Pero el genio de Bohr supo ver que esta limitación no era enteramente negativa. Abría la puerta a un nuevo modo de entender los fenómenos. La explicación completa de un único y mismo objeto exige la adopción de puntos de vista que desafíen una única descripción. De ahí la necesidad de recurrir al término complementario. Mientras que hasta entonces el rasgo característico de las ciencias exactas era la búsqueda de un modo de descripción unívoco y la eliminación de todo aquello que hiciera referencia al observador, en el nuevo escenario epistemológico las diversas descripciones del objeto, en apariencia divergentes o contradictorias, se concebían como complementarias.

En este punto el físico y ya filósofo danés da el salto a las ciencias de la vida. Mientras que, hasta el momento, el simbolismo matemático ofrecía a la física un ideal de objetividad realizable sin restricción, en el caso de las ciencias naturales no existía ese dominio lógico y riguroso. La aparición de estos hechos exigía la revisión de conceptos considerados hasta entonces fundamentales. Desde el descubrimiento del cuanto de acción, el ideal clásico según el cual un fenómeno puede definirse con independencia del sistema de referencia del observador no era aplicable. Esto, claro está, no se aplica en la experiencia cotidiana, donde el modo de descripción causal y espacio-temporal sigue funcionando, dado lo diminuto del cuanto de acción frente a las acciones que entran en juego en el ámbito macroscópico.

 

RECUPERAR VIEJOS HILOS

El mundo subatómico obliga a renunciar al modo habitual de entender los fenómenos. Pero no solo eso, también exige renunciar a cierto modo de pensar. Nuestros conceptos –los de uso cotidiano o los filosóficos– se basan en la distinción sujeto-objeto y, en el caso que nos ocupa, esa distinción ha dejado de ser clara. El tema ya lo planteó Berkeley y se puede sintetizar en una serie de cuestiones: ¿Pertenece al sujeto lo que el ojo mira y el modo en que lo mira? ¿Pertenece al sujeto el aire que respira? Bohr pone un ejemplo que parece sacado del Ensayo para una nueva teoría de la visión del irlandés y que se refiere a la percepción por «contacto», la que se da precisamente en el tacto y cuando observamos una partícula con un fotón de luz. Habla de la sensación que se experimenta al tratar de orientarse en la oscuridad mediante un bastón. Cuando se coge el bastón con poca fuerza, este se presenta al tacto como un objeto, pero, cuando lo asimos con fuerza, la impresión táctil se traslada al extremo del bastón, como si no fuera un objeto sino parte del sujeto. Y en este punto Bohr (1988, p. 139), con extrema delicadeza y civismo, lanza su revolucionaria propuesta: «No sería una exageración mantener que los conceptos de espacio y tiempo adquieren sentido solo por la posibilidad de despreciar la interacción con los instrumentos de medida». Así es como Bohr introduce el tema de la «unidad de la conciencia». La oposición aparente entre el progreso continuo del pensamiento asociativo y la unidad de la conciencia «presenta una sugestiva semejanza con la relación entre la descripción ondulatoria del movimiento de las partículas materiales, gobernada por el principio de superposición, y la individualidad indestructible de estas partículas». Como si la «corriente del pensamiento» (William James, Principios de psicología, capítulo 9) fuera la onda y la identidad o «personalidad» fuera la partícula indivisible. Como puede verse, estamos ya muy lejos del campo de acción de la física. Pero Bohr mantiene su firme convicción de que los hechos revelados por la física cuántica proporcionan un medio para explicar problemas filosóficos de carácter general. Y recorrerá el mundo impartiendo conferencias en otros ámbitos del conocimiento, como la antropología o la biología, para difundir una propuesta que, a su juicio, otorga una mayor libertad a las ideas. Como diría Ernst Mach, el observador resulta ilocalizable, dada la conexión indisoluble entre sujeto y objeto.

