POR FRANCISCO FUSTER GARCÍA
En un pasaje de su ensayo España invertebrada (1922), José Ortega y Gasset escribió que, en su opinión, el síntoma que mejor definía a la Europa posterior a la Gran Guerra era la evidente ausencia de una ilusión en el porvenir y, en consecuencia, su parálisis a la hora de reconstruir todo aquello que la contienda había convertido en ruinas: «Si las grandes naciones no se restablecen, es porque en ninguna de ellas existe el claro deseo de un tipo de vida mejor que sirva de pauta sugestiva a la recomposición». Lo peor de este nulo interés no sólo en el futuro, sino también en el presente, insistía el filósofo madrileño, es que esa falta de apetito y de deseo, «secreción exquisita de todo espíritu sano», obedecía a un profundo malestar cuyo origen se remontaba muy atrás en el tiempo, pues no tenía que ver únicamente con los efectos devastadores que había provocado la guerra: «Europa padece una extenuación en su facultad de desear, que no es posible atribuir a la guerra. ¿Cuál es su origen? ¿Es que los principios mismos de que ha vivido el alma continental están ya exhaustos, como canteras desventradas?» (Ortega y Gasset, 1994: 16).

En esta misma línea en que lo hizo Ortega, pensadores de la época como Georg Simmel, Oswald Spengler, Karl Jaspers, Martin Heidegger, William James, Arnold Toynbee o Henri Bergson llegaron a la conclusión de que, desde el punto de vista moral, la reconstrucción de Europa tras el conflicto sólo podía partir de la creación de lo que se llamó un «nuevo humanismo». Una forma distinta de pensar el mundo que, con la premisa de conservar lo poco que se hubiese podido salvar de ese «mundo de ayer», tratara de responder a la pregunta que se planteó durante el periodo de entreguerras y que permaneció sin respuesta durante toda la primera mitad de siglo xx o, al menos, hasta la publicación en 1947 de la Dialéctica de la Ilustración, de los filósofos alemanes Theodor Adorno y Max Horkheimer. Enunciada de forma clara y sintética, dicha pregunta podría formularse de la siguiente manera: ¿por qué el indudable y extraordinario progreso material —económico, tecnológico y científico— que se produjo durante todo ese período no fue acompañado de un aumento proporcional de la felicidad del hombre europeo? O, planteando la cuestión en términos simmelianos, ¿por qué motivo el desarrollo imparable del «espíritu objetivo», englobando bajo este concepto el avance de la cultura humana en su conjunto, no llevó aparejado también el desarrollo del «espíritu subjetivo», entendiendo por éste el desarrollo intelectual, cultural y moral, de cada individuo?

La discusión en torno a este dilema en la bibliografía y la prensa europea de la época hizo que varios intelectuales españoles (los más atentos a los debates que surgían más allá de nuestras fronteras) quisieran opinar sobre el asunto, si no directamente, con una obra entera y específica dedicada al tema, sí a través de algunas reflexiones de mayor o menor extensión, aparecidas en los periódicos o, en determinados casos, intercaladas en libros de ensayo o, en el caso de los escritores de ficción, en alguna de sus novelas. Es el caso, por ejemplo, de un Pío Baroja que, en contra de la imagen que ha transmitido de él parte de la historiografía española (sobre todo la del periodo franquista), que lo quiso presentar como un autor profundamente español y sin ninguna proyección exterior, en la línea del noventayochismo más rancio y patriotero, siempre se ocupó y se preocupó de lo que sucedía en Europa, hasta el punto de que, como ya señaló en su día Josep Pla, por su formación cultural y su talante liberal, Baroja fue un autor cuya obra no se entiende bien fuera del contexto europeo: «Hablando seriamente, Baroja tiene las ideas de un europeo normal. Ante la religión, la ciencia, el arte, la vida social, las relaciones humanas, profesa las ideas que en Europa son corrientes entre millones y millones de seres humanos. La revulsión que produce su visión de España proviene precisamente del hecho de que Baroja ve España con ojos de un hombre europeo normal» (Pla, 2011: 56). Si nos fijamos en su producción de estos años de entreguerras, vemos que ya en un texto de 1919, recién terminada la contienda, hacía una crítica feroz de la que después sería llamada Primera Guerra Mundial y detecta, asimismo, esa contradicción entre la evolución de la técnica y la ciencia europeas, que jamás puso en duda, y el perfeccionamiento de una sociedad que, a su juicio, no podía considerarse mejor que la del siglo anterior: «La guerra ha demostrado que el depósito de brutalidad que tiene nuestra especie está intacto. No somos tan sabios como Platón o como Aristóteles; pero tan brutos como en cualquier otro período, sí lo somos. Todo hace creer que no hay progreso en el mundo; el hombre de hoy es más sabio, más técnico que el de ayer, y vive en una sociedad más perfecta. Lo que no se advierte es que sea mejor» (Baroja, OC XIII, 1999: 683). En otro ensayo de la misma época, definió el período de entreguerras con una metáfora animal que resumía a la perfección su parecer sobre la incapacidad de la Europa del momento y, en línea con la tesis orteguiana y con la del resto de filósofos europeos, alertaba sobre esa falta de ideales que caracteriza esos años de la posguerra:

Nuestro tiempo es un avestruz que se traga todo lo que le echen; claro que no lo puede digerir, porque no se digieren las piedras, pero las traga.

Ante la impotencia de crear un ideal, o por lo menos una utopía, nuestra época se repliega en sí misma y quiere dar como una norma apetecible lo que es resultado de su infecundidad.

