«Cuando yo trabajo en un libro me estoy metiendo en un infierno emocional donde, por supuesto, hay placer, pero la intensidad y la exigencia es bien jodida»POR ALEXANDRA SAAVEDRA GALINDO

Fotografía de Damián Trochez.

Incertidumbre, extrañeza y procedimiento son las primeras palabras que me vienen a la mente cuando me preguntan sobre la escritura del autor colombiano Juan Cárdenas (Popayán, 1978). Su obra, de las más innovadoras de la literatura hispanoamericana actual, produce en el lector una sensación de desconcierto vinculada a las búsquedas estéticas en las que, contra lo que marca el actual mercado editorial y artístico, exhibe su preocupación por pensar cómo hacer literatura, por la exploración de las formas y por la naturaleza misma de la escritura.

Cárdenas es otro Cárdenas en cada uno de sus libros, aunque se pueda identificar y rastrear en estos un conjunto de elementos, asuntos y métodos que son característicos de su escritura. Desde Carreras delictivas (Editorial 451, 2006), pasando por novelas como Zumbido (Editorial 45, 2010, Periférica, 2017), Ornamento (Periférica, 2015), Tú y yo. Una novelita rusa (Cajón de sastre, 2016), Elástico de sombras, (Sexto piso, 2019), Peregrino transparente (Periférica, 2023), hasta llegar a La ligereza (Periférica, 2024), su más reciente libro de ensayos, sus obras son de forma invariable gozosos descubrimientos que dan cuenta del talento inagotable de un artista que, como afirma Graciela Speranza, mantiene fija la mirada en su tiempo mientras lo interpela para exponer no solo su más elusiva realidad sino la idea de la realidad.

A Juan Cárdenas lo conocí años atrás durante algún evento literario del que solo recuerdo con claridad que pasamos un rato largo hablando sobre Tú y yo. Una novelita rusa, y sobre todas las peculiaridades de ese pequeño libro. Fue un rato de complicidad y de simpatía que con los años se ha prolongado en breves mensajes, en algún correo electrónico y en un par de encuentros que nunca han ocurrido en Colombia. Desde entonces y hasta ahora, no habíamos tenido la oportunidad de repetir la experiencia de dialogar con toda la calma que yo deseaba. Las páginas que vienen a continuación reproducen una parte de esa conversación tan anhelada, una conversación que han mantenido dos colombianos que viven en extremos opuestos del mundo y que siempre se han encontrado a través de la literatura. Juan y yo nos debíamos esta conversación.

Deseo que hablemos sobre tu experiencia profesional como crítico o curador de arte y, en ese sentido, sobre el vínculo que ese trabajo tiene con tu escritura. ¿En qué medida está presente el arte, en cuanto exploración de las formas, en tu mundo literario? Te lo pregunto por la presencia de ese interés y por la exploración, por ejemplo, en Peregrino transparente (2023), pero también en obras como Tú y yo. Una novelita rusa (2016), un proyecto que primero se pensó como pieza de museo; posteriormente, como libro.

Mirá que yo nunca me he visto como curador, o sea, he hecho curaduría, pero la curaduría siempre ha sido un lugar de llegada, muy natural y orgánico, después de procesos más bien de investigación y de crítica. Me he visto más bien como alguien que lleva mucho tiempo escribiendo sobre arte, pensando cuestiones del arte, durante una época de manera muy regular en revistas, publicaciones especializadas, catálogos, etcétera, pero luego de eso, digamos, se fue diversificando hacia la curaduría. Pero fijáte que siempre he creído que todos esos procesos tienen que ver con un oficio más elemental que es el de traductor. Lo que estoy tratando de sugerir es que detrás del crítico en realidad lo que hay es un traductor. Desde el punto de vista de los accidentes biográficos que me llevaron a ser crítico de arte está que yo trabajaba como traductor para una revista de arte y una vez pidieron que escribiera un texto de crítica. Luego me encargaron cubrir una exposición y a partir de ahí empecé a escribir regularmente. Pero en el fondo para mí la escritura crítica siempre tuvo que ver con una cuestión de traducir; es decir, ¿cómo hago para que una persona que no ha entrado a la sala pueda imaginarse qué hay dentro? ¿Qué hago para que una persona que no ha visto una pieza de arte pueda tener una experiencia lo más sensorial posible de la pieza de arte? Entonces, esa exigencia del medio es lo que fue desarrollando toda esa parte del trabajo y ocurrió que, necesariamente, eso fue contaminando mi idea de la literatura, hasta el punto de que me aburre pensar la literatura como una disciplina separada, cuando la cosa se pone excesivamente literaria me fastidio, me da pereza. A mí me interesa justo ese desborde, esa cosa medio incontrolable, y que se vaya, obviamente, hacia el arte plástico, pero también hacia la teoría y creo que es la única manera de que a la literatura la podamos mantener viva, que podamos hacer esos ejercicios que consigan que la literatura se desborde hacia lo que no es propiamente literario…

A propósito del oficio de traducción, ¿cómo crees que ha influido ese trabajo en tu escritura y qué sientes que has aprendido sobre el lenguaje, sobre el poder de traducir otras voces al español?, ¿cuál ha sido ese gran hallazgo, si es que hay alguno, que te ha dado la labor de traductor y de qué manera se puede apreciar en tu escritura?

