Juan Lamillar
Notas sobre Venecia
Fórcola, Madrid, 2017
156 páginas, 14.50€
Una ciudad, junto al mar, y sumergida en parte por las aguas. Una ciudad de discretos puentes, de humedades, conectada por canales que los viajeros transitan en pequeñas barcas. Palacios con zaguanes penetrados por el agua, oscuros, pútridos en ocasiones. Muros roídos por el musgo en sus bases y tornasolados por arriba, como ciertos árboles de los manglares. El sonido del agua contra las paredes y, dentro de las casas, las mil y una historias: lujos, poesía, música, política, intrigas y miserias. Digamos que hablamos de Venecia.
El poeta y crítico sevillano Juan Lamillar ha compuesto un libro curioso, asistido por el hilo de algunos viajes físicos, el primero en 1985, y muchísimos realizados por lecturas, búsqueda de fotos, papeles. Este libro es un precioso archivo sobre Venecia, una recopilación de miles de testimonios, mayormente fragmentados, tantos que parecen estar todos. Testimonios e historia, reconstrucción. En este sentido, la composición de este libro nos recuerda a esos cuadros de gran tamaño lleno de cuadros, de escenas, de personajes, como una novela decimonónica. Venecia, ciudad sobre una laguna, como México, y por lo tanto hundiéndose casi desde el principio. Fue fundada en el 421, y Lamillar no prescinde de la exactitud: a las doce del mediodía del 25 de marzo. Apoyada en el cieno, se habría de dotar, mucho más tarde, de dos objetos que son al mismo tiempo símbolos y pensamientos: el espejo y la máscara. Uno nos oculta, el otro nos refleja, o refleja una simulación, tal vez un reflejo. Entre uno y otro, el juego, que no pocas veces sería mortal. Lo dijo Thomas Mann: «Venecia, mitad fábula y mitad trampa». Por lo primero es un cuento, una narración; por lo segundo, un embeleco que se ha de tornar, en este caso, enigma. No sé si todo es trampa cuando no es fábula, pero algunos extranjeros extraordinarios quisieron ser enterrados, lo cual es un gesto definitivo, en esta ciudad junto al Adriático: Pound, Diáguilev, Stravinski, Joseph Brodsky. Curioso: tres de ellos, rusos.
Venecia está asociada a la música, pero también al lujo más hiperbólico, como cuando Enrique III de Valois visitó la ciudad en 1574. Para ese acontecimiento se construyeron arcos diseñados por Palladio y decorados por Veronés y Tiziano. Lamillar nos cuenta, citando al historiador Horatio Brown, que hubo un banquete para tres mil invitados en el Salón del Gran Consejo, donde «desde las estatuas ornamentales hasta los cubiertos y las servilletas estaban hechos de azúcar». No sabemos si pudieron comer con ese exceso de glucosa; pero, además de absurdo, se nos antoja el colmo de la inutilidad, de la profusión, que es un gasto que prescinde de lo necesario. Ciudad también de excesos sexuales, de los refinados a los más acumulativos, y donde había un catálogo de cortesanas, con sus listas de precios y ofertas eróticas, publicado en 1535. Lamillar nos lleva de fragmento en fragmento, de recodo en recodo, de un testimonio a otro, de una historia a otra: nombres, anécdotas, datos. Las Memorias de Diego Duque de Estrada, soldado y aventurero, nos cuentan la «conjuración de Venecia» (1618), en la cual don Francisco de Quevedo, al servicio a la sazón del duque de Osuna, y gracias a disfrazarse de mendigo y su buen conocimiento del dialecto veneciano, pudo salvar la vida. El disfraz y la lengua, algo que no está mal para un poeta barroco. Líricos y pornógrafos, eruditos y pícaros, poetas y cronistas forman un laberinto del cual no se quiere o no se puede salir. Ya lo dijo Mann: fábula y trampa. Lamillar nos trae a la memoria el nombre de un irlandés curioso, Joseph Smith (1674-1770), que vivió setenta de sus noventa y seis años de vida en Venecia. Fue cónsul de Inglaterra en esta ciudad, durante la segunda mitad del xviii, también comerciante y banquero, y finalmente se dedicó al arte y la edición, y de hecho convirtió el palacio donde vivía, el Mangilli-Valmarana, en una galería de arte en la cual, además de exponer, vendía obras. Contribuyó a redescubrir a Palladio. Ya cumplidos los ochenta años, vendió su colección de pinturas, grabados y libros al rey Jorge III.
