Luis Fernando Moreno Claros (editor)
Conversaciones con Arthur Schopenhauer
Traducción de Luis Fernando Moreno Claros
Acantilado, Barcelona, 2016
368 páginas, 20 €
POR JUAN ARNAU

Creo que fue Proust quien dijo que nuestra personalidad social era una creación del pensamiento de los demás. Pues bien, este libro ofrece un retrato de ese tipo, esbozado por aquellos que trataron y convivieron con Schopenhauer. Algo de verdad habrá en él, pues –como matizaba Borges– todos nos parecemos a la imagen que tienen de nosotros.

Luis Fernando Moreno Claros recoge y traduce admirablemente testimonios, anécdotas y recuerdos sobre el filósofo. Desde los desencuentros con Goethe y las disputas con Hegel a encuentros con quienes le visitaban cuando ya era célebre, o episodios cotidianos de quienes compartían su mesa en el Hotel de los ingleses, donde comía habitualmente (el almuerzo de caliente; la cena, fiambres y una jarra de vino). Hay también sitio para los paseos, convencido como estaba de que las mejores ideas advienen al aire libre, para el cortejo de Flora Weiss (y las posteriores calabazas), para las visitas al pabellón de los melancólicos (en la Charité de Berlín), para la música que tocaba a diario (interpretaba a flauta las óperas de Rossini), para ocurrencias y exabruptos impíos. Gracias a una impecable edición se nos permite compartir intimidad con el más huraño de los filósofos. Nos introduce en su estudio, donde podemos verlo tumbado sobre el diván, con su levita gris, enfrascado en conversaciones sobre fantasmas, sueños y otras clarividencias. Escuchamos juicios inmisericordes sobre su altanería y su fabulosa capacidad de sobreestimarse, sobre su desprecio de las mujeres y su amorosa relación con Atma, un perrito de lanas que lo acompaña en los paseos y al que reprime llamándolo «hombre».

Frauenstädt, que planteó inteligentes objeciones al concepto de voluntad, recordaría las semanas pasadas con el filósofo como las mejores de su vida. Schopenhauer camina con una inusual ligereza y, cuando la luz transfigura el paisaje, se detiene a contemplar el espectáculo a través de su monóculo. Momento que aprovecha para sentenciar: «La materia es un efecto, nunca un fundamento», o «no podemos saber a qué profundidad llegan las raíces de la individualidad». Sin duda el filósofo tenía un difícil temperamento. Tras romper con su madre, por la que sentía una abierta antipatía (por parlanchina y gastarife, por haber arruinado la vida de su padre), vivió aislado y nunca aprendió a llevar con paciencia las debilidades de los demás. Se convirtió en una especie de ogro de intimidantes ojos azul-grises, profundos pliegues en el rostro y afiladas patillas. Pero también tuvo facetas más amables, al parecer fue una persona extraordinariamente sensible y excitable. Si escuchaba una heroicidad se le llenaban los ojos de lágrimas y se le quebraba la voz cuando contaba un acto noble o conmovedor. Podía ser ameno y locuaz, sobre todo en los paseos, que acompañaba de su cigarro y en los que charlaba de todo cuanto se le ocurría. Era monárquico y enemigo de revoluciones. Conocía el griego y el latín (no quiso acercarse al sánscrito) y muchas otras lenguas, entre ellas el español (lector entusiasta de Gracián), el italiano o el francés, que consideraba una jerga. Tuvo gran estima por el inglés y solía decir que había sido concebido en Inglaterra, en un viaje de sus padres. Todas las tardes leía The Times y, a la hora de cenar, el Frankfurter Postzeitung, al que estaba abonado.

A diferencia de «maestros del galimatías» como Hegel o Fichte, Schopenhauer fue un excelente escritor y su lectura puede proporcionar momentos de gran placer. Detestaba la parafernalia y el papanatismo del mundo académico, especialmente a los profesores de filosofía (gusanos que se alimentaban del cadáver del filósofo), pero amaba a Platón y Kant y se consideraba curado, gracias al segundo, de fantasmagorías del primero. Creía que los hombres habitan dos mundos: uno dominado por la razón suficiente, el otro libre de la tiranía del límite y la causalidad.