Para mí, el trabajo de traducción, curiosamente, es un trabajo que tiene mucho que ver con un aspecto más biográfico y existencial de mi vida privada, porque yo fui aprendiendo los idiomas en la calle, los fui agarrando en la calle. Nunca estudié idiomas o traducción. Y justo lo que me interesa, y que creo que se puede fabricar a través de artificios literarios en una traducción, es un determinado entorno o una atmósfera sonora y por tanto espiritual; una atmósfera sonora dentro de la cual el texto traducido provoque efectos en la lengua de recepción, efectos estéticos, políticos, deslizamientos semánticos y alteraciones en los ritmos de la lengua española. Entonces, la traducción siempre ha sido un espacio de experimentación, y cuando digo experimentación tiene que ver con que esos artificios, porque esas atmósferas sonoras caducan, son pasajeras y por eso los libros hay que volver a traducirlos varias veces, porque vos lo que creás es parecido a una burbujita que produce inteligibilidad y, al mismo tiempo, una cierta legibilidad del texto, pero en unas condiciones muy particulares, muy concretas y eso me parece lindo. Es como un arte efímero, casi como cocinar…

Fotografía de Damián Trochez.

¿Estarías pensando en la traducción también como una especie de acto creativo?, porque hablas del juego tanto para tu escritura como crítico, traductor y, creo que también, el juego en la propia concepción de tu obra literaria, ¿no?

Sí, juego, experimentación, búsqueda, artificios… Son unos aparatitos que uno fabrica y son aparatitos de lectura en el caso de la traducción. En el caso de la crítica son, de una manera mucho más fuerte, aparatos de lectura, y en las novelas o en los otros proyectos son derivaciones de esos procesos, son unos desvíos de todos los otros procesos, de los procesos de investigación, de traducción y de crear esos artificios de lectura sobre los procesos críticos. Entonces sí, al final quizá por eso los libros quedan siempre como medio monstruosos, como chuecos, porque son el resultado de procesos que vienen de otras cosas y yo sí tengo la impresión de que los libros sí me salen medio monstruosos, chuecos o medio deformes.

En «Nudos en los ciegos. Explicación falsa de mis textos», un ensayo que se incluye en Volver a comer del árbol de la ciencia (2018), afirmas: «[…]mi trabajo ha quedado completamente involucrado en un quehacer anfibio que ya ni siquiera me interesa definir. Literatura que quiere ser arte. Arte que quiere ser literatura. Me da igual». Esa literatura que es anfibia, que es inclasificable y que recuerda al trabajo de Verónica Gerber Bicecci o al de Mario Bellatin, que siempre tienen tan presente el arte o la fotografía como un juego para la construcción de ficciones, se relaciona mucho con tu escritura. ¿De qué manera consigues que funcionen este tipo de prácticas en tu escritura, cómo dirías que actúa ese hibridismo?

Sí, por supuesto, además me siento muy cercano a esos proyectos, al trabajo de Verónica o al de Mario. Lo que pasa es que también me interesa intervenir en las condiciones de lectura de la tradición; es decir, yo creo que mis libros son, en cierto modo, como aparatos o cuñas que uno mete dentro de la tradición, y cuando digo tradición me refiero a la tradición de la literatura latinoamericana, que es justo el campo donde me interesa que mis libros se lean, donde mis libros tienen algo que decir. A mí no me interesa esa cosa del word literature o entrar en esos circuitos donde de repente te traducen a 80 idiomas y que te convierten en algo muy internacional, esa especie de aspiración supuestamente cosmopolita donde suelen confundir globalización con cosmopolitismo. Me interesa, precisamente, la tradición latinoamericana en un sentido muy amplio, porque esa tradición no es solamente literaria, sino que es una tradición también política, estética y que tiene ver con objetos plásticos, con la tradición de la pintura del siglo xix, con la de cierto pensamiento ligado a las expediciones científicas del xix, a los proyectos republicanos; es decir, hay todo un vínculo con la tradición latinoamericana en un sentido muy expandido, ¿no? Pienso, por ejemplo, en Simón Rodríguez, que me parece una figura muy inspiradora y siempre he visto como maestro, porque se movía en unas fronteras bien difusas entre educación, literatura, pensamiento político, artes plásticas, debido a su visión o idea de que lo que había que hacer era pintar la escritura, pintar la palabra y esa palabra pintada, obviamente, conecta con todos los proyectos del conceptualismo y de la poesía concreta brasileña. Es en todos esos vínculos y espacios donde mi trabajo tiene que ir a decir algo y eso incluye, por supuesto, la tradición literaria. Entonces, quizás en mi caso, hay un énfasis o una clarísima clave histórica de la tradición y es donde me interesa intervenir.

