«La oralidad está en el origen de todo. Y en mi caso de forma clarísima»POR NADAL SUAU

Fotografía de Iván Jiménez.

En 2012, Cristina Fernández Cubas (Arenys de Mar, Barcelona, 1945) participó en las Conversaciones de Formentor, que entonces se organizaban en el cabo mallorquín del mismo nombre, y fue allí donde pude verla por primera vez en persona, formando parte de una mesa redonda en torno a grandes personajes de la historia de la literatura. En una decisión muy fácil de explicar, la autora dedicó su intervención a Scheherezade, al mismo tiempo personaje y narradora consumada, matriarca universal de las contadoras de historias. Considerada la mayor maestra viva del relato en lengua castellana, Fernández Cubas dijo, entre otras cosas que ya no recuerdo, que de aquella figura había aprendido el valor de la tensión narrativa, del suspense que deja colgado una y otra vez al lector/oyente/espectador del paso argumental que está por venir. Tiene sentido. Sin embargo, entonces me gustó pensar que había una conexión más profunda entre ambas, puesto que Scheherezade, como todos sabemos, cuenta sus fábulas para esquivar la muerte, y contándolas, logra seducir a quien escucha. ¿No era esa una buena, si bien muy romántica, definición del trabajo del escritor?

Así lo sigo pensando trece años después, un tiempo en el que he leído toda la obra de Fernández Cubas (miento: no he visitado su acercamiento al teatro, Hermanas de sangre, de 1998, y eso que es fácil imaginar su destreza a la hora de concebir escenografías). Con motivo de esta entrevista, no quise preguntarle si el paralelismo le parecía atractivo o me estaba pasando de estupendo, y tampoco sé si estará de acuerdo cuando lo lea aquí: a fin de cuentas, su obra da la sensación de no abandonar jamás cierta vocación de juego, serio, pero no solemne. Un juego que involucra a la muerte, al miedo y a los callejones sin salida del inconsciente, pero juego en definitiva. No estamos ante una autora pedante, y eso se nota en las páginas siguientes.

«Siempre he creído en la intuición, esa misteriosa visitante», leemos en Cosas que ya no existen, libro de memorias impuntuales que se lee como una antología de relatos maravillosos. En efecto, los relatos y novelas de Fernández Cubas parecen movidos por un instinto de lo misterioso que anida en lo tangible, en las rutinas cotidianas o en las pérdidas inevitables que propicia el tiempo, y desembocan siempre en un territorio incómodo donde todo es y no es simultáneamente: las niñas, los fantasmas, el arte, la memoria, la realidad, la ficción. De la novicia que deja atrás el mundo en Con Agatha en Estambul a la protagonista de El columpio encontrándose con su madre en un sueño, pasando por cualquier otro pasaje de una obra que sin hacer ruido ha terminado por ser extensa e influyente, la literatura de la autora tiene el aura extraña de lo ambiguo perverso. Y de eso quiero que me hable, aunque primero me es imperioso acercarnos a finales de los años sesenta y principios de los setenta en su ciudad, allí donde empezó su trayectoria y donde también se forjó un buen pedazo de la cultura española del último medio siglo.

En cuanto a las experiencias acumuladas durante todo ese tiempo, creo que, en primer lugar, pasan a formar parte de la mochila o del maletín de los que he hablado antes, de tu propia vida, en suma, y que luego, a veces mucho después, asoman o pueden asomar en lo que escribes

¿Qué recuerda de su debut literario en Tusquets? Si no me equivoco, Sergio Pitol debió ser su primer editor, a las órdenes de Beatriz de Moura, claro: ¿cómo caracterizaría a ambos personajes?

De aquellos felices días lo recuerdo todo. Pero Pitol, gran amigo y excelente persona, no tuvo nada que ver. Estaba por esos mundos de Dios (imposible ahora adivinar dónde) y la decisión de publicarme fue exclusiva responsabilidad de Beatriz. Sergio leyó Mi Hermana Elba ya editado, con aquella primera cubierta de Claret Serrahima que siempre me pareció mágica. En cuanto a los caracteres de ambos… Difícil definirlos en dos palabras. De Moura era intuitiva, valiente, abierta a lo nuevo y una lectora infatigable. Le fascinaba su profesión, una editorial que nació modestamente, en el salón de su propia casa, y que llegó a convertirse en un símbolo de calidad, en todo un referente. Pitol, colaborador de lujo durante el tiempo que asesoró a Tusquets, fue un hombre singular. Escritor, diplomático, viajero impenitente… y un narrador oral irrepetible. Continuamente abría nuevos frentes y te subyugaba con su conversación.