Fiel a su padre, comerció con las Indias orientales, pero no con especias sino con ideas. Ideas que llegaron escritas en latín de la mano de un francés. La versión de las Upanisad de Anquetil Duperron le impresionó profundamente. Llegó a confesar que fue la más gratificante y conmovedora de sus lecturas, que había sido el consuelo de su vida y lo sería de su muerte. Se trataba de una traducción del persa al latín que probablemente utilizaba la versión encargada por Dara Shikoh. Un triple desplazamiento (sánscrito-persa-latín-alemán) que inevitablemente dejaba muchas cosas en el tintero y suscitaba muchas otras. Hecho que no le impidió que tratara con sospechas, por su sesgo teísta y europeizante, las traducciones directas posteriores de Colebrooke y Roy. En 1816, mientras escribía El mundo como voluntad y representación, tuvo por primera vez contacto con este clásico de la literatura hindú y en la segunda edición de su gran obra encontramos ya adiciones y enmiendas que dan cuenta de sus avances en indología. Había tesis fundamentales que casaban bien con el vedānta: la unidad fundamental de lo real, la representación como proyección de apariencias espacio-temporales (culminación del kantismo: cuyos a priori reducía a espacio, tiempo y razón suficiente) y la realidad de un deseo ciego (llamado voluntad, al hilo del conatus spinoziano) que no conoce propósitos ni direcciones y que convierte la historia en un sinsentido (en oposición a Hegel y, posteriormente, a Marx). La realidad que vemos no es la verdadera y todas las diferencias que observamos corresponden a una misma entidad que las trasciende: la voluntad. El filósofo lo ilustra con una representación teatral. Los personajes se muestran antagónicos en el escenario, pero –una vez terminada la función– vemos que todos comparten una misma esencia, constatando lo ilusorio de aquella individualidad. Schopenhauer fue uno de los primeros en advertir el paralelismo entre las doctrinas brahmánicas y las platónico-kantianas. La cosa en sí era, por supuesto, la voluntad, que asociaba con el concepto de brahman-atman, mientras que los fenómenos tenían una condición ilusoria asociada con el concepto de maya. Pero hay al menos dos diferencias fundamentales. En primer lugar, mientras en Schopenhauer la voluntad domina sobre la representación (que es su instrumento), en la filosofía india, que es una filosofía de la cultura mental, lo contrario es posible. En segundo lugar, esa esencia compartida, unidad de todo lo real, en Schopenhauer es negativa, ciega y avasalladora (ante ella sólo caben recetas luteranas: reprimir todo deseo o pasión), mientras que en las Upanisad se trata de un principio magnético y atractivo. No obstante, a pesar de lo simplificadoras que puedan resultar algunas de sus asociaciones, tienden a subrayar aquello que comparten ambas tradiciones: que la mente nos induce a ver los fenómenos de un modo velado y que el sabio es capaz de rasgar ese velo (aunque Schopenhauer no ofrezca instrucciones al respecto).

En el ámbito de estas particulares asociaciones, la voluntad cósmica fue para Schopenhauer un principio inmanente y no trascendente, que se correspondía con la naturaleza primordial del sāmkhya. Una energía ciega contraria al espíritu puro, el testigo (purusa). Y es precisamente en esa «contrariedad», en esa oposición no resuelta, donde el filósofo revela que es hijo de su tiempo y del luteranismo. El apego por las cosas del mundo, que los budistas identificaban con el concepto de upadana, equivalía a su «voluntad de vivir», mientras que el karma suponía una voluntad individual sin intelecto. Sin embargo, el filósofo estaba convencido de que «por las venas del cristianismo corría sangre india» y que el conocimiento de la literatura sánscrita permitía acercarse más cabalmente al cristianismo. Y en cierta ocasión mencionó que albergaba la esperanza de que la sabiduría india produjera un cambio y una reorientación radical del pensamiento europeo. Sea como fuere, nunca consideró estas ideas como influencias o antecedentes históricos (del despliegue del Espíritu, digamos) sino como verdades perennes que no conocen las restricciones de épocas o geografías. Duperron creía, como él, que los sabios de todas las épocas habían dicho lo mismo y por supuesto él era uno de ellos. Nunca tuvo ningún rubor en afirmar que tanto Eckhart como Buda enseñaban lo mismo que él.

Schopenhauer fue para algunos de sus contemporáneos el gran sacerdote de la religión atea. Un santo que predicó la castidad y renunció a las trampas del deseo. Se había acercado al budismo al constatar la «maldad del mundo», en una época de su vida en la que el mundo le parecía miserable y fugaz, la creación de un demonio que se deleita con el sufrimiento de sus criaturas. Ante las visitas le gustaba presentarse como budista. Sakyamuni le parecía el único que había comprendido la esencia del mundo, y en su estudio mandó colocar una estatua de Buda, que hizo dorar en oro de la mejor calidad y encargó tallar una peana para sostenerla. De hecho, el llamado «buda de Fráncfort» mostró una genuina disposición a incorporar conceptos indios para ilustrar su propia filosofía. Frente a la habitual celebración del progreso y el racionalismo, era muy consciente de que el intelecto estaba al servicio de la voluntad (en esto seguía a Hume) y de que la razón también podía ser una fuerza ciega, obsesionada por el control que ejercen la ciencia y la tecnología.

Dicho esto, hay que reconocer que Schopenhauer no acabó de entender cabalmente el budismo. Cometió el desliz de considerar el nirvana como una especie de extinción, una nihilización de la realidad que casaba bien con su natural pesimismo. Precisamente en una época en la que el pesimismo fue la gran acusación contra el budismo, fundamentalmente porque prescindía del paraíso o lo rebajaba a lugar de paso. En este sentido, los parecidos con su filosofía son superficiales o simplemente malentendidos. En Schopenhauer no hay mención alguna a la gracia o a la cultura mental, dos aspectos fundamentales del budismo. El filósofo creía que el mundo como sueño de la voluntad era una pesadilla e identificaba la existencia misma con el sufrimiento. Al ser humano más le valdría no haber nacido. Nada más alejado del budismo, para el que la vida humana constituye una plataforma inmejorable para el logro del despertar. El mundo que habitamos no es una colonia penitenciaria, está trufado de budas y bodhisattvas que ejercen continuamente su actividad compasiva, hay remansos de paz y espacios purificados, «campos de Buda» donde el logro del despertar resulta accesible. En el universo de Schopenhauer no existen ese tipo de «espacios», es un mundo acosado por el dolor, el aburrimiento y la angustia, amenazado por toda clase de catástrofes y enfermedades (visión frecuente en rentistas y funcionarios). Frente a esa perspectiva que equipara ser y padecer, el budismo sostiene que cada ser vivo lleva inscrita la naturaleza de buda, la promesa del despertar, el logro de un estado de la mente donde no tiene cabida el sufrimiento. La representación puede imponerse a la voluntad.

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