En Sobre el arte contemporáneo, César Aira habla del enemigo del arte contemporáneo, ese sujeto que siempre cuestiona qué cosa puede o no considerarse arte y creo que tú vuelves un poco sobre ese tema en La ligereza (2024). En el primer ensayo afirmas que el arte da placer no porque imite la vida, sino porque es capaz de traducir sus leyes secretas al lenguaje de las formas sencillas. El gran arte tiene atributos de la vida y su movilidad, fugacidad, fragilidad y resistencia se agota o se estanca cuando se confía en exceso en la clave de interpretación. A propósito del lugar de tu obra dentro de la literatura y del espacio en el que te interesa estar, ¿qué opinas sobre ese arte que se esfuerza en adaptarse a una discursividad de época, de conveniencia estética, social o política, traicionando, también lo afirma Aira, la misión última del arte, que sería la de crear y poner en circulación los valores estéticos?

Bueno, ese ensayo, La ligereza, lo escribí como una provocación. Ya había leído unas primeras páginas en un evento académico en Grecia el año pasado y recuerdo que provocó mucha incomodidad, porque de manera muy explícita digo que las formas en las que se está mostrando, publicitando y vendiendo el arte comprometido hoy están matando el arte y nos están matando de aburrimiento. No es bueno ni para la política ni es bueno para el arte. Lo dije ahí y, obviamente, generó malestar y algunos amigos se acercaron y me dijeron que les parecía anacrónico hablar de gran arte, porque en ese texto constantemente digo: «El gran arte…». Y, claro, se supone que ya superamos esa categoría y ahora todo vale lo mismo. Se supone que ya no puede haber un gran arte, no puede haber un arte superior, no puede haber un arte mejor que los otros, porque esa es una categoría caduca y elitista… Claramente, eso lo digo muy a sabiendas de todos los debates sobre el asunto, pero me interesaba esa provocación, porque me parece que se está hablando de cualquier cosa menos de arte y menos de literatura. Y en últimas me refiero a un problema más fundamental y es que no se está leyendo.

El otro día hablaba con mis alumnos sobre la literatura que se había hecho en las dictaduras del Cono Sur y ellos eran muy conscientes de que en los sistemas totalitarios el arte tiende a hablar en una cierta clave de ilegibilidad para evitar la censura, pero ellos mismos se empezaron a preguntar si no sería que hoy existen formas difusas de censura y no lo sabemos. Me pareció muy curioso porque el ejercicio fue llevando a los alumnos a preguntarse cuál es la censura que se está ejerciendo hoy y de qué no se puede hablar. Entre todos fuimos llegando a una idea que también es una hipótesis de trabajo y es que la censura no está puesta hoy en lo que se puede decir, porque se supone que se puede decir todo. La censura hoy opera interrumpiendo y quitándole peso al acto de la lectura. La clave de todo esto es que nadie está leyendo. Tú puedes decir lo que sea porque da igual, porque nadie lee; lo que no está ocurriendo es ese cuerpo a cuerpo entre lector y texto. Me parece que, al haber desaparecido la crítica, al desaparecer los espacios institucionales donde se producía esa crítica, entendida la crítica como espacio público, el único ente regulador de las actividades literarias y artísticas es el mercado y es, además, la única fuente que crea las jerarquías, los filtros. Mejor dicho, ya no hay jerarquías sino rankings. Los 40 principales. El top 10. Ante ese fenómeno, lo que empieza a ocurrir es que los textos y los objetos de arte llegan a nosotros en un estado de predigestión que hace innecesaria la lectura. Las cosas se dan por leídas con solo ver la cubierta del libro. En cierto modo el mercado te fabrica las condiciones para que no haga falta leer o enfrentarte a los objetos.

A mí me pasó una cosa curiosa con un libro que hice muy consciente de todas estas cosas y que sabía que provocaría urticaria, es un libro que yo hice con comunidades negras en mi región después de una investigación de seis años…

Te refieres a Elástico de sombra (2019), ¿verdad?

