POR CRISTIAN CRUSAT

Es un hecho que el concepto de literatura nacional despierta actualmente, y con justicia, innumerables sospechas y controversias. Los departamentos universitarios de lenguas y literaturas nacionales —de civilizaciones, en la jerga burocrática francesa— se hallan en franco declive. En su lugar se crean departamentos de estudios europeos y culturales. Pero lo que sigue en juego es esencialmente lo mismo: la identidad. Identidad y migraciones, o identidad e interculturalidad. Algo parecido sucede con la enseñanza de lenguas extranjeras, una materia en la que suele obviarse que la gente ha hablado varias lenguas desde que el mundo es mundo y que, probablemente, pocas épocas hayan sido tan fluidas, vagabundas y plurilingües como la Edad Media, cuando los goliardos y los alumnos de mala reputación poblaban los caminos de las incipientes naciones europeas. No obstante, en el teórico espacio Schengen de la cultura contemporánea predomina todavía una mirada geopolítica sobre la literatura. Como afirma la escritora Dubravka Ugrešić, nacida en Zagreb en 1949 —exciudadana por lo tanto de la República Federal Socialista de Yugoslavia—, semejante visión determina la invariable existencia (y preeminencia) de «[…] grandes literaturas que llevan la carga de los valores universales, y pequeñas literaturas de las que se espera que en su hatillo lleven sus particularidades locales, regionales, étnicas, ideológicas y otras» (Ugrešić, 2009, pp. 179-180). En este vaivén entre lo universal y lo local, sin duda, la identificación nacional sigue alzándose como señuelo estético y como código de comunicación comercial en materia literaria. A nadie se le oculta que las librerías y bibliotecas que aún sobreviven se rigen por este funcionamiento. Peor aún, el futuro de la literatura, por extraño que parezca, le pertenece al escritor de provincias: es el único capaz de reunir a un grupo de personas remarcable en una presentación de libros y, lo que parece aún más difícil, de hacerles comprar un ejemplar; hasta de concurrir con serias y fundadas posibilidades a un premio de la crítica convocado por cualquier gobierno autonómico. La etiqueta patria y territorial, en opinión de Ugrešić —quien hoy en día posee pasaporte neerlandés y escribe en la lengua que se denomina croata o serbocroata, según las traducciones o las editoriales en las que se publiquen sus obras— es, al mismo tiempo, el requisito básico de la anticuada institución de las literaturas nacionales y la norma en el mercado literario moderno. En cierto modo, se trata de un cómodo atajo desde la periferia al centro: «Porque la identidad y el tráfico con identidades es una fórmula comercial comprobada que ha lanzado a muchos autores periféricos, con razón o sin ella, al mercado literario global. Porque el mercado siempre necesita a un búlgaro, a un serbio, a un croata y a un albanés. A uno. Más, desconciertan» (Ugrešić, 2009, p. 163). En resumen: el concepto de literatura nacional es como un yogur caducado que aún puede (y debe, aconsejan algunas organizaciones) ser consumido preferentemente.

 

II

Con todo, el mapa de la literatura internacional es mucho más complejo que el esbozado en las líneas precedentes. Una de las propuestas teóricas más afortunadas en los últimos tiempos ha sido la formulada por Pascale Casanova, en cuya obra La República mundial de las Letras, publicada originalmente en francés en 1999, recupera la noción de «república literaria» en favor de una historia de la literatura internacional, autónoma del tiempo histórico y recorrida por permanentes desafíos, tensiones y desigualdades; en suma, una historia encarnada en los mismos escritores, los cuales se convierten en estrategas de su propia posición en el interior del campo literario, en congruencia con las aportaciones sociológicas de Pierre Bourdieu. Al poner de nuevo en circulación la idea de «república», Casanova alude a la naturaleza dialógica y humanística que distinguía al concepto de Respublica litterarum, acuñado en 1417 probablemente por Francesco Barbaro, uno de los discípulos venecianos de Petrarca de la segunda generación (Fumaroli, 2013). Por lo demás, el concepto rescatado por Casanova tampoco elude el carácter conflictivo y discordante de la República literaria atribuida a Diego de Saavedra Fajardo a principios del siglo xvii. De un modo irremediable, las disputas, invectivas y querellas se suceden en una república en la que, por consiguiente, el factor económico resulta decisivo: de ahí la pertinencia en el libro de Casanova de conceptos tales como «bolsa de los valores literarios», «mercados verbales», «guerras invisibles» o «riqueza inmaterial», toda vez que el valor de una obra artística o intelectual se determina realmente por medio de su relación con otras obras, un proceso a resultas del cual la lógica cultural se desenvuelve como una auténtica lógica económica de transmutación de valores; un aspecto, por otra parte, sobre el que han insistido atinada e influyentemente Pierre Bourdieu o Boris Groys.

