CONFLICTOS INTERNOS

Cuando se suscitó la polémica entre la mecánica matricial de Heisenberg y la mecánica oscilatoria de Schrödinger, Bohr encontró también el modo de conciliarlas. Ambos formalismos matemáticos daban imágenes válidas de la naturaleza. Ambos aceptaban la dualidad onda-corpúsculo o la paradoja entre continuidad y discontinuidad. Bohr pidió a los físicos que aceptasen ambas herramientas matemáticas. Esa dicotomía era consecuencia de otras dicotomías o tensiones más profundas, como sujeto-objeto o causalidad-espontaneidad.

Para Bohr, las matemáticas no eran una rama separada del conocimiento sino un refinamiento del lenguaje común. La ilusión matemática consiste precisamente en su capacidad para, hablando como hablan, evitar referirse al sujeto consciente. Las matemáticas son como la lluvia, actúan impersonalmente. Así como decimos «llueve», podríamos decir «matematiza», mientras que la conciencia siempre se experimenta desde un yo, necesita de un yo consciente, como diría Schrödinger[1]. Las matemáticas aseguran la no ambigüedad de las definiciones, imprescindible para toda descripción objetiva. La física de Newton permite, partiendo de las condiciones iniciales del sistema, conocer en todo momento su evolución. Esta descripción determinista o causal condujo a la concepción mecánica de la naturaleza. El universo como el gran reloj impersonal, asentando el ideal científico para todas las disciplinas de conocimiento. Pero la teoría cuántica ha descubierto esa ilusión, la insidiosa presencia del observador y la «marca» que su luz interna deja en las cosas. Nace con ella una «nueva objetividad», estrictamente lógica, en la que el observador no puede ser dejado fuera de la ecuación.

Hay, además, otro asunto de importancia: los átomos, cuando absorben o emiten luz, se comportan de manera espontánea. Nuestro conocimiento de ese material es, a lo sumo, probabilístico. El «problema de la observación» ya se había planteado en la teoría de la relatividad respecto al papel singular de las señales luminosas y, aunque la teoría había modificado el espacio y tiempo absoluto postulado por Newton, lograba salvar la objetividad. Simplemente había que reajustar los sistemas de referencia y entender que lo simultáneo o lo secuencial eran cuestiones relativas a los diferentes observadores (lo que para uno es simultáneo para otro es pasado y para un tercero futuro).

 

LA NUEVA LÓGICA

Cuando los dispositivos de amplificación permitieron observar el comportamiento de átomos aislados, se hizo evidente que los conceptos clásicos del electromagnetismo y la mecánica no bastaban para interpretar la estabilidad de las estructuras atómicas. Rutherford descubrió que la estabilidad atómica era un fenómeno nuclear, pero también que era posible la transmutación de unos elementos en otros mediante agentes más poderosos. La radiactividad, un fenómeno espontáneo –acausal–, era uno de estos fenómenos (algunos, como Einstein y Bohm, propondrán la existencia de variables ocultas para recuperar el determinismo, sin ver esta actitud como algo «acientífico»). La moderna alquimia hace posible liberar las inmensas cantidades de energía almacenadas en los núcleos atómicos, abriendo el camino hacia la bomba.

Pero también se abre otro camino, la perturbación del fenómeno mediante su observación: «El hecho de medir crea atributos en los objetos atómicos». No obstante, hay que advertir de la confusión que puede crear esta frase: «Dado que las palabras fenómeno y observación, atributo y medida se utilizan aquí de forma incompatible con el lenguaje ordinario y con su definición precisa, es más correcto no utilizar la palabra fenómeno más que para referirse a observaciones obtenidas en condiciones perfectamente definidas, cuya descripción incluya todo el dispositivo experimental» (Bohr, 1954, p. 90). Esta es la nueva lógica que creemos no ha sido todavía asimilada. El laboratorio «crea» realidad, no analiza una realidad «ahí fuera». El fenómeno atómico está cerrado. Su observación, nuestra implicación en él, se basa en dispositivos de amplificación.