Me gustaría que me hablase de aquella Barcelona de la Transición, hoy mitificada y discutida a partes iguales. ¿Cómo era aquella ciudad y qué lecturas recomendaría a quien quiera acercarse a ella?

La recuerdo como una ciudad libre, abierta, en pleno esplendor. En cuanto a lecturas que traten de esos años…. Blanco total. En estos momentos no se me ocurre ninguna.

Hace un momento ha mencionado Mi hermana Elba. Allí describe usted al personaje de Lúnula como una fabuladora magnífica (en su caso, oral, pero creo que lo que dice de ella vale para una escritora como usted), y luego se pregunta: «Pero, en un mundo de tensiones y barbarie, ¿de qué podían servir todas sus artes?». Apropiándome de esa idea, le pregunto: ¿de qué pueden servir las artes de una narradora literaria en el siglo XXI?

Para algo sí sirven. En mi caso, no pretendo cambiar el mundo ni muchísimo menos. Pero cuando alguien me dice que uno de mis libros le ayudó a conocerse, que gracias a cierto título salió de un estado de postración o, simplemente, que ha disfrutado con mis obras, me siento absolutamente realizada.

Es inevitable hacer la siguiente pregunta a la Gran Dama del relato en España: ¿Qué elementos son los esenciales para lograr un buen cuento?

El cuento, género al que le sienta muy bien el misterio, es en sí mismo… un misterio. Quiero decir que, además de economía de lenguaje, concisión o intensidad, elementos que suelen considerarse como esenciales, me gana a menudo la sensación de que cada cuento -¡y sólo él!- sabe realmente lo que le conviene… Lo que sí tengo muy claro es que un «buen cuento» va más allá de la palabra «Fin». El lector debe quedarse un tiempo dándole vueltas, recreándolo, participando…. Siempre he pensado en el lector de cuentos como un cómplice del autor. Un ser pensante al que no se le puede dar todo machacado o molido. Un nivel. Pero, volviendo a su pregunta, hay un elemento esencial en todo relato del cual, en buena medida, dependerá el resultado. Y ese es el tono. Algo tan unido a la historia que estamos contando o que nos cuentan que ni siquiera reparamos en él. ¿Se ha dado cuenta de que casi siempre que se habla del tono es en sentido negativo? «Ha equivocado el tono», por ejemplo. Y casi nunca: «¡Qué tono! Le felicito».

Es que, en general, creo que hay muchos malentendidos en torno a ese concepto. ¿Cómo definiría usted el «tono»?

No me atrevería. ¡Menudo misterio!  Aunque sí le diría que «se da» cuando hemos logrado contar la historia con la inflexión de voz adecuada. Dramática, desenfadada, jocosa… ¡Qué sé yo! Le pondré un ejemplo.  Supongamos que en una obra de teatro un personaje debe acercarse a una ventana y decir algo tan sencillo como: «Está lloviendo». Lo puede hacer de muchas maneras.  Como mera información, una constatación a la que no da la menor importancia, o todo lo contrario. Con fastidio, con sorpresa e incluso con entusiasmo o terror: «¡Está lloviendo!». Lo cual en época de sequía puede resultar fantástico y en otras circunstancias todo un drama… En fin, las palabras son las mismas, pero no su significado ni el estado de ánimo de quién las pronuncia. Una pequeña muestra del poder del tono.

De entre todas las influencias que suelen mencionarse al hablar de su obra, me parece que las de Poe y James son las más claras y profundas. ¿Cuándo los leyó por primera vez y qué le enseñaron esos autores?