Y entre tantos nombres, pasillos, mascaradas, mercaderes, músicas de Vivaldi y Moteverdi, y pintores como Tintoretto y Canaletto, vemos al poeta sevillano
–probablemente apasionado coleccionista– buscar papeles, fotos antiguas, postales, con una voluntad de reconstrucción que no ignora que siempre será laberíntica. Esos laberintos tienen un conductor, el gondolero, a cuyos cantos se refirió Goethe, y a cuyo respecto Lamillar nos instruye: unos profesionales que «podrían cantar pero no cantar, pues estaban obligados por juramento a guardar secreto absoluto acerca de las conversaciones que escuchaban a sus pasajeros». De Brosses añade: «En las góndolas reinaba un secreto parecido al de la confesión, aunque la penitencia podía ser muy extremada». Estos antiguos gondoleros tenían gran afición por cantar la Jerusalén liberada, de Tasso.
En las listas de grandes y curiosos hombres, no podía faltar Napoleón, que fue, por adjetivación y decisión propia (todo muy suyo) «un Atila para el Estado Véneto». Con ochenta mil hombres y veinte buques de guerra no tardó el corso en hacerse con la ciudad, en mayo de 1797, y como símbolo, podemos leer hoy, quemaron el Libro de Oro, «con sus páginas –nos dice Lamillar– ardieron mil años de apellidos patricios». Unos meses más tarde, la firma del tratado de Campo Formio convirtió a Venecia en una colonia austríaca. Pero vale la pena recitar al historiador Peter Lauritzen para saber algo de lo que hizo Napoleón en Venecia: «Dictó la supresión de cuarenta parroquias y la destrucción de ciento setenta y seis edificios religiosos y más de ochenta palacios, todos ellos decorados con pinturas y otras obras de arte. Asimismo, los agentes de Napoleón se encargaron de la confiscación de doce mil cuadros». Napoleón modernizaba, sí, al tiempo que llevada a cabo pillajes de gran envergadura. Sin duda este Atila también admiraba, y dijo aquello de que la Plaza de San Marcos era el salón más bello de Europa. La interioridad de la casa, que no la intimidad, hecha espacio público.
Más modernamente, Venecia fue amada con dilección por pintores, novelistas y poetas: Turner, Corot, Manet, Whistler, Sargent, Mariano Fortuny, Chateaubriand, Gautier, Ruskin (que vio la ciudad como «ramas de árboles convertidas en mármol»), Fenimore Woolson, Henry James, Henry de Régnier, Proust, Rilke, Morand, François Mauriac, Thomas Mann… Y los propios italianos, claro, cuya lista sería interminable, pero pongamos dos: Casanova y D´Annunzio. Proust visitó la ciudad en dos ocasiones. Primero en 1900, con su madre. Luego volvió, ese mismo año, solo. Es una estancia envuelta en el misterio. Y esos dos cortos viajes dejaron una huella intensa y extensa, que podemos recorrer en En busca del tiempo perdido.
Venecia fue reinventada a comienzos del siglo xx, por ejemplo, con las fiestas (muchas de ellas temáticas) que organizaba la marquesa Luisa Casati. Los visitantes ilustrados extranjeros a su vez releen la ciudad, como Mauriac el Lido en 1910: «Esta tarde, el Adriático se disgustaba ante las demasiadas cabinas de baño. El cielo estaba pálido sobre la pizarra líquida y en la playa abandonada se oía apagarse, como en un poema de Laforgue, una última orquesta zíngara». En esa misma playa (¿la misma?) situó Mann a Aschenbach, y lo hizo residir durante esas reveladoras y agónicas vacaciones en el Hotel Excelsior, como cuenta en La muerte en Venecia (1912).
Dar cuenta de muchos otros aspectos de este libro nos llevaría mucho espacio, y además no es necesario, porque está el libro mismo, cuya prosa rica y eficaz nos muestra una miríada de facetas de la ciudad sin que por ello dejemos de percibir un hilo conductor. No es el de una historia progresiva, aunque en parte se apoya en ella; tampoco la de un argumento, sino más bien la historia de quien merodea por lo inacabable y vuelve una y otra vez y, cada vez que lo hace, descubre lo mismo que es diverso.