POR  JUAN ARNAU

UNA CUESTIÓN DE TEMPERAMENTO

Bohr tiene algo de niño. En su primer encuentro, Einstein lo describió «como un muchacho hipersensible hablando de su mundo en un estado hipnótico». Ambos se sintieron a gusto. Luego, en carta a Lorentz, añadió: «Me parece un buen presagio para la física que la mayoría de físicos prominentes sean también buenas personas». Al poco tiempo de ese primer encuentro Einstein le escribió: «Espero no tardar en volver a ver su rostro infantil y sonriente». Un ejemplo de la calidad de las relaciones de Bohr con sus colegas fue el caso de Einstein, probablemente su rival más eminente en la concepción de la naturaleza. Los intentos de Einstein de refutar la interpretación de Copenhague fracasaron una y otra vez. Cuando Bohr desarticuló las últimas objeciones de Einstein en el célebre Congreso de Solvay de 1930, no se regodeó en su victoria. Nunca dijo que él tenía razón y que Einstein se había equivocado (al soslayar su propio sistema). Se limitó a elogiar la actitud de Einstein como crítico y acicate de la teoría. De hecho, mucho después, en su exilio, Bohr llegó a ocupar el despacho de Einstein en Princeton y, a pesar de sus diferencias, mantuvo siempre con el alemán una relación cordial y afectuosa.

El retrato de Bohr deberían hacerlo sus amigos: «Bohr era ante todo filósofo, más que físico, pero sabía que en nuestro tiempo la filosofía solo tiene valor a través de los criterios de la experimentación» (Heisenberg). Su genio no está en sus escritos, más bien escasos y no muy bien redactados, sino en sus concepciones y relaciones personales. Bohr tuvo la suerte de encontrar un gran maestro en Manchester, famoso por su destreza en el diseño de experimentos de laboratorio. Ernst Rutherford era una persona vital y empática, siempre interesado en sus estudiantes, alentándolos constantemente a sacar lo mejor de sí mismos. Ese ejemplo temprano, Bohr lo trasladó a sus seminarios, a sus amigos y colaboradores, muchas veces indistinguibles. Pero Bohr no era un animal de laboratorio como Rutherford. Le gustaba conversar, aunque tampoco tenía facilidad de palabra. Hablaba en voz baja y con frecuencia se detenía para encontrar la expresión adecuada. Solía pensar en voz alta, dialogando con alguno de sus colaboradores. Su método habitual de trabajo consistía en convocar informalmente a los investigadores que trabajaban con él. Lanzaba hipótesis y se discutían. Posteriormente su ayudante redactaba un breve informe de lo que solo había sido una cascada de ideas. Al día siguiente, Bohr leía lo redactado y descartaba o aprobaba materiales. De un modo muy socrático, Bohr necesitaba el estímulo del diálogo para poner en marcha el pensamiento. «Cada frase mía no debe ser entendida como una afirmación, sino como una pregunta», solía decir. Se aferraba con firmeza a las contradicciones y de ellas extraía ideas sorprendentes. En general, prefería no perderse en la abstracción matemática y en sus artículos hay pocas ecuaciones. Heisenberg recordará aquellos encuentros. La voz suave e inacabable, el curso de la conversación que se desvía insensiblemente hacia los reinos de la filosofía, el no saber qué postura define cada cual.

Una de las mayores virtudes de Bohr era la de perfeccionar modelos existentes, detectar sus defectos y corregirlos. Muchos de sus avances consistieron en esa fiscalidad del trabajo ajeno. Bohr entendió que la radiactividad no era un fenómeno atómico, sino nuclear. Advirtió que la carga del núcleo del átomo de Rutherford establecía el número de los electrones que contenía. Dado que el átomo era neutro y no poseía ninguna carga global, la carga positiva del núcleo debía combinarse con la negativa del conjunto de los electrones. Pero para salvar el átomo de Rutherford hacía falta un cambio radical y Bohr tenía la juventud y la ingenuidad para hacerlo. En 1912, Bohr sospechaba que el átomo se hallaba de algún modo gobernado por los «cuantos» descubiertos por Planck y confirmados por Einstein (en el caso de la luz). Estaba dispuesto a asumir que en el mundo atómico no se cumplían algunas de las leyes clásicas de la física. Las leyes fundamentales de la física no imponían restricciones a las supuestas órbitas del electrón, pero Bohr las impuso. Como apunta Majit Kumar, era «como si fuese un arquitecto que estuviese diseñando un edificio adaptado a estrictas condiciones impuestas por el cliente». Así, se le ocurrió «cuantizar» las órbitas de los electrones, limitarlas a unas cuantas posibles, a las que llamó «estados estacionarios». Asumía de modo consciente un razonamiento circular: los electrones no emitían energía porque se movían en órbitas estacionarias y ocupaban estas órbitas porque no emitían energía. Con la fórmula de Balmer, dedujo que las líneas espectrales se debían a saltos de los electrones entre los diferentes estados estacionarios.