A Poe lo leí de adolescente. Pero antes de leerlo lo escuché. De niña. Lo recuerdo todavía como si fuera hoy. Mi hermano Pedro, un día de tormenta, nos contó a las hermanas pequeñas «La Casa Usher». Vivíamos en un pueblo, frente al mar y, en aquella tarde de truenos y relámpagos, en un momento dado se fue la luz… ¡Cómo olvidarlo! Al gran James lo descubriría mucho más tarde. Me admiraron su dominio de la ambigüedad y su facilidad para crear atmósferas.

Es la segunda vez en esta conversación (tras mi mención a Lúnula) que aludimos al poder de la narración oral. ¿Diría que el origen de la (o de su) literatura está en la oralidad?

La oralidad está en el origen de todo y, en mi caso, de una forma clarísima.  Tuve la suerte, de pequeña, de escuchar cuentos, sucesos e historias prodigiosas de labios de una niñera a la que quise mucho y a quien considero, realmente, mi verdadera «influencia». Ella despertó en mí el gusto por el misterio, por la importancia de «lo que no se ve», por las historias en las que no todo es blanco o negro ni todo, tampoco, tiene una única explicación.  Era una mujer mayor. Nunca la olvidaré.  En Cosas que ya no existen le dediqué un capítulo.

También me parece esencial la influencia cinematográfica, algo más que confesado por su parte. Sobre todo, Hitchcock…

Bueno, tanto en lo referente al cine como a los libros, no creo, realmente, que se trate de una influencia total y decisiva, pero sí de lecturas o peliculas que me fascinaron en su momento y guardé para siempre en el fondo de mi mochila, ese maletín de viaje que forma, desde hace ya mucho, parte importante de mi vida. Allí cabe todo. Películas, lecturas, recuerdos, sueños, amigos, países… Y ya que hablamos de Hitchcock quisiera destacar lo atinado que estuvo en sus adaptaciones de obras literarias. Pienso en Extraños en un tren de Patricia Highsmith, en La ventana indiscreta de Cornell Woolrich o en las tres películas basadas en libros de Daphne du Maurier: Rebeca, La taberna del irlandés y Los pájaros. Esta última, en su día, me entusiasmó y aterrorizó a partes iguales. Quise entonces conocer el origen y busqué el texto de Du Maurier, a quien conocía ya por Rebeca y por esa maravilla que es Los parásitos. Mi sorpresa fue total. La autora nos narra simplemente un inesperado ataque de pájaros. No hay historia romántica ni pareja protagonista. Y sin embargo no podemos dejar de leerla desde el primer párrafo… Hitchcock es un «mago», cierto. Pero Daphne no le va a la zaga.

Es curioso que cite Rebeca, porque la llegada de Adriana a Brumal, en el cuento ‘Los altillos de Brumal’, recuerda muchísimo tanto a Manderley como a la Transilvania de Bram Stoker, y creo que es una cuestión de atmósfera… Entonces, ¿qué importancia tienen las atmósferas en su literatura?

Muchísima.  Las incluyo en lo que antes he llamado «lo que no se ve»… Pero ahí están.  La atmósfera es un elemento muy importante, más que importante, incluso. Pero, por favor, no me pregunte cómo se consigue porque no sabría contestarle. En el proceso de escritura se dan muchos misterios, por lo menos para mí.  Y me gusta que así sea.

Durante muchos años, tuvo usted una vida bastante nómada. ¿Qué le aportan a la obra de una narradora como usted esas experiencias?

Más nómada, por cierto, de lo que, a veces, se me atribuye. Me refiero a que muy a menudo leo con sorpresa algo así como «estudió Derecho y Periodismo, y ejerció como periodista en…» Y aquí la lista de países a los que he viajado o en los que he pasado largas temporadas. Pues no es exacto. Es cierto que estudié Derecho y Periodismo y que trabajé como periodista durante algunos años, pero no que mis estancias en otros países obedecieran a motivos profesionales o que disfrutara, incluso, de una corresponsalía… Nada más lejos de la realidad. Con la excepción del Perú, donde sí trabajé durante un año en un periódico de Lima, en los otros países que suelen citarse no tuve yo otra relación con la prensa que leerla cada mañana, suponiendo, claro está, que en los lugares en que me encontraba fuera posible hacerse con un periódico… En cuanto a las experiencias acumuladas durante todo ese tiempo, creo que, en primer lugar, pasan a formar parte de la mochila o del maletín de los que he hablado antes, de tu propia vida, en suma, y que luego, a veces mucho después, asoman o pueden asomar en lo que escribes.