Desde la época de Newton, la física se ha basado en la causalidad clásica, mezcla de causa eficiente y causa material, ignorando la causa formal y la causa final. La nueva teoría cuántica descarta esa causalidad «clásica» y asume la indeterminación, la descripción estadística y la distribución probabilista como aspectos inherentes a la descripción del mundo natural. A todo ello Bohr añade la complementariedad: lo que llamamos «fenómeno» es la descripción de lo que se va a observar y del aparato con el que se va a observar. Ambos factores son indisolubles. El electrón no existe en sí. No es una entidad al margen del aparato que lo detecta. De hecho, no se puede preparar un experimento en el que aparezcan simultáneamente los aspectos de onda y partícula. Medir una de las posibilidades anula la otra. En función del aparato de medida, la luz puede comportarse como onda o como partícula. Ambas son descripciones adecuadas de la luz. Una completa a la otra. Mientras que para la física clásica que la luz sea onda y corpúsculo supone una contradicción, para la nueva física revela aspectos complementarios de su naturaleza –por otro lado, inaccesible sin algún tipo de un instrumento de observación–. Desde la nueva perspectiva, este modo de ver las cosas es más completo. «La abundancia conduce a la claridad», este aforismo de Schiller, que podría haber firmado Leibniz, era uno de los favoritos del danés. Es más, no se puede decir que la luz sea al mismo tiempo un fenómeno ondulatorio y un fenómeno corpuscular. Supondría simplificar demasiado. La luz es aquello que experimenta el observador, y esas experiencias tienen que ver con su modo de observación. Hablar de la luz en sí, al margen de todo observador, resulta ilícito. Las consecuencias de esta situación, como se ha dicho, van más allá de la física. Bohr es muy consciente de ello y dedica gran parte de su vida a recorrer el mundo y difundir esta idea –conocida, por otro lado, desde la antigüedad y revitalizada en la ilustración irlandesa y escocesa– a otras disciplinas, en busca de una «unidad del conocimiento», una de sus expresiones favoritas. El papel jugado por la teoría y el instrumento de medida, siendo el segundo expresión de la primera, se convierte en un tema recurrente de sus conferencias. Cuando, veinte años después de la conferencia en Italia, se le concedió a Bohr la Orden del Elefante danesa, tuvo que diseñar un escudo de armas para que fuese colocado en el castillo de Frederiksborg. En el blasón incorporó la leyenda «Contraria sunt complementa» y, en el centro, el símbolo del Yin y el Yang.

La primacía del observador retoma un viejo tema de los pitagóricos, de Platón y Plotino, revivido por los pensadores sufíes y por George Berkeley. Un tema inagotado e inagotable de la especulación neoplatónica que revive una y otra vez a lo largo de la historia de las ideas. Gerald Holton (1982, pp. 118-163) lo ha sintetizado en el que quizá sea el artículo más completo sobre el tema de la complementariedad. La idea tiene su origen, precisamente, en la naturaleza de la luz. Para los pitagóricos, el ojo emitía un rayo de luz que exploraba el mundo –como el bastón del individuo en la oscuridad del que hablábamos anteriormente– y cuyo extremo tantea el objeto –como el fotón tantea el electrón–. Según estas teorías de la emisión de luz, la percepción es un contacto íntimo entre el observador y lo observado. Los objetos quedan «impresionados» por la mirada. Ese tacto alcanza el alma por medio de las imágenes, ya sean de la vigilia o el ensueño. La dinámica de la percepción es activa y no pasiva. Para Platón, el ojo abierto es un emisor de luz interior (lux) que dialoga y se relaciona con otras luces (lumen), la del sol o de cualquier otra fuente. Ese es el lazo entre el mundo exterior y el mundo interior. Ya lo había dicho Heráclito: el ojo comparte naturaleza con el sol, por eso puede ver.

En la época moderna la percepción se convierte en algo pasivo. Los rayos luminosos entran a través del globo ocular y son «digeridos» o «asimilados» por el cerebro. Se pierde gradualmente la reciprocidad, el reconocimiento de un espíritu por otro espíritu. La luz exterior (lumen) triunfa sobre la interior (lux). Empieza la construcción de la objetividad. No vemos lo mismo, pero podemos ponernos de acuerdo en lo que se ve. La óptica física se ocupa de separar el rayo de luz objetivo –antes impregnado de lux propia– de la impresión sensorial que produce. Se rompe el lazo –el diálogo, la reciprocidad– entre lux y lumen. A ello se añade la distinción entre cualidades primarias y secundarias de Locke, contra la que se rebela, con poca repercusión, Berkeley. El triunfo de la ilustración kantiana, que asume la física de Newton, entierra definitivamente la antigua concepción de la luz interior que deja su impronta en las cosas. Pero ahora parece que esa propuesta revive con Bohr. Lux y lumen parecían opuestas a los modernos, ahora se advierte que son complementarias. Cualquier interpretación unilateral de los fenómenos resulta incompleta. La ciencia newtoniana pudo ignorar al observador –su efecto sobre el fenómeno era despreciable– y esa elección tuvo como efecto un sorprendente incremento de nuestro poder material. Pero la nueva física reclama la vieja costumbre de incorporar al observador, cuya presencia ha dejado de ser inocua.

La teoría moderna de la luz –desde las ecuaciones de Maxwell, según las cuales la luz se propaga como una perturbación ondulatoria continua, hasta la construcción de instrumentos ópticos muy desarrollados– se centraba en la luz objetiva, prescindiendo por entero de la luz interior, que se pone de manifiesto con la presencia transformadora del observador. Pero, con la explicación de Einstein del efecto fotoeléctrico en 1905 –a partir del cuanto de acción de Planck–, la luz pasa a ser una corriente formada por un número finito de cuantos de energía discretos. En lugar de pasar por alto estas inconsistencias, Bohr se empeña en resaltarlas y propone un consenso con la física clásica: el principio de correspondencia. Este principio viene a decir que, aunque la teoría cuántica es completa, la física clásica se convierte en un caso límite de la física cuántica, más compleja matemáticamente, y sigue considerándose válida en el ámbito macroscópico, donde los números cuánticos son grandes y el efecto del observador puede despreciarse.

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