Recordemos que el átomo puede absorber o emitir radiación. Respira luz, por así decirlo. Bohr asumió la idea de que esos procesos ocurrían cuánticamente. Un átomo excitado regresaba a su estado elemental emitiendo un cuanto de radiación. Ofrecía así una imagen radicalmente nueva de la materia. La materia era penetrable porque, esencialmente, está vacía. Su característica fundamental no es una masa inerte, sino la carga eléctrica y el campo que crea. Pero la idea de que el electrón saltara de un nivel a otro no convencía a Rutherford, violaba las leyes elementales de la física y dejaba en el aire una cuestión importante: ¿Cómo decide el electrón a qué frecuencia vibra y cuándo pasa de un estado estacionario a otro? Dejaba en el aire el dónde y el cuándo, el espacio y el tiempo.

Rutherford intentó que Bohr corrigiera los tres artículos donde lanzaba estas hipótesis y que suponían el primer esbozo de una teoría atómica. Pero Bohr había elegido y pensado cada palabra con detenimiento y estaba dispuesto a defender cada frase. Los artículos sobre la constitución de los átomos y las moléculas fueron publicados en 1913. En ellos se servía del átomo cuántico para explicar la tabla periódica y las propiedades químicas de los elementos. El modelo atómico de Bohr era un engendro de la física clásica y de elementos cuánticos de una teoría todavía inexistente. Además, violaba algunos principios fundamentales de la física conocida hasta el momento. Rutherford, con cierta ironía, habló del «triunfo de la mente sobre la materia». No andaba descaminado. Lo que Bohr había hecho era tanto arte como ciencia. Y, para no irritar a los físicos, estableció el principio de correspondencia. En 1922 recibió el Premio Nobel, un año después que Einstein.

 

EL PRINCIPIO DE COMPLEMENTARIEDAD

Para ver el electrón tenemos que iluminarlo. Esa luz modifica su estado. La naturaleza, en estos lindes, es sensible a la mirada. Cuando observamos el electrón o cualquier otra partícula, esta no solo refleja nuestra observación, sino que de algún modo la incorpora. La mirada pasa a formar parte del propio sistema, de la propia naturaleza de la partícula. El átomo se excita cuando absorbe un cuanto de luz, como un joven leyendo un poema. Luego emite ese cuanto de luz de modo espontáneo, como el brillo en la mirada del mismo joven, y regresa a su estado fundamental. Estos son los dos tipos de saltos cuánticos que sirvieron a Bohr para explicar los espectros de absorción y emisión del hidrógeno. Pero Einstein seguía sin creérselo. Tras el paréntesis de la guerra, Bohr, ciudadano de un país neutral, hizo todo lo posible por restablecer el clima de comunicación y fraternidad entre los científicos de ambos bandos de la contienda.

Bohr introdujo públicamente la idea de la complementariedad en una conferencia celebrada en 1927 en Como, Italia. Entre el público se encontraban los físicos más eminentes del mundo. Louis de Broglie había postulado que la dualidad onda-corpúsculo, que afectaba a la luz, podía extenderse a la materia. Dada esta situación, cabían dos posibilidades: la teoría ondulatoria incorporaba la visión corpuscular o a la inversa, es decir, que una fuera un caso extremo de la otra. Pero había una tercera posibilidad, que fue la propuesta por Bohr. Las descripciones, ya fueran como onda o como partícula, eran descripciones «complementarias» de los fenómenos físicos y no eran exclusivas, sino que una perfeccionaba a la otra. Y añadió algo que suponía una auténtica revolución: que la naturaleza se comportara como onda o como corpúsculo dependía del dispositivo experimental, es decir, dependía de los instrumentos, que son, en muchos sentidos, «teorías materializadas» que establecen el «lenguaje» de las preguntas que hacemos a la naturaleza. Si preparamos un dispositivo de interferencia, veremos una onda. Si preparamos un detector de partículas, registraremos el impacto de una partícula. En la naturaleza de la pregunta está la de la respuesta.

Cuando se trataba de fenómenos atómicos, Bohr insistía en que había que renunciar a la concepción clásica de la causalidad, así como a las formas habituales de la intuición. En el primer plano ya no estaban únicamente las interioridades del átomo, sino que había que añadir el instrumento de observación. Las propiedades de los átomos se conocen cuando se someten a la influencia de la radiación y observamos las reacciones producidas por dicha interacción. La limitación de la posibilidad de medir se encuentra relacionada con la naturaleza de la luz y, por supuesto, de las partículas en estudio. En el contexto subatómico, las formas habituales de la intuición y la creación de conceptos, basadas en la distinción entre sujeto y objeto, se ven trastocadas. De ello resulta la «imposibilidad de hacer una separación estricta entre los fenómenos y los medios de observación» (Bohr, 1988, p. 136). Bohr reconoce explícitamente que los problemas derivados de esta situación caen fuera del campo de la física y se adentran en los de la epistemología. La física, en estas dimensiones, se inclina hacia la filosofía.

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