La idea de Bohr era que esta circunstancia, que se revelaba en la observación del átomo, se podía extender a otras disciplinas de conocimiento como la biología, la neurociencia o la antropología. Tanto los organismos vivos como los seres conscientes y las culturas «presentan rasgos de integridad cuya explicación implica un típico modo complementario de descripción». No se trata de resucitar la subjetividad –el observador condiciona lo observado–, sino de establecer una nueva objetividad en la que el instrumento de observación forme parte del conocimiento resultante de la investigación: «La descripción complementaria elimina toda subjetividad por la atención prestada a las circunstancias requeridas para el uso adecuado de conceptos físicos elementales» (Bohr, 1970, p. 10). Y ese «uso adecuado» es extrapolable a los conceptos de la biología, la neurociencia y la antropología. Ciencias, todas ellas, en las que el «dispositivo experimental» no debería quedar fuera de la ecuación.[2]

En un estudio dirigido por Thomas S. Kuhn, destinado a reunir las fuentes históricas de la mecánica cuántica, se realizaron entrevistas con sus principales protagonistas. En una de ellas, realizada por el propio Kuhn y un colaborador de Bohr, Aage Petersen, el 17 de noviembre de 1962, se abordó el papel que la filosofía había tenido en las ideas iniciales de Bohr sobre la naturaleza del átomo. Bohr mencionó que no conocía las ideas de Berkeley pero que sí había leído a William James. Concretamente se refirió al capítulo titulado «La corriente del pensamiento» de sus Principios de psicología.[3] Allí confiesa que aprendió «que si se tiene una serie de cosas que están conectadas, si se trata de separarlas, resulta algo que no tiene nada que ver con la situación real». Bohr sitúa la lectura en 1905. Un día después de dicha entrevista, Bohr moría de manera repentina.

En ese capítulo, James hablaba de la imposibilidad de objetivar el pensamiento. El pensamiento se da siempre en un sujeto y, dada esta situación, pensador y pensamiento resultan indisociables. De ello se deduce que no es posible ignorar las circunstancias bajo las cuales el pensamiento se convierte en el sujeto de la contemplación (algo que deberían tener en cuenta las neurociencias). La reacción mental que tenemos ante cualquier acontecimiento es la resultante de nuestra experiencia en la totalidad del mundo hasta ese momento. Y, conforme pasan los años, vemos las cosas bajo diferentes perspectivas. El flujo del pensamiento no es algo que se pueda trocear, es una experiencia en continuidad. James utiliza el símil de la vida de un pájaro. El pensamiento es una sucesión de vuelos y descansos. El pensamiento no es algo que se pueda seccionar o analizar por partes. Sería como encender repentinamente la luz para ver la oscuridad. La complementariedad es así derivada de la idea de que, en el ámbito del pensamiento, no es posible establecer una distinción inherente entre sujeto y objeto.

 

LA INFLUENCIA DE KIERKEGAARD

Hoy sabemos que el padre de Bohr, Christian Bohr, profesor de Fisiología en la Universidad de Copenhague, era un admirador de Goethe y que uno de los visitantes asiduos a las tertulias que organizaba en su casa era Harald Høffding, especialista en Kierkegaard. Bohr asistía de niño a esas tertulias. Bohr padre sostenía que la teleología –la causa final aristotélica– era un factor esencial, junto a la causa eficiente y formal, a la hora de describir el comportamiento de los seres vivos. Esta idea dejará una impronta en su hijo y será importante para clarificar las diferentes formas que tienen la física y la biología de describir la naturaleza. Høffding, que había conocido a William James en un viaje a América, fue una especie de tutor filosófico para Bohr.

Frente a las abstracciones de la razón ilustrada, Kierkegaard dio preeminencia al individuo y a su situación vital presente, que pasa por diferentes fases o etapas de la vida. Kierkegaard tuvo una poderosa influencia en Bohr cuando escribía sus tesis, como él mismo confesaría. Admiraba no solo sus dotes como escritor, sino también su energía y perseverancia, así como su determinación para tratar los problemas en profundidad. La idea que más le influyó fue la del «salto» que ocurre en las transiciones de una etapa de la vida a la siguiente.[4] Kierkegaard describe la naturaleza de la existencia con la metáfora del salto (Springet). La vida avanza mediante repetidos saltos. Se trata de un proceso en el que la ruptura resulta esencial. El salto pertenece al ámbito de lo individual, no tiene lugar dentro de lo universal o colectivo. El espíritu (individual) se mueve de un estado a otro mediante el salto. La angustia puede ser paralizante (vértigo ante el abismo), pero también trampolín para el salto. La ciencia puede explicar los estados, pero no el salto, pues el salto, que se produce entre dos instantes, no puede observarse. Las similitudes con el estado del electrón son asombrosas. Kierkegaard parece anticipar el mundo cuántico. El salto no puede describirse, se escurre como arena entre los dedos, porque estrictamente hablando no es un fenómeno. No ocurre en el mundo, sino fuera del mundo.

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