IV
Sí, en cierto modo, la traducción ha rescatado a la literatura de la muerte o la inexistencia. Desde un punto de vista filosófico, Juan Arnau ha llegado a afirmar que la traducción cartografía el espacio literario, creando la holgura y abonando oportunamente el terreno en el que dicho espacio crecerá. Nolens volens, el texto traducido ha sido incluso el origen de varias tradiciones literarias. «Algunos ejemplos: la literatura tibetana surgió de la necesidad de traducir los textos budistas sánscritos, el primer poema extenso en latín fue una traducción del griego, la traducción alemana que hizo Lutero de la Biblia contribuyó de forma decisiva a la formación del alemán moderno, las primeras obras de la literatura castellana, las de Gonzalo de Berceo, son traducciones, más o menos fieles, de obras latinas, son latín romanceado. La primera obra de la literatura eslava es una traducción de los Evangelios» (Arnau, 2008, p. 127).
Aprovechando las tesis de Curtius, según las cuales el origen de los términos genéricos romance y roman se halla vinculado al concepto de romanzar —es decir, al hecho de traducir del latín a las lenguas vulgares—, Ricardo Piglia sugirió en una serie de conversaciones con Juan José Saer que el género novelístico nació ligado a la traducción y a la posibilidad de expandirse en idiomas distintos: «La novela, entonces, es el primer género verdaderamente internacional, el primer género que nace para ser leído en todas las lenguas y en todas las versiones, para llegar a todos los lugares y a todos los lectores. Por eso, podríamos decir que la primera novela es el Quijote, donde la traducción está implícita, y la última es el Finnegans Wake, que aspira a estar escrita en todas las lenguas —aunque su sintaxis es inglesa— y ya no es una novela porque no se puede traducir» (Piglia, 2015, p. 89).
Se traduce porque se escribe, se escribe porque se traduce. El lenguaje anula al propio lenguaje, convertido al instante en imágenes mediante la comprensión. En cierto modo, la traducción es un género literario de contrabando (san Jerónimo, santo patrón de los traductores, también fue uno de los primeros en protestar contra los copistas negligentes), pues trafica con artículos lingüísticos, nubla, traslada o modifica el sentido, altera el mercado, contaminándolo con nuevas palabras, formas y flujos sintácticos. Y, por supuesto, traspasa y cruza fronteras, burlando las aduanas de la gramática y la academia: «Walter Benjamin pensaba que los únicos verdaderos renovadores de la lengua literaria son los traductores, porque, al hacer que su propia lengua suene a otra sin dejar de significar por sí misma, tensan la sintaxis y provocan la regeneración de los campos semánticos. Tuvo razón, cuando menos, en un sentido: toda traducción es, en realidad, una parodia del original y la tensión escritural de la parodia es mucho más alta que la de la tragedia» (Enrigue, 2006, p. 122).
V
Ideológica de suya, la traducción explica, adapta, parodia, mejora, confunde, vacila entre la exactitud y la fidelidad, se convierte en la barra que separa el binomio literatura/literaturas. Asimismo, renueva las energías de lo verbal al tiempo que acusa los condicionamientos sociales que determinan los cambios del lenguaje y aun de la propia sensibilidad del momento histórico. Tanto es así que Manuel Borrás, desde el ámbito editorial y en calidad de fundador y director de la editorial Pre-Textos, ha incidido en la importancia de renovar de manera periódica las traducciones clásicas: «Tengo para mí también que todo clásico debería traducirse por lo menos cada quince años a fin de acercar la sensibilidad de la época de ese autor a la sensibilidad de la nuestra sin por supuesto desnaturalizar el “clima” de la obra, pues de todos debería ser sabido que tanto el uso como la sensibilidad de una lengua varía con el tiempo» (García, 2002). Factores como la inteligibilidad o la servidumbre han condicionado la naturaleza de un texto traducido, así como la apropiación de un precursor por parte de un autor o movimiento literario: «Anna Balakian observa que no pocos movimientos se apropian a escritores pretéritos como precursores y portaestandartes, remodelándoles a su guisa; por ejemplo, los presurrealistas afiliados por André Breton. O William Blake, cuyo lenguaje dieciochesco se convierte en manos de Gide y de otros traductores, entre 1922 y 1947, en el de un poeta francés de la línea de Rimbaud y Jarry» (Guillén, 2005, p. 322). La traducción traiciona épocas, ritmos, sintaxis, gramáticas, literaturas nacionales. Habita un delicado territorio a medio camino entre la falsificación y el contrabando: «Las novelas de Onetti no existirían sin las versiones de Faulkner hechas en los cuarenta en La Habana y Buenos Aires» (Cohen, 2016, p. 44). En realidad, ejerce una gran fuerza sobre la lengua de destino, en la que cuela de matute géneros, usos e inflexiones; y erosiona, puliéndola, nuestra dicción: «Al leer una traducción, la sintaxis extranjera se cuela inadvertidamente en nuestra inteligencia, de modo que podemos vernos impelidos a reordenar eso que parece fuera de lugar o simplemente asimilarlo» (Arnau, 2008, p. 77).
Una extraña cualidad define a las buenas traducciones, caracterizadas por liberarnos del lenguaje que nos conforma habitualmente, instalando al lector en la ilusión de que vuelve a leer por primera vez. De que las frases pueden trabarse de otro modo: «Como a los poetas, en suma, a los traductores les caben las prerrogativas del desconocimiento y la imaginación. También, como a aquellos, les competen dos tareas: desmontar los ángulos muertos del idioma y forzar al lenguaje a cobrar vida a partir de la conciencia de su propio vacío» (Negroni, 2016, p. 118).