Sí, yo pensé mucho antes de hacer ese libro si convenía hacerlo así, si convenía que yo lo firmara, si me inventaba un seudónimo o si lo firmábamos entre los macheteros y yo; es decir, nos planteamos toda una serie de cosas y finalmente decidimos utilizar la cáscara vacía de mi nombre, al fin y al cabo, Juan Cárdenas es cualquiera, es un paréntesis que se puede rellenar con distintos tipos de cuerpos y voces. La idea entonces era usar ese nombre para facilitar la filtración del material machetero. Ese libro está hecho como contra-historia, pero nunca me propuse ensalzar la ancestralidad de la negritud entendida como esencia, nunca pensé en lo negro como un trascendental ontológico, sino como lo que las propias historias de los macheteros contaban, es decir, los negros, los afrocolombianos, como sujetos políticos, históricos, gente que está fabricando y moldeando una idea de modernidad, de universalismo, gente abriéndose al mundo y al pensamiento de las contradicciones de ese mundo moderno. Y sin embargo, no hay una sola reseña, no hay ni un solo artículo académico sobre ese libro que no describa la novela como un alegato antimoderno, decolonial, autonomista, aunque de manera clarísima los propios negros estén diciendo: «No, nosotros somos modernos, somos una parte fundamental de la república, somos sujetos abriendo brecha al futuro, nos interesa incidir hoy en las cosas, somos dueños de esta vaina y tenemos un pensamiento sobre el tipo de cosas que hacemos, tenemos un pie en el mundo arcaico y otro en las incertidumbres civilizatorias que tendría cualquier otra persona con un smartphone». Son prejuicios, claro, y por eso te hablo de lo predigerido y lo preleído, prejuicios que hacen que automáticamente se piense que un negro o un indígena tienen por fuerza que ser representantes de una ancestralidad antimoderna, resistiendo contra las fuerzas del progreso desde un lugar de pureza. Es como si las lecturas vinieran formateadas con las tres consignas pseudoteóricas que están dictando la moda y los puestos de trabajo en la academia, porque todo se lee así, en esa clave. Cuidan hasta a quién citar para no quedar como anticuados. Estoy un poco podrido porque a ratos siento que ni siquiera los académicos están leyendo y eso sí es preocupante…

Los académicos están alentando, promoviendo y validando las modas que impone el mercado, las están impulsando y los lectores las están siguiendo como si fueran novedosas y subversivas, pero no lo son…

Y mirá que yo siempre he optado por mantener una cierta teatralidad del debate, pero a la vez soy consciente de que algunos gestos asociados a lo contencioso también están completamente cooptados por el mercado. El peleón profesional, el polémico profesional, incluso eso tiene su nicho de mercado y es muy fácil que te capturen allí también y te desactiven políticamente como ya le sucedió a gente como Olmos o a Sanín, francamente dos tristes payasos. Hace diez años, ese tipo de polemista tenía un papel en cierto modo relevante porque el contexto operaba de otra manera. Ya no. El mercado es muy hábil neutralizando esas actitudes. Por eso he perdido interés en los últimos tiempos por polemizar, ni en redes sociales ni en artículos. He optado por una vía que creo que es la que termina saliendo en La ligereza, que es una vía afirmativa, polemizar proponiendo, discutir y mantener una cierta ferocidad pero abriendo camino. Me interesa la discusión, claro, pero no en esa clave de la provocación gratuita o del teatro y los tortazos entre escritores. Eso perdió toda efectividad y se volvió hasta sórdido. Hay que cambiar de cancha para que la conversación produzca ideas y no escenitas grotescas.

Volviendo a tu obra, el tema del pasado en Los estratos, Elástico de sombra y en Peregrino transparente surge de forma sutil, como una sombra que se filtra en toda tu narrativa, y quería preguntarte, ¿cómo entiendes la relación entre memoria e identidad? ¿Cómo trabajas esa relación dentro de los textos?

Creo que lo trabajo como explorando un misterio, moviéndome entre cosas que no se pueden saber bien del todo. Si yo pudiera responder o pudiera trabajar esas cuestiones de una manera positiva; es decir, fabricando unos contenidos, unas ideas y unos conceptos muy claros, pues no haría novelas. Las novelas justo lo que me permiten es caminar, un poco a tientas, por cosas que son misteriosas, que son raras, que son imposibles de convertir en un discurso provechoso y edificante. Las novelas te permiten deambular entre sombras, caminar a oscuras, por lugares por los que de otra manera no podrías circular, y que son los sitios verdaderamente contaminados y donde están las paradojas, las encrucijadas, las cosas irresolubles, indecidibles y esas cosas, necesariamente, pasan por un ejercicio de construcción de memoria. Pero también te digo que esto lo afirmo con cierto escepticismo, por mi sensación de que se están agotando los espacios de lectura y, de ser así, ya puede uno hacer el mejor ejercicio de memoria o lo que quiera, pero sin el acto de la lectura, sin ese trabajo es imposible hacer memoria.

Eso me recuerda tus palabras en Volver a comer del árbol de la ciencia (2018), dices: «La lectura ha sido para mí desde entonces una forma de andar a oscuras, una suerte de ambulación a ciegas, temeraria, en la que uno corre el riesgo de no ver nada y tropezar». ¿Quedan lugares donde se puede tener esperanza en la literatura o en el arte en general…?

