VII
Tantos los paratextos incluidos en Cuentos rusos, de Francesc Serés, como en El perfume del cardamomo. Cuentos chinos, de Andrés Ibáñez, delatan la relevancia de la traducción en la escritura de ambos libros, en cuyos prefacios y notas ambos autores explotan la fértil constelación de asociaciones vinculadas a la idea de traducción, la cual se presta cómoda e inevitablemente a la extensión, la metáfora, la falsificación o la impostura. «Como dice Anastasia Maxímovna, todo es traducible, hasta la lengua, hasta la literatura», afirma Francesc Serés en «Algunas notas sobre la antología», el texto que sigue al prefacio de la propia traductora y que antecede al corpus textual de los cinco autores que integran la antología, los cuales forman parte de «[…] una de las muchas corrientes subterráneas de la ficción rusa de los últimos cien años» (Serés, 2011, p. 20). Los textos de Cuentos rusos, seleccionados por el propio Serés junto a la traductora Maxímovna, narran, mediante formas disímiles, distintas etapas de la historia del último siglo, «[…] desde aquel supuesto principio de los tiempos que es el siglo xix hasta las líneas aéreas de bajo coste» (Serés, 2011, p. 21). Según reconoce Maxímovna, el arduo trabajo de recuperación de algunos textos no hubiera sido posible sin la colaboración ni el apoyo del departamento de Literatura Contemporánea de la Universidad de Nizhni Nóvgorod. En conjunto, el libro conforma una hábil, inteligente y juguetona revisión del pasado de este país, así como de una decidida apuesta por la autonomía de la literatura y de sus desvaríos ideológicos. Al mismo tiempo, este libro prolonga y da continuidad, desde un nuevo e insospechado ángulo, a algunas de las principales preocupaciones de Francesc Serés. Pues éste, y ningún otro, es el verdadero autor del libro. La dizque Anastasia Maxímovna no existe. Todo lo que dice en su prefacio es mentira, es literatura creada por Serés; como la sugerente evocación de la infancia de Maxímovna en los años noventa del siglo xx y de los hornos cercanos a su casa en los que se fundían las estatuas de Stalin que llegaban desde todos los pueblos y ciudades de la moribunda Unión Soviética. Y los autores antologados serían, como mucho, fugaces heterónimos de Serés, capaz de desdoblarse en una caterva de voces y estilos. Mediante un sofisticado juego metaliterario —heredero de esa estirpe que reúne a Cide Hamete Benengeli o a Jorge Luis Borges—, Serés dispone un tapiz en el que «traducción» y «antología» no son sino anzuelos para atrapar la atención del lector. Además, una breve biografía precede a los textos de cada autor, componiendo Serés, al mismo tiempo, una brevísima galería de vidas imaginarias en las que caben la sátira y las bromas privadas. Sin ir más lejos, la presunta Ola Yevguénieva, nacida en Osinovaya Roscha en 1967, de la que se incluyen cuatro textos, es la autora de obras como Noches blancas, días grises o La Perspectiva Nevski podría ser demasiado corta, en clara e irónica alusión a Dostoievski y Gógol (y de paso al músico Franco Battiato). Ya sean bolcheviques, ciudadanos de la URSS o de la contemporánea Rusia, los personajes se enfrentan a las mismas encrucijadas y problemas que asoman en gran parte de los libros de Serés: la compleja relación entre el mundo urbano y el mundo rural (y en especial las transformaciones sociales y la paulatina desaparición de este último) y, sobre todo, la narración —amalgamada con el ensayo y apoyada asimismo en técnicas y formas propias del periodismo— de las tensiones inherentes a un sistema económico tan injusto como perversamente impredecible, a un orden basado en el sometimiento de amplios sectores de la sociedad y aun del planeta: «Cuando me fui de Zaidín, empezaban a llegar los rusos, lituanos, letones, polacos, rumanos y búlgaros para las labores de recogida de fruta. Ahora que Zaidín para mí es una tierra lejana y que poco a poco he ido escribiendo todo lo que tenía que escribir