Me gustan especialmente las primeras frases de sus cuentos, que suelen marcar muy bien la atmósfera y el tono, además de arrastrar al lector. ¿Cómo las consigue?

«El primer verso te lo dan los dioses», dijo Paul Valery. «Los demás los hace el poeta…» Con lo cual, extendiendo su afirmación al cuento, concluyo que más vale estar a buenas con los dioses… (Risas) Pero hay mucho de cierto en lo que dijo Valery. La primera frase es importantísima. Son las riendas de las que va a tirar el relato. Y no sólo debe resultar atractiva al lector sino, sobre todo, a quien acaba de escribirla. A veces se consigue y, como usted destaca, avanza ya, en pocas palabras, el tono y la atmósfera de lo que va a ser el relato. Pero… ¿cómo se logra? La verdad, no tengo recetas. Sale o no sale. En general me mueve un impulso, un pronto… Y si me pongo a pensar demasiado en lo importante que es la primera frase, seguro que no sale.

‘Helicón’, incluido en El ángulo del horror, me parece que es una excelente aproximación a la concepción de la realidad y la ficción que vertebra toda su obra: alguien inventa algo que luego parece a punto de convertirse en realidad y finalmente sirve para descubrir la verdad profunda de esa realidad. ¿Cómo interpreta las relaciones entre esos dos conceptos, realidad y ficción?

En mi caso se dan la mano. La realidad, a veces, parece ficción y la ficción, a menudo, nos ayuda a comprender la realidad e, incluso, puede resultar más «real» que la vida misma. Esa relación o interacción me parece sumamente interesante. Vargas Llosa en La verdad de las mentiras la trata de una forma espléndida. Y Henry James le dedica todo un relato: «Lo Real».

Enganchando con la pregunta anterior, un libro suyo que me parece milagroso es Cosas que ya no existen, donde la naturaleza en principio verídica, memorialística, de los hechos va resultando cada vez más imaginativa. Pero en el prólogo de 2011 dice usted que el libro se escribió solo, una evidente hipérbole que, sin embargo, me sugiere una pregunta: ¿qué diferencias hay entre el libro que creía estar escribiendo y el que finalmente escribió?

Este libro tuvo un proceso completamente distinto a los otros. Empezó tímidamente, como un libro «de recuerdos», pero la escritura no es inocente y la memoria todavía menos. Quería, por ejemplo, hablar del «luto», esa convención tiránica que nada tiene que ver con el «duelo», pero al que añade un suplicio más. Afortunadamente, en muchos lugares está en vías de extinción o ya totalmente extinguida. Pero yo todavía la pesqué viva y coleando, implacable y destructiva. El caso es que quería recordar aquellos tiempos, posiblemente para conjurarlos, para sacarme una losa de encima, pero no tenía la menor intención de hablar de la ausencia que los había provocado. Me parecía demasiado íntimo, algo que debía guardarme para mí… Pero lo dicho: la escritura y la memoria no son inocentes. Y fue como si mi hermana mayor, Ana María, fallecida a los 28 años, irrumpiera de pronto reclamando el puesto que se merecía: un capítulo para ella sola. Aquí el libro se ordenó por sí mismo. Un libro en el que todo lo que cuento es absolutamente real, aunque a veces pueda parecer fantasía. Un libro, en fin, en el que reí, lloré, sentí todo tipo de emociones y creo que, de alguna manera, me hizo mejor persona.

Fotografía de Pilar Aymerich.

Me parece que los espacios, sobre todo los interiores, son fundamentales en su obra: ¿cómo los trabaja y qué importancia les concede?

Me gustan los espacios interiores, como también las relaciones interpersonales y familiares. La familia es un microcosmos en el que puede ocurrir de todo. Y si la sitúas en un espacio cerrado tienes bastantes probabilidades de que algo suceda o, mejor, de que algo explote… Con mi primera novela, El Año de Gracia, me pasó una cosa bastante curiosa. Quise abrir horizontes, busqué espacios abiertos, embarqué a Daniel, mi protagonista, en un viaje que terminó en naufragio, arribé a una isla en apariencia desierta… Y al poco me di cuenta de que la isla era un espacio mucho más cerrado y opresivo que los interiores de los que, por una vez, pretendía liberarme.