No debería desdeñarse la influencia de este vacío en las escrituras contemporáneas, especialmente en el campo narrativo. En una época en la que el lector tiene a su disposición obras traducidas desde las más diversas lenguas, resultan a menudo inapreciables las diferencias entre la prosa de un autor serbio, de un japonés o de un estadounidense nacido en una reserva india. A mayor abundamiento, y preguntado por el tipo de español empleado en sus libros, Patricio Pron, escritor argentino afincado en España, ha aludido directamente a este factor, capaz de sintonizar con un tipo de sensibilidad intrínseca a esta época: «No establezco distinciones entre lengua de escritura y cotidiana; sin embargo, me interesa mucho la “transparencia” de las buenas traducciones, que dan la impresión de “colgar en el aire” y de no pertenecer a ningún sitio, que es, por otra parte, mi situación personal» (Billar de letras, 2014).
Cumple detenerse en tal cualidad transparente del lenguaje traducido, en su maleabilidad a la hora de adaptarse a una u otra tradición literaria, a distintos paisajes culturales y sus respectivas representaciones. Más allá del sueño de la máquina traductora y del posmodernismo ubicuo que desprecia formas e identidades, parece existir un territorio en el que el lenguaje conecta con un cierto tipo de sensibilidad, que apela a la transparencia y a la naturaleza imagista del discurso, evita la oscuridad gratuita y disfruta con la reproducción de diferentes hablas: «La observación de que yo y el otro somos, cada uno, una pequeña multitud toca las fibras nerviosas del arte de traducir, del oficio del traductor, y me parece que, al tiempo que intensifica los dilemas, las responsabilidades, las perplejidades, abre una rendija de libertad» (Cohen, 2016, p. 38). Dicho fenómeno de homogenización lingüística, sin duda propiciado por la situación del mercado editorial de España en los últimos cuarenta años, periodo en el que se ha multiplicado el número de obras extranjeras traducidas, se acompaña de una acentuada tendencia que Andrés Ibáñez ha definido con acierto: «Me da la impresión de que en los últimos treinta o cuarenta años el estilo literario se ha aligerado y desnatado mucho, y que lo que en los setenta nos parecía suelto y casual hoy nos parece casi tan denso como el encaje. Noto el mismo fenómeno en muchos autores de aquella época que me parecían dotados de un estilo “transparente», como Ignacio Aldecoa por ejemplo, y que al leerlos hoy me asombran por la riqueza y la complejidad de su tejido verbal» (Ibáñez, 2011). Es posible entonces percibir una cierta desconcentración del estilo literario, como si éste, en el mejor de los casos (ya que cabría estudiar las múltiples causas y consecuencias de esta tendencia), hubiera optado por soltar lastre, por aligerarse, por buscar un tono más traducible, es decir, más transparente y fluido: «La literatura sólo existe en las literaturas concretas que se expresan en lenguas distintas; la diversidad babélica se encamina hacia una fluida reunión a través de la traducción» (Gnisci, 2002, p. 10). Y, sin embargo, paradójicamente, «no pocos pensamos que si la literatura tiene un futuro, será gracias a un abultado depósito de libros intraducibles o, por supuesto, para nosotros los traductores, aparentemente intraducibles» (Cohen, 2016, p. 42).
VI
En una sociedad para la que la identidad personal consiste en un devenir continuo, selectivo y transferible, no es de extrañar que un escritor elija voluntariamente la tradición a la que quiere pertenecer, y eso sin necesidad de caer en el pastiche o la parodia. El escritor moderno, al igual que el sujeto moderno, no puede sino sentirse —cada cual a su manera— autónomo, libre y creador: «La nueva estructura moderna, que sustituyó a la anterior, opuso a la idea de un modelo ya terminado en el pasado la idea opuesta del progreso y la libertad del sujeto creador. Ahora bien, las cualidades del prototipo como modelo, dentro de la imitación moral, se desentienden de los presupuestos premodernos y armonizan con naturalidad con el nuevo escenario creado por la modernidad, por cuanto el prototipo es un ser moral y libre, susceptible de evolución, cambio y progreso, como el sujeto moderno, y distinto, en cambio, de la fijeza, perfección y estatismo del modelo premoderno» (Gomá, 2005, p. 474). La transparencia inherente al lenguaje de la traducción lo consiente. Vincular a un autor con otros por razón de su lengua o espacio geográfico resulta de todo punto injusto, irrelevante y probablemente desorientador. Análoga a la figura del traductor/contrabandista, el escritor falsamente adscrito a una literatura nacional puede poner en circulación mercancía falsificada que hace pasar por legítima. O no. Dos casos recientes ilustrarán esta deriva. Dos libros de cuentos publicados en España: Cuentos rusos, de Francesc Serés (Mondadori, 2011) y El perfume del cardamomo. Cuentos chinos, de Andrés Ibáñez (Impedimenta, 2008), ambos escritos, con magníficos resultados, desde dos tradiciones y sensibilidades —la china y la rusa— aparentemente ajenas y muy distantes a la lengua en la que fueron expresadas. Pero también con mecanismos y recursos muy disímiles para lograr un mismo objetivo: hacer literatura rusa y china en lengua española, ser literatura en apariencia traducida y transparente.