Entre las principales actividades generadoras de capital y de valor literario se encuentra sin duda la traducción, puesto que el traductor actúa como intermediario (incluso como impulsor por cuenta propia de dicho intercambio) y como creador del valor de la obra; en la senda de lo propuesto por Goethe en torno a la Weltliteratur (es decir, «literatura del mundo», con todas las acepciones que ha suscitado este término), el traductor es un mediador que promueve el comercio espiritual. También se alza la traducción, en paralelo a estas consideraciones, como la gran institución de consagración. La trayectoria de William Faulkner, sin ir más lejos, hubiera sido distinta de no haber sido reconocido y traducido en Francia. Y, sobre todo, la traducción constituye la principal vía de acceso al universo literario para todos los excéntricos: la ciudad de París y las traducciones al francés consagraron a autores que, como James Joyce, Danilo Kiš o Jorge Luis Borges, encontraron su lugar tras verse constreñidos o directamente censurados entre los márgenes de sus respectivas literaturas nacionales (Casanova, 2001, p. 174). A este respecto, cumple recordar la figura de Jorge Luis Borges y sus anhelos de subversión canónica, pues para él la traducción no consistía en una disciplina subsidiaria o derivada de la literatura, ni tampoco era una extensión o una secuela puramente contingente. Muy al contrario: «La traducción es la literatura, o al menos encarna ese laberinto problemático en el que Borges convierte a la literatura» (Pauls, 2004, p. 110). Así, el modelo de la traducción se alzó en Borges en un auténtico método a la hora de escribir ficción narrativa y de poner en práctica sus particulares traslaciones de contextos, omisiones y guiños a la historia de la literatura (y a la literatura nacional), así como su característica desestabilización de las jerarquías y su acreditada creación de precursores. En definitiva, el goce de la lectura y la glosa: «El mundo ya está hecho, dicho y escrito. […] El mundo es un gigantesco espacio de almacenamiento. Las cosas que lo poblaron —tigres, laberintos, duelos, calles, libros, siglos, voces— tienen la inanidad, la presencia quieta y la disponibilidad de las existencias de un stock. A ese stock, ese mundo-stock, Borges lo llama «tradición», y a veces directamente lenguaje» (Pauls, 2004, pp. 113-114). El relato «Pierre Menard, autor del Quijote» ilustra con claridad la intuición borgesiana del texto como mecanismo de producción de significados ad infinitum. Cada lectura, cada traducción lo actualiza nueva e irremediablemente.

 

III

La antigua aspiración de una lengua universal en la que el significado no dependiera de los rasgos constitutivos de una cultura ha permanecido siempre vigente, manifestada mediante los proyectos de la «máquina de pensar» de Ramon Llull o el «idioma analítico» de John Wilkins (referidos ambos en la propia obra de Borges), la parodia del «filósofo universal» ingeniada por uno de los delirantes inventores de Juan Rodolfo Wilcock en La sinagoga de los iconoclastas o, en un orden menos divertido, por la desaforada ideología capitalista, unitaria y transnacional: «Desde este punto de vista, la traducción no sólo deviene en ejercicio útil, deseable, sino en un imperativo: las barreras lingüísticas son obstáculos a la libre circulación de mercancías (“comunicación” es un eufemismo de comercio) y por ende deben ser superadas» (Sontag, 2007, p. 383). Una de las derivas de esta aspiración ha sido la de producir una literatura mecánica, una literatura que no requiera la intervención del autor
—tendencia que ha explorado Patricio Pron en El libro tachado. Prácticas de la negación y del silencio en la crisis de la literatura (2014)— y entre cuyas expresiones pueden contarse ejercicios como las contraintes del Oulipo y los procedimientos de Raymond Roussel que le sirvieron de antecedente a este grupo, o incluso el «golf language» de Nabokov, por no hablar de las nuevas formas de producción y circulación de los textos en la era de Internet (Pron, 2014, pp. 13-15). Se trata de una literatura nacida del rechazo a su augurada muerte, agobiada y espoleada ante su propio fin, el cual se anuncia y sin embargo aplaza sine díe. Y, al igual que el hombre ha imaginado máquinas de pensar y de escribir, también ha concebido y creado máquinas de traducir en el seno de la fronteriza república literaria, entre ellas el traductor de Google, uno de los últimos y mejores ejemplos de la persistencia del viejo modelo universalista y de los nuevos desafíos a los que se enfrentan la literatura y el ejercicio de la traducción, disciplina indisociable asimismo de la muerte: «En su origen (al menos en inglés) la traducción versaba sobre la mayor diferencia de todas: la diferencia entre estar vivo y muerto. Traducir es, en sentido etimológico, transferir, eliminar, desplazar. ¿Con qué fin? Con el de ser rescatado, de la muerte o extinción» (Sontag, 2007, pp. 376-377).

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