Y del espacio, al tiempo: la nouvelle El columpio o el cuento ‘La nueva vida’ son ejemplos de que en su obra el tiempo se pliega o se cruza, y La habitación de Nona empieza con una cita de Einstein. ¿Le interesa la ciencia como forma de relatar el mundo?

Me encantaría decirle que sí, que me arrebata… Pero carezco por completo de formación científica. No llego a los extremos de Penny, ese encantador personaje de la inolvidable The Bing Bang Theory, y la ciencia, naturalmente, me atrae y me interesa… Pero ahí empieza y acaba todo.

En esa cita que he mencionado, Einstein afirma que la realidad es «una ilusión persistente». En tal caso, ¿qué es la ficción?

Otra ilusión…Aunque, como antes le he dicho, a veces resulte más «real» que la realidad misma.

El elemento fantástico en sus cuentos funciona de un modo peculiar, como un extrañamiento o un encuentro con otredades que, sin embargo, apelan al personaje de un modo íntimo…

Así es o, por lo menos, eso es lo que pretendo. Me quedo con su definición.

¡Ah, pero cuénteme un poco cómo y cuándo descubrió esa mezcla de deseo y amenaza que encierran tanto la alteridad como la idea del Doble!

El Doble siempre estuvo en mí. Y también el Laberinto. De pequeña, cuando los mayores no me veían, me gustaba subirme al sofá que estaba en el comedor y mirarme en el espejo enorme que lo remataba. En aquel tiempo no tenía yo la menor noticia de una niña llamada Alicia ni, menos aún, de un señor llamado Borges. Pero no estaba muy segura de que aquel comedor que se reflejaba en el espejo fuera exactamente igual al, digamos, comedor de verdad en el que yo me encontraba. Tenía la sensación de que le faltaba o le sobraba algo y de que los muebles, por ejemplo, eran parecidos, pero no eran los mismos. Y el tiempo. Si alguien inesperadamente entraba en la pieza…. ¿se reflejaría al instante en el espejo o el espejo se tomaría su tiempo para reaccionar e incluirlo en la escena?… Por más que lo intenté nunca lo pillé en falta (Risas), pero había, además, otros entretenimientos que igualmente me fascinaban. Frente al espejo había otro, igual de grande, justo en el lado opuesto del comedor. Y aquí entra Borges. «Pongamos un espejo frente a otro y tendremos un laberinto». Cito de memoria, pero ahí está la idea. El espejo que contiene otro espejo y éste que, a su vez, contiene otro y el otro que… Etcétera, etcétera. Y mi imagen, esa niña que pretendía sorprender al espejo en un renuncio, repetida sin tregua… Aunque ¿era yo? ¿O eran unas niñas que se me parecían?

Algo muy perturbador en sus relatos es que se deslizan hacia lo fantástico partiendo de planteamientos muy verosímiles. ¿Cómo se logra este efecto?

La verosimilitud es un elemento de vital importancia. Siempre lo digo: cuánto más raro es lo que deseas contar más verosímil debe parecer. Lo llamo «la verosimilitud de lo inverosímil». Aunque, claro, el primero que tiene que creérselo es el autor. Si el autor se inquieta, sufre, ríe o siente cualquier otro tipo de emoción es más que probable que al lector le ocurra algo muy parecido. Una transmisión de sentimientos… Y en cuanto a mis planteamientos o, si se quiere, mis puntos de partida, pues sí, en general no sólo son verosímiles sino cotidianos. Pero, también en general, algo sucede que quiebra la aparente armonía, paz o tranquilidad. Y ya nada vuelve a ser lo mismo.

¿Por qué la infancia es un territorio tan perturbador en sus libros?