Sigo creyendo, por eso que te decía, en los pequeños lugares de conversación y no tanto como lugares de aislamiento o de rechazo de la sociedad. No creo tampoco en esa idea de la pequeña retaguardia decadente que rechaza a la sociedad, sino que creo en los espacios donde se está amasando un lenguaje futuro, donde se están cultivando cosas para el futuro. Sigo creyendo en eso y creo que sí hay, son un puñado, somos un puñado de amigos, un puñado de personas con las cuales la conversación todavía es eso… tipo: caminé anoche a oscuras por la casa, me tropecé con todos los muebles, pero palpé un par de cosas que te voy a tratar de contar. Es ese tipo de charla. Todavía creo en eso. O sea, creo en la vanguardia. Una semilla, algo pequeñito que se siembra y…

Fotografía de Damián Trochez.

¿Dónde consideras que está tu literatura dentro de la literatura colombiana y su tradición? A riesgo de ser demasiado osada diría que sí hay una especie de conexión o de diálogo con la obra de Tomás González o con José Eustasio Rivera, pero pienso que dentro de la literatura latinoamericana te encuentras más próximo a María Sonia Cristoff o Gabriela Cabezón Cámara que están escribiendo desde otros lugares y que hacen una literatura que está planteando otras posibilidades…

Siento que con la literatura latinoamericana hay muchas más conexiones y se pueden ver de manera más natural. Con la literatura colombiana… me parece que tengo un vínculo con ciertas zonas de la tradición nacional que son las menos visitadas. Durante un tiempo, quizás en mis primeros libros, había un nexo más estrecho y consciente con Tomás González o Arnoldo Palacios. Libros que escribí viviendo fuera de Colombia, así que me acerqué a esos escritores quizá porque necesitaba encontrar formas que me permitieran, desde esa distancia física y geográfica, crear mi propia manera de enfrentarme a esos territorios, los paisajes y los personajes. En mis siguientes libros esa conexión tiende a borrarse un poco, pero hay escritores y textos colombianos con los que siempre estoy en contacto, a los que vuelvo y que considero como abuelos o precursores. Me interesa mucho la obra de Luis Tejada, por ejemplo, un escritor genial, superdotado, con toda esa maquinita descriptiva y poética. Y creo que nos hace falta un buen librito sobre Luis Tejada que dé cuenta de cómo trabajaba ese genio loco, que dé cuenta de su espíritu que es completamente ligero, pero muy profundo, muy sensible, supercálido. La obra de Tejada está llena de fuego, de intensidad y belleza. Sus crónicas son como las piezas para piano de Satie o como las obras menores de Debussy, hermosas, íntimas, misteriosas.

Quizás esto te sorprenda, pero un proyecto de escritura que me parece fundamental, formalmente muy arriesgado, es el de Nicolás Gómez Dávila. Considero que su obra es super innovadora, lo que pasa es que todo el mundo cree que eso hay que leerlo desde el punto de vista de los viejitos prematuros que abundan en nuestra tradición, los reaccionarios de maceta, con columnita de opinión en El Tiempo. Todo ese prejuicio ideológico nos impide leer a Gómez Dávila como lo que es: un renovador, un autor tremendamente osado, saturnal y sensual a la vez, conectado con una gran tradición del ensayismo, del pensamiento y de la ficción latinoamericana, pero con una prosa dúctil, ligera, que abre vías de trabajo por explorar.

Entonces sí, sí, tengo una relación fuerte con la literatura colombiana, pero justo una de mis fantasías es que, en cierto modo, mis libros ayuden a reconfigurar cómo se entiende esa historia. Creo que la literatura colombiana empieza a volverse tremendamente conservadora a partir de los años ochenta, pero si uno empieza a tirar para atrás se da cuenta de que hay un montón de textos desperdigados y aventuras formales muy interesantes que valdría la pena tratar de entender, conectar los puntos unos con otros, y eso ayudaría a tener otra visión. Es un trabajo necesario, pendiente y obviamente no lo podemos hacer solo los escritores, lo tienen que hacer también los críticos, ¿no? Ahí hay un trabajo académico urgente. Hasta que eso no se haga bien la literatura colombiana seguirá siendo la gran literatura incomprendida y la más infravalorada de América Latina y los creadores que vienen seguirán perdidos, sin saber de dónde vienen o con quién están conversando. Pero insisto, eso es culpa de los propios colombianos que no la hemos entendido, por ejemplo, en cualquier otro lugar habrían hecho una fiesta crítica con un texto como Cuatro años a bordo de mí mismo (1934), de Eduardo Zalamea Borda. Ni hablar de un Alfredo Molano o de un genio raro como Bruno Mazzoldi.