sobre mi pueblo, Zaidín también es un poco ruso» (Serés, 2011, p. 20). Significativamente, algunos años después de publicar Cuentos rusos, Serés ha dado a la imprenta un magnífico libro a medio camino entre la narración, el reportaje y el libro de viaje, La piel de la frontera (2015), donde traza la actual fisonomía social de las comarcas aragonesas y catalanas del Bajo Cinca y el Segriá, sembradas de casetas de uralita y tiendas de campaña en las que se refugian temporeros argelinos, marroquíes, cameruneses, rumanos o ucranianos: «La teoría está muy bien, pero nunca llega hasta aquí. Teorizamos y leemos los metros de estantería de antropología postmoderna que haga falta, nos hacen tragar la sociedad líquida, la pluriculturalidad y todos y cada uno de los neologismos que se acuñan, pero después un hombre te da el pasaporte que lleva dentro de los pantalones envuelto en una bolsa de plástico sudada, una bolsa que apesta porque el sudor apesta, la ropa apesta, y la hierba y los campos apestan. Y la teoría falla donde la camisa sudada se pega a la piel, dos mosquitos buscan agujeros entre las fibras para llegar a la piel. Y toda la teoría y las buenas intenciones la cargan dos muchachos que van casi desnudos por la vera del camino del río con un fardo de cañas talladas en la cabeza para hacerse una cabaña, desde Mali hasta Alcarràs, ésa es la conclusión, aún no lo sabemos, pero desde Mali hasta Alcarràs la distancia es mínima. No hay teoría, porque no cabe, no hay distancia y la conclusión es clara: mañana podemos ser nosotros quienes carguemos las cañas, y también llevaremos una nube de mosquitos que no nos dejará vivir» (Serés, 2015, p. 80).
VIII
Frente al artificio ingeniado por Francesc Serés en torno a la autoridad y legitimidad del texto traducido, El perfume del cardamomo. Cuentos chinos, de Andrés Ibáñez, nace como un sincero homenaje a un sistema poético y a las traducciones de esa literatura en concreto: «Tengo que aclarar que en ningún momento he intentado hacer un “pastiche”. Los que hacen pastiches se sienten, por lo general, más inteligentes que sus modelos» (Ibáñez, 2008, p. 148). Obviamente, hablar de traducción de literatura china en España es hablar de Marcela de Juan, estimadísima traductora y antóloga de algunos de los principales recuentos de poesía y de cuentos de China. Marcela de Juan, cuyo verdadero nombre era Ma Ce Huang (1905-1981), nacida en La Habana y de padre mandarín y madre belga, reconoció siempre la naturaleza poco menos que imposible de su labor, a pesar de lo cual hoy, todavía, ésta continúa siendo ineludible y de absoluta referencia. Uno de sus méritos fundamentales fue su capacidad para transmitir la reputada cualidad imagista de la literatura china, de carácter parejo a la que Ezra Pound había descubierto y, en lo sucesivo, buscado en otras tradiciones poéticas y cultivado en sus propios libros: «Su programa era “el tratamiento directo de la “cosa”, sin moralizaciones ni comentarios, una poesía en la cual cada palabra era esencial y los versos estaban organizados según frases musicales» (Weinberger, 2012, p. 139). Musicalidad, concreción y una especial sensibilidad son algunos de los atractivos de esta literatura que en el siglo xx despertó el interés de un gran número de poetas, especialmente entre los norteamericanos —Pound, Snyder, Williams, Zukofsky…—, quienes descubrieron un nuevo tono expresivo y, en cierto modo, «inventaron» una tradición vanguardista: «Ese tono es la música de la poesía y la prosa chinas, esa mezcla incomparable de lirismo, melancolía y un súbito sentido práctico de las cosas» (Ibáñez, 2008, p. 148). Como en un collage o en una tarea de montaje cinematográfico, la poesía china transmitía la sensación de «saltar» de una palabra a otra, de un verso al otro, mientras «[…] dejaba que el lector supliera las transiciones» (Weinberger, 2012, p. 162). Una poesía clara y directa, encantadora y sexual, hermética y concreta, anecdótica y