En la infancia está todo o casi todo. Pero lo que más me atrae, visto ahora con ojos de adulta, es su escala de valores, ese código tan peculiar que une inocencia y crueldad. Pienso, por ejemplo, en uno de mis personajes, un niño que inocentemente mata a su abuelo. O lo deja morir, para ser exactos. El abuelo sufre un ataque y le pide al crio sus pastillas. Pero el nieto, que hace poco ha sorprendido al anciano hurgando en su hucha y haciéndose con unas monedas, no sólo no se las da sino que, en plan burla, venganza o ajuste de cuentas, agita el tubo delante de su rostro cada vez más congestionado. Ojo por ojo, diente por diente. Sólo después, ya en su cuarto, oye los gritos de la familia y comprende que el abuelo no se ha quedado dormido. El abuelo ha muerto.

La escritura y la memoria no son inocentes. Y fue como si mi hermana mayor, Ana María, fallecida a los 28 años, irrumpiera de pronto reclamando el puesto que se merecía: un capítulo para ella sola. Aquí el libro se ordenó por sí mismo. Un libro en el que todo lo que cuento es absolutamente real, aunque a veces pueda parecer fantasía. Un libro, en fin, en el que reí, lloré, sentí todo tipo de emociones y creo que, de alguna manera, me hizo mejor persona

¿El Diablo existe?

A veces se diría que sí … (Risas) Lo que sí existe o existió fue el temor que, a la gente de una edad, se nos inculcó en los colegios religiosos de una época. En el diablo se reunían todos los males, él era el peligro que acechaba siempre y un ser que carecía de rivales. Los ogros, los gigantes o cualquier figura digna de producir terror eran pura leyenda. El diablo, en cambio, tenía existencia real. Aún recuerdo aquellas pavorosas estampas en las que se veía a un niño o a una niña flanqueados por un ángel y un demonio. Los dos tiraban de ellos, querían llevárselos a su terreno. El ángel lucía unas hermosas alas blancas. Las del demonio eran enormes, negras y articuladas como las de un murciélago. Por lo menos una vez, en sueños, la niña de la estampa adquirió mis facciones. Era yo, vaya. Una pesadilla infantil que, como se ve, no he olvidado todavía. Ahora pienso que esas imágenes, destinadas en principio a un público de corta edad, adonde deberían haber ido a parar es a un juzgado de guardia.

Es curioso, pero entre las nuevas generaciones de narradoras las que más se parecen a usted son las damas del terror latinoamericano, pienso sobre todo en Enriquez y Schweblin. ¿Las ha leído? ¿Le gustan?

Mucho. Las sigo y las disfruto. Como también me ocurre con bastantes escritoras de aquí. Patricia Esteban Erlés, para empezar. Magnífica cuentista y tan deliciosamente oscura como las «madres negras» de su primera novela.

Una pregunta tal vez inesperada: ¿Le interesa la tecnología como tema literario? Lo digo porque el tema apenas aparece en toda su obra, pero ahora, con su creciente implantación en la vida cotidiana de la gente y con su condición fantasmática, como de doble de lo real, se me ocurre que Cristina Fernández Cubas podría sacar petróleo de ese mundo…

El tema es sugerente, desde luego. Y la inteligencia artificial me produce una sensación marcadamente abisal. ¿Hasta dónde podrá llegar? ¿Y cuáles serán sus consecuencias? Tal vez escribir sobre este asunto sea una forma de conjurar los temores… El tiempo dirá. En cualquier caso, la IA reúne todos los elementos para convertirse en «personaje».

Se cumplen diez años desde que publicó La habitación de Nona. ¿Por qué un silencio tan prolongado? ¿Podemos esperar que lo rompa?

Nunca he sido una escritora de libro por año, pero tampoco (risas) de un libro cada diez años. La verdad es que nunca me he sentido obligada a fichar, como una funcionaria, o convertir el hecho de escribir, para mí una aventura, en algo parecido a una rutina. Aunque está usted en lo cierto. Esta vez el silencio ha sido más largo de lo habitual. Y no hay una razón; hay muchas… La vida, a menudo, interfiere en lo que estás haciendo, o te reclama para otros menesteres, o, sobre todo, a medida que cumples años, pasa a tal velocidad que ni siquiera te das cuenta. Pero sí, el silencio se ha roto. En otoño aparecerá mi nuevo libro. No voy a adelantarle el título (nunca lo hago hasta que el libro está en máquinas), pero sí a decirle que se trata de un libro de relatos. Y que, tanto al escribir mis cuentos como al leer los de otros autores, cada vez me interesa más el género.

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