POR MERCEDES CEBRIÁN
Escribir un perfil de Daniel Samoilovich no es nada fácil, a no ser que asumamos que se ha de tratar de un perfil poliédrico, tirando a picassiano. Desde ahí sí que podemos remangarnos y emprender la tarea: el perfil de este poeta, ensayista y traductor es, según se mire, el de un poeta chino de la dinastía Tang, el de un naturalista discípulo de Darwin, el de un senador de la Roma Imperial o, a ratos, el de un bibliófilo inglés del siglo XIX. De hecho, para abrir su poemario titulado La ansiedad perfecta (Ediciones De la flor, 1991), Samoilovich emplea un epígrafe de Flaubert que recoge muy bien su propia poética: «¿Qué es lo bello, sino lo imposible? ¿Qué es un artista, sino un pensador triple?» Y es que el cerebro de Samoilovich, dado su gusto por el pensamiento lógico, la ciencia y los juegos lingüísticos, podría muy bien compartir rasgos con algunos de los personajes de Alicia en el país de las maravillas, uno de sus libros favoritos, que colecciona en idiomas diversos: incluso tiene un ejemplar en fabla aragonesa. Por ejemplo, con la curiosidad de la propia Alicia, la sensatez del Conejo Blanco o la afición por los acertijos del Gato de Cheshire, todo bajo el influjo del nonsense, ese género literario a caballo entre la sátira y la parodia, que siempre resulta transgresor y contribuye a poner patas arriba el serio y circunspecto mundo de los adultos.
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Si bien todos los países deberían tener su propio Daniel Samoilovich para enriquecer su panorama literario, la lotería le ha tocado a Argentina, y por extensión, a la literatura en castellano. Como ocurre con muchos de los compatriotas de Samoilovich, sus ancestros emigraron a la Argentina desde Europa del Este ––desde Rusia y desde la actual Ucrania–, así que Rusia es el tema de algún poema suyo, pero, con más frecuencia lo es la naturaleza, que sabe mirar con finura y sin solemnidad, y también el día a día de su propio país: pocos poetas le han dedicado un poemario entero a la crisis argentina de 2001. Él sí lo hizo, y lo tituló El Carrito de Eneas (Bajo la luna, 2003).
Hablé del perfil poliédrico del poeta y aquí va otro dato que lo corrobora: Samoilovich fue el creador del Diario de Poesía. Este periódico dedicado íntegramente a la poesía y al ensayo se publicó entre 1986 y 2012 y fue el punto de encuentro de la poesía objetivista argentina de los noventa, en oposición al neobarroso y a otros movimientos. Junto a su equipo de coeditores y traductores, Samoilovich logró que la poesía se vendiese con naturalidad en los quioscos argentinos. El Diario de Poesía fue dejando gradualmente su legado en el panorama poético latinoamericano difundiendo obras en traducción de poetas de otras latitudes y también poemas inéditos de latinoamericanos como el cubano Lorenzo García Vega (1926-2012), el más joven y raro de los escritores del grupo Grupo Orígenes, medio olvidado en su exilio estadounidense hasta que su obra volvió a estar disponible en librerías de habla hispana.
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Más a menudo de lo que quisiera, siento que la diversión y la literatura pertenecen a mundos opuestos, como si se enseñasen los colmillos al verse a lo lejos. Creo que los principales responsables de esta situación anómala son los escritores inseguros de todos los tiempos que, compinchados con los académicos, se han visto obligados a impostar su solemnidad durante siglos y transmitir la idea de que la literatura es –o más bien ha de ser– algo gris e ingrato, y todo ello para disimular sus carencias. Pero ahí están Dickens, Cervantes, Lewis Carroll, Susana Thénon y otros tantos escritores para desmentirlo. Daniel Samoilovich también es miembro de este selecto club de autores que hacen de la curiosidad y de lo lúdico el motor de su escritura. Para él lo intrínsecamente literario es lo que nos vuela la cabeza y nos invita, si no a soltar carcajadas, sí a sumergirnos de cuerpo entero en lo incongruente y a no asustarnos ante la aparición de tortugas parlantes o ante un largo poema cuyo sujeto poético resucita tras pasar dos siglos muerto. En efecto, Samoilovich hace hablar a las tortugas de las Islas Galápagos en su poemario Las Encantadas (Tusquets, 2005): «Me como el pasto que no se mueve, dado lo cual,/maldita la falta que me hace/andar saltando como una liebre,/y si algo me ataca me meto/ para adentro, me duermo una siesta/ de dos o tres siglos mientras/ el otro se aburre y se va», y dentro de este libro, es decir, dentro de la mente de Samoilovich, nos resulta de lo más natural. Para él la literatura es una aventura que vivimos sentados –o, con suerte, recostados–, tanto sus artífices como sus destinatarios. Toda aventura implica desafíos, así que, ¿cómo no traducir aquellas obras que amamos? El proceso se parece a masticarlas concienzudamente para así deglutirlas con avidez, por eso Samoilovich perfeccionó su latín, para poder traducir las odas de Horacio, y le sacó punta a su inglés para hacer lo propio con los los limericks de Edward Lear. Y, no contento con ello, escribió los suyos, deudores del ritmo de la estrofa inglesa y de su humor disparatado («Creyó que veía un Puerco/ pagando una fianza; /miró mejor y vio que era/ un Sueldo Que No Alcanza. / Asuntos como éste –dijo–/ no dejan esperanza»).
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Samoilovich es un ejemplo de que en la escritura confluyen todos los placeres, por eso no hay nada que no quepa dentro de un buen libro. ¿Que cómo puede un ornitólogo aficionado poner en palabras su interés por los seres alados? Pues justamente elaborando un compendio tan revoltoso como riguroso titulado El libro de los seres alados (451 Editores, 2008), que recoge historias y leyendas de todos los tiempos acerca de los seres con alas. Es decir, gallinas, pterodáctilos o valquirias, pero no aviones ni helicópteros, dado que no son seres en sentido estricto.
La cultura clásica también está presente en su obra poética: desde un guiño a la écfrasis del escudo de Aquiles, pero situada en la Argentina del corralito en El carrito de Eneas, a decenas de fábulas su última obra publicada: El libro de las fábulas y otras fabulaciones (Pre-Textos, 2022), por donde se pasean Plinio, Heródoto y Plutarco. En él los lectores gozamos por partida doble, pues los textos van acompañados con deliciosos collages de Eduardo Stupia, su pareja de baile visual más frecuente, aunque ha tenido otras como Guillermo Kuitca o Juan Pablo Renzi, amigo y artista (por este orden), diseñador de las icónicas portadas del Diario de Poesía. Y a base de conversar con artistas plásticos y estudiar pintura –es decir, a base de mirarla con atención hasta casi leerla–, su propia obra se ha manchado de óleo y contiene reflexiones y referencias pictóricas, como esta del poema La Balada de Timoteo: «Mirando la neblina que envuelve/ las caras de los bobos en Velázquez/ uno termina catatónico, entiende/ en carne propia los motivos del artista».
Para terminar, dos preguntas: ¿Cómo es posible que una obra sea atemporal y a la vez nos hable del momento en que vivimos? ¿Cómo puede ser cosmopolita y extremadamente porteña al mismo tiempo? Milagrosamente, la obra de Samoilovich lo es. Y ahí está, diciendo «léeme», como si se escondiese en algún rincón de Alicia en el país de las Maravillas esperando a los lectores más valientes y curiosos.