Así se la ve tender a la desvalorización de todos los ideales humanos: al desdén por la cultura general, a la tendencia a la especialidad, al deporte y a la intensificación del mecanicismo de la vida, hasta tal punto, que parece que las cosas ellas mismas tienden a sustituir las inquietudes espirituales por el puro movimiento automático y mecánico. La ciencia, que es hoy por hoy lo único con aire religioso que nos queda, nos aplasta con su frialdad (Baroja, Obras completas, XIII, 1999: 850).

 

Aunque podrían rastrearse otros muchos ejemplos de este actitud entre la producción ensayística barojiana, lo que me propongo aquí es tratar de averiguar cómo se refleja ese pensamiento del escritor vasco sobre el «nuevo humanismo» y, en general, sobre el declive moral de la posguerra, en tres novelas que tienen como marco, precisamente, la Europa de entreguerras. Me refiero a la trilogía que, bajo el título genérico —y muy elocuente— de «Agonías de nuestro tiempo», agrupa las obras tituladas El gran torbellino del mundo, Las veleidades de la fortuna y Los amores tardíos (publicadas todas ellas en 1926); aunque, «más que una trilogía en el clásico sentido barojiano de la palabra», se trata, en realidad, de «una sola novela dividida en tres partes» (González López, 1971: 253). Obras, en cualquier caso, que reflejan el sentir de un Baroja de madurez, que a estas alturas ya ha publicado la mejor parte de su obra (la que cubre el periodo 1900-1914, aproximadamente), y que se nutren, básicamente, de tres fuentes fundamentales: «los numerosos viajes que hizo por Centroeuropa en el comienzo de los años veinte» (Mainer, 2012: 262); las largas conversaciones con Paul Schmitz, un suizo al que Baroja conoció a principios de siglo en España, y con el que mantuvo una larga y estrecha relación de amistad (P. Caro Baroja, 1987: 103); y las ideas que escuchó en la tertulia que mantenía la marquesa de Villavieja, una aristócrata madrileña que, durante los años veinte y treinta, «gustaba de reunir gente heteróclita en su salón» (J. Caro Baroja, 1997: 77), de cuyas conversaciones también tomó el novelista algunas ideas luego plasmadas en esas novelas.

Desde esta perspectiva, y como no podía ser de otra forma tratándose de Baroja, nos encontramos ante tres novelas eminentemente autobiográficas, pues los paisajes y escenarios europeos aquí descritos son, exactamente, los que vio Baroja durante esos mismos años en los que, solo o en compañía del citado Schmitz, recorrió países como Alemania, Suiza, Holanda o Dinamarca, que son justo los lugares en los que, junto con París (ciudad que el escritor conocía muy bien porque había estado allí en varias ocasiones), trascurre la mayor parte de la acción. En este sentido, es comprensible que José Larrañaga, personaje principal de «Agonías de nuestro tiempo», sea uno más de los varios protagonistas de sus novelas en los que, en mayor o menor medida, Baroja se retrató a sí mismo en distintas etapas de su vida. «El protagonista —dice Pío Caro Baroja al catalogar esta trilogía—, en una proporción considerable, es Baroja mismo, porque las ideas generales de José Larrañaga son las ideas suyas» (P. Caro Baroja, 1987: 102). En efecto, Larrañaga pertenece, a juicio de Gonzalo Sobejano, «al plantel de los contemplativos, melancólicos y fracasados, de la familia de Andrés Hurtado o Luis Murguía» (Sobejano, 2004: 387), y es, en opinión de Miguel Sánchez-Ostiz, «otra de las contrafiguras más sólidas y claras de Baroja, una de las más llamativas, además» (Sánchez-Ostiz, 2006: 222). Por último, Miguel Pérez Ferrero fue más allá al decir que no sólo el protagonista de la trilogía tiene un inequívoco trasfondo autobiográfico, sino que, sus dos primas en la ficción, Pepita y Soledad, también están «observadas de modelos vivos» (Pérez Ferrero, 1972: 200), igual que otros personajes que desfilan por estas páginas y para los que Baroja también se habría inspirado en conocidos suyos de la vida real, siguiendo un procedimiento que en él era muy habitual.

Aunque, como ha señalado con acierto Arnold L. Kerson, nos encontramos ante una trilogía que, ciertamente, no ha recibido excesiva atención por parte de críticos y lectores barojianos, debido a una serie de causas —la falta de un argumento bien construido (en comparación con otras trilogías barojianas más acabadas), el excesivo peso que tienen los diálogos en la narración y la visión pesimista del mundo que se desprende de ella (Kerson, 1986: 76)— que este mismo autor se encarga de enumerar, creo que mi elección de «Agonías de nuestro tiempo» sí está justificada, al menos por dos motivos. En primer lugar, y como señaló Julio Caro Baroja, por el hecho de que, hacia 1925, cuando empezó a escribir la primera de las tres novelas, Baroja tenía «unas ideas y unos gustos que difícilmente casaban con los que caminaban en España» (J. Caro Baroja, 1997: 71); teniendo en cuenta esto, diría que la trilogía de la que me propongo hablar es una invitación a adentrarnos en la cabeza de un escritor muy original, que vivió al margen de las modas y pensó siempre a contracorriente, posicionándose frente a la verdad oficial de lo políticamente correcto o de lo comúnmente establecido. Por otra lado, y como voy a tratar de demostrar a continuación, las tres novelas que conforman ese ciclo son el mejor documento para conocer al Baroja de entreguerras, pues es en esas obras donde el escritor más opiniones vertió, a través de sus personajes, sobre lo que implicaban para él, a nivel personal y colectivo, las consecuencias de la Gran Guerra, y sobre la posible salida que él veía, si es que veía a alguna, a esa crisis de valores por la que atravesaba Europa.

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