Estoy pensando que hay un montón de zonas de rarezas y singularidades muy dispersas a lo largo y ancho de la historia de la literatura colombiana del siglo xx que habría que volver a leer. El problema en el fondo es político. Y es que nos han convencido de que nuestra tradición es supuestamente conservadora. Mirá, yo estoy muy contento de que se esté volviendo a leer La vorágine (1924). Soy un militante de La vorágine de hace muchos años…

¡Yo también! Llevo años insistiéndoles a mis colegas y amigos que hay que volver a leer esa novela, que es tremendamente vanguardista, que es muy interesante todo lo que, formalmente, Rivera está planteando ahí…

Lo que ha pasado con la lectura de ese libro no lo puedo atribuir a otra cosa más que al complejo de inferioridad y al triunfo, por suerte menguante, de un relato hegemónico sobre nuestra cultura. No entiendo por qué carajos no nos hacemos cargo de que ese es un texto, como dices, de vanguardia, claro que sí, a nivel de los procedimientos, pero es que eso tú lo puedes ver porque tú estás entendiendo los procedimientos. El problema es que la mayoría de los críticos nacionales insisten en esas etiquetas escolares que lo encasillan todavía como «novela de la tierra» y no ven los procedimientos. La vorágine es de 1924 y Macunaíma, de Mário de Andrade es de 1928 y son dos obras que uno debería leer juntas, son obras hermanas, porque tienen absolutamente todo que ver, el tratamiento del material mítico, la reelaboración de los relatos orales amazónicos, las tensiones de la territorialidad, la relación con la lengua, pero con las etiquetas de que una es «novela de la tierra» y la otra «novela de vanguardia» no se aprecian sus conexiones. Es de un nivel de estupidez de lectura que ejemplifica lo que pasa en el país. Tenemos textos riquísimos como El hermafrodita dormido (1933), de Fernando González, Morada al sur (1963), de Aurelio Arturo, los cuentos de José Félix Fuenmayor, tenemos a Tomás Carrasquilla, que es un monstruo, las crónicas de Luis Tejada, la increíble, extraña y formidable máquina que es la obra de León de Greiff, la obra de Arnoldo Palacios, Escolios a un texto implícito (1977), de Nicolás Gómez Dávila y eso solo en el siglo xx. Lo que no me explico es cómo no hemos podido generar otro relato si los textos son impresionantes, tremendamente innovadores, raros, extrañísimos, tienen un montón de aristas. Por otro lado, me llama la atención cómo se ha desdeñado a tantos autores con la etiqueta de regionalistas. Es como si los brasileños fueran por la vida pidiendo disculpas por Guimarães Rosa o Lins do Rego. Nosotros metemos el rabo entre las piernas y pedimos perdón por el estilo de Tomás Carrasquilla. En fin, los textos los tenemos, lo que tenemos muy mal armado es toda la historiografía, la imaginación crítica escasea. A partir de los años cincuenta y sesenta, desde espacios tan valiosos como la revista Mito, para los críticos de entonces y los que vinieron después toda la literatura y los caminos conducían a García Márquez. Lo que no iba hacia allá es residual, no importa demasiado y eso le ha hecho un daño atroz a la literatura colombiana. Es la razón de que tengamos, en este momento y desde hace unas dos décadas, la literatura más aburrida de América Latina. Estamos perdidos en el laberinto banal de nuestra propia historia de éxito, como les sucede a todas las familias arribistas.

Estoy pensando que hay un montón de zonas de rarezas y singularidades muy dispersas a lo largo y ancho de la historia de la literatura colombiana del siglo XX que habría que volver a leer. El problema en el fondo es político. Y es que nos han convencido de que nuestra tradición es supuestamente conservadora

Quisiera que volviéramos un poco más sobre tu obra y que habláramos de Ornamento (2015). ¿Consideras que la novela refleja una inquietud sobre el futuro de la autonomía humana y sobre el funcionamiento de las voces en la novela, su estructura y la construcción de una identidad múltiple, tiene que ver con la pregunta sobre el yo en la modernidad?

Esa fue la primera que escribí al regresar y, aunque tenía las primeras ideas hacía unos años, solo pude escribirla cuando volví. Fue allá en Colombia que se me armó, pero lo que me suele pasar es que cuando termino el libro no quiero volver a entrar ahí jamás, porque el esfuerzo emocional es grande. Lo que hago después de terminar es que me construyo unos discursos que son como una barrera intelectual que pongo para no tener que entrar emocionalmente otra vez al libro. Tiene que ver más con una cuestión emocional, es como: «Ya hice esa vaina y no quiero volver a entrar allí», y eso ha ocasionado que muchas veces me haya ganado una fama de escritor ultracerebral, de escritura cerrada o conceptual.

