial virulencia. Y lo hacen, además, de forma curiosa, pues Baroja no atribuye esos improperios al personaje de Larrañaga (que aquí aparece, incluso, como el encargado de matizar la postura más radical de su interlocutor), sino al personaje secundario del doctor Haller. En cualquier caso, y por las opiniones que emite este personaje, es evidente que ese cambio de voz no oculta el hecho de que, detrás de ese discurso, está el propio Baroja. Las muestras más claras de ese antisemitismo barojiano se encuentran, tal vez, en una conversación que mantiene el protagonista con el doctor Haller, en la que este médico suizo explica a Larrañaga que uno de los mayores males del periodo de la posguerra es que «el torrente de la charlatanería, del industrialismo y del judaísmo» lo está invadiendo todo. Recogiendo las mismas ideas que ya hemos visto que tenía el escritor vasco sobre la cultura europea del período, el doctor Haller explica que tanto en el ámbito científico como en el artístico, todas las corrientes y los ismos que van surgiendo —«el expresionismo, el dadaísmo, la metapsíquica, el psicoanálisis, el pirandellismo»— no son más que «palabrería». Y cuando Larrañaga le pregunta si en ese declive de la cultura europea tienen algo que ver los judíos, el médico responde lo siguiente: «No cabe duda. El judío no tiene amor por el pasado europeo, en el cual apenas ha intervenido; por eso es modernista y siente la época. Además, el judío se ha mantenido siempre alejado de la vida inmediata de los países europeos» (Baroja, OC IX, 1998: 1264). A medida que avanza la conversación, el enfoque de la crítica va cambiando, pero el tono se mantiene igual. En un momento dado, el doctor Haller relaciona a los judíos con los bolcheviques (algo que Baroja también hizo muchos años después, al criticar la influencia del comunismo soviético sobre el gobierno de la Segunda República española) y les señala como una raza de cínicos que se aíslan de la sociedad y se protegen entre ellos, formando ghettos. Un argumento, este del judío insolidario y explotador que no se integra en su comunidad y que sólo piensa en el dinero, que estaba en el ambiente de la Europa de la posguerra y que, como es sabido, fue explotado hasta la saciedad por Hitler y los nazis alemanes para conseguir llegar al poder, con las terribles consecuencias que todos conocemos:

—No cabe duda —añadió Haller— que hay en ellos una solidaridad que no se halla en las otras confesiones religiosas. Ninguno de estos judíos bolcheviques se atacan unos a otros. Han colaborado en matanzas enormes, pero ellos no se muerden. Se respetan los unos a los otros. Son del mismo ghetto.

—Sí; es extraño eso —dijo Larrañaga.

—El compañero Trotsky respeta al compañero Zinovief, y el Zinovief al Radek, y el Radek al Kamenef, y el Kamenef al Stalin. Son de la misma familia de los Achkenazin.

—¿Y Lenin era igual? —preguntó Larrañaga.

—No; Lenin era otra cosa —replicó Haller—. Aquél era un tártaro de la raza de los Gengis-Kan y de los Tamerlán. Estos judíos son la mayoría histriones muy flexibles, muy serpentinos. La raza judía es raza histriónica, optimista y social. Para hacer gestos de mono y llamar la atención, nadie como ellos. Las ideas no les importan. En Rusia serán los bolcheviques; en Inglaterra, conservadores; en Francia, radicales. Esto es lo de menos para ellos. La cuestión es llamar la atención y ganar dinero. Es una casta de cómicos, cupletistas, periodistas, favoritas de reyes, bailarinas y banqueros.

—Sí; pero este cinismo no es único y privativo de los judíos.

—No. Es verdad; pero en ellos es más señalado. El judío tiene que estar entre gente para tomar valor. Entonces se destaca con su impertinencia característica; pero póngale usted al judío solo, como un conquistador español en América, o como Livingstone en África, y entonces no es nada, porque todas sus monerías y toda su impertinencia ya no sirven.

—No sé si puede creer en esas especialidades étnicas —objetó Larrañaga.

—No son absolutas, claro es —contestó Haller—. El judío tiene un sentido materialista y sensual de la vida. No aprecia los ideales de los viejos europeos, la austeridad, la caballerosidad, el heroísmo, el valor en la guerra. Miran nuestras cosas en extranjeros (Baroja, OC IX, 1998: 1264-1265).

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