Mis textos siempre tienen dentro una maquinita teórica y esa maquinita teórica en absoluto está explicando nada, es simplemente una maquinita teórica que está plegada dentro del libro y hace cosas ahí adentro. Pero me interesa que esas cosas sean impredecibles, forman parte del proceso y me pueden disparar la trama entera en una dirección inesperada. Entiendo que eso, a veces, genera un rechazo o una distancia inmediata. Pero te digo que son como máscaras, porque en el fondo estoy trabajando con un material que, sobre todo, es sensible y es emocional. Yo, básicamente, trabajo con imágenes no tanto con conceptos, y esas imágenes son agregados históricos, son el resultado de la acumulación de capas históricas. El trabajo verdadero es el que se hace con esas imágenes, esas emociones y con esa dimensión sensible que, por otro lado, es histórica. Luego todo lo otro es como un juego barroco de máscaras que en el fondo están velando ese trabajo con la imagen…

Es curioso, porque eso dialoga muy bien con Los estratos, con una sensibilidad construida a partir de una imagen y del recuerdo borroso del protagonista…

Sí, sí, aunque prefiero no volver a leerme. Lo evito. Esto que te estoy contando incluso me ha costado años aceptarlo, porque también soy muy cuidadoso de las formas y de toda esa cosa conceptual, del arte contemporáneo y, aun así, cuando yo trabajo en un libro me estoy metiendo en un infierno emocional donde, por supuesto, hay placer, pero la intensidad y la exigencia es bien jodida; es decir, lo terminé, se cerró el libro, ya hice la promoción, repetí como un loro todas las cosas que había dicho que iba a decir y ya está. Al libro siguiente.

Al hacer un recorrido desde tu primera publicación hasta la actualidad, se podría decir que tu obra ha experimentado diversas exploraciones, temáticas sí, pero también y, fundamentalmente, estilísticas, ¿cómo percibes tu propia evolución como narrador en términos de lenguaje y de estrategias narrativas? ¿Qué cambios intencionales has buscado incorporar en tu escritura y cuáles han surgido de manera inesperada en ese proceso creativo? Te lo pregunto porque siento que en Peregrino transparente se han asentado muchas estrategias literarias con las que experimentaste en obras anteriores y consigues una novela formalmente deslumbrante.

¡Qué bueno que me lo dices porque ese libro ha sido muy mal interpretado incluso entre quienes lo elogian! (Risas). Sabes, creo que dijiste una cosa que me deja pensando y es en qué medida lo inesperado aparece en el proceso. Yo creo que lo que permanentemente estoy buscando es propiciar una situación de escritura donde irrumpe algo que ni yo tengo idea de dónde viene, una especie de fuerza extraña que entra y hace que el proyecto se desbarajuste, ¿no? Por ejemplo, toda la segunda parte del Peregrino funciona un poco así, no sé muy bien cómo describirlo, creo que es una especie de novela dentro de la novela. En particular con la segunda parte, porque esa vaina inicialmente era un ensayo; es decir, lo venía trabajando como un ensayo hacía un montón de tiempo y luego hubo un momento donde tuve una crisis en medio de la escritura porque acabé la primera parte y no sabía que al final iba a suceder ese giro (tú y yo sabemos lo que sucede, pero no lo vamos a revelar aquí). No tenía ni idea qué iba a pasar y me di cuenta la noche que lo estaba escribiendo, de repente lo vi y mi idea inicial se destruyó, se fue al carajo. Ese giro sorpresivo me obligó a empezar a demoler lo que tenía antes, entonces, lo que ves en esa segunda parte es como un proceso de demolición de ese ensayo que, además, era autobiográfico o con una parte autobiográfica muy fuerte. Eso se fue destruyendo y lo que tú lees son las ruinas de eso. Con esto te quiero decir que todo el tiempo estoy tratando de llegar a esos momentos de lo inesperado, de que surja algo que no estaba en el plan, en la arquitectura inicial, no sé.

En Peregrino también hay una cosa que quizá se vuelve casi literal, pero que me ha interesado toda la vida y es entender la novela como un género monstruoso, en el fondo entender que todas las novelas son novelas sobre monstruos y que, dado que todas las novelas siempre tratan sobre algún monstruo, la forma tiene que ser monstruosa. Me encanta Flaubert, pero no me gustan los flaubertianos, esos tipos que cuidan minuciosamente la arquitectura, la sintaxis, no sé… ¡Hermano, andáte a construir un reactor nuclear o una presa! Flaubert podía hablar mucho de eso, pero en las cartas uno lo ve más dubitativo, en últimas, más monstruoso. Y esa monstruosidad residual, que surge por la propia presión de la excelencia formal, es lo que hace que Flaubert sea Flaubert. Yo creo que todas las grandes novelas son monstruos.

Por último, ¿cuál es el impacto que esperas que tengan tus obras cuando las públicas y cuál es la relación que tienes con tus lectores?, ¿qué te gustaría que pasara cuando terminan de leer tus libros?

Te juro que nunca me pongo a pensar en esas cosas. Nunca me pongo a pensar que me gustaría que ocurriera tal o cual cosa. Yo creo que la literatura, de todas las artes, posiblemente es la más generosa, es supergenerosa. Puedes ser un escritor de mierda, malísimo, el peor de todos, y siempre vas a tener a alguien que te lea. La literatura conmigo ha sido generosísima. En el sentido de la recepción no tengo ninguna ambición y todo me lo he tomado con una felicidad tremenda. Todo me parece divertido, incluso llegar a lugares y que no haya ni un solo lector, que vayas a presentar un libro y lleguen dos, cinco y haya uno que está ahí porque iba a otra cosa y se perdió, o que nadie tenga ni idea quién sos, todo eso me parece divertido.

Yo, básicamente, trabajo con imágenes no tanto con conceptos, y esas imágenes son agregados históricos, son el resultado de la acumulación de capas históricas. El trabajo verdadero es el que se hace con esas imágenes, esas emociones y con esa dimensión sensible que, por otro lado, es histórica. Luego todo lo otro es como un juego barroco de máscaras que en el fondo están velando ese trabajo con la imagen…

Hace mil años, en Madrid, cuando trabajaba en una librería, a la caseta vino a firmar César Aira, y yo estaba feliz, para mí era como si hubiera ido Papá Noel, era como un niño y fue muy divertido porque en toda la mañana que pasó ahí no vino ni una persona, la única que vino fue una señora y, creyendo que él era uno de los libreros, le preguntó por un libro que tenía al lado de su cabeza que, curiosamente, era El manuscrito encontrado en Zaragoza, de Jan Potocki, entonces él agarró y dijo: «¡Ah, Jan Potocki…!» y le empezó a hablar del libro y terminó vendiéndoselo. Lo que te quiero decir es que yo siempre me acuerdo de eso y de verlo en esa situación. Ya me entendés, el gran escritor latinoamericano vivo y el tipo estaba ahí, sin que nadie le pidiera una firma. Lo que no puedo entender es lo que está pasando ahora que todo el mundo anda obsesionado con los números y las cifras. Creo que el éxito puede ser muy mal consejero para muchos colegas porque empiezan a leer todas las cosas en términos del éxito de los demás, o sea, de cifras de venta, de número de likes, de fans, capacidad para atraer públicos y llenar auditorios. Es un poco triste esa idea de éxito como baremo general para medir tus «logros literarios». Si tu horizonte empieza a volverse ese no te auguro nada bueno ni para tu salud mental ni para tu obra. Lamento decir que muchos colegas entran en esas dinámicas y se vuelven imbéciles o envidiosos y uno los ve hacerse los encontradizos con tal o cual personaje importante o sentándose estratégicamente en determinada mesa. Por mi parte, echo de menos el espíritu punk, más independiente, que los números no importen y podamos hacer cosas que desvíen las rutinas formales de lo que se entiende por gran literatura. Ya hemos visto pasar demasiadas modas y el mercado, aparte de ser un sistema de organización de mercancías, organiza el tiempo y el tiempo de la literatura no puede ser el tiempo del mercado. La literatura tiene que marcar su propio tiempo, pero es que es tan fuerte la dictadura bestial del mercado que uno ya empieza a notar que los libros están escritos con el tiempo del mercado, que el contenido, el lenguaje, los ritmos planteados por el lenguaje dentro de los libros están marcados por el tiempo del mercado, no por el tiempo literario. El tiempo literario es otro, te saca a un espacio distinto. Y eso es lo que yo admiro de Mario Bellatin, porque es un tipo que no para de buscar dentro de su escritura, de hallar pliegues, órganos nuevos ahí adentro… Mario es uno de esos guardianes del tiempo de la literatura, te sumerge en una temporalidad. Otro ejemplo de alguien con una gran capacidad para hacer eso es Luis Felipe Fabre…

Diego Zúñiga también, ¿no crees? Uno de los grandes méritos que tiene Tierra de campeones (2023) es que está en un lugar muy distinto de las dinámicas del mercado. Trabaja sobre una serie de temas que le están interesando a muchos autores, pero lo está haciendo desde otro lugar, con otras fórmulas, con otros mecanismos…

Sin duda, Diego también tiene ese sentido del ritmo interno. Y podría dar varios ejemplos más pero no quiero deslizarme en la zona muerta de los rankings. Que un texto te ofrezca la experiencia del lenguaje literario que te ofrece Tierra de campeones es algo impagable, ese lenguaje templado de una determinada forma para alterar las duraciones, el reloj interior, eso que te permite entrar en otro tiempo. Definitivamente no abunda y lo que me preocupa es que a veces nos cuesta verlo, darnos cuenta siquiera de que se nos está proponiendo esa experiencia. Insisto: hay que reactivar los poderes de la lectura para superar las nuevas formas de censura, mucho más sofisticadas en esta versión del totalitarismo de mercado. Lo peligroso para las nuevas oligarquías son los lectores. Escribir, escribe cualquier teléfono, cualquier computadora con conexión a internet. Lo difícil es saber leer.

Fotografía de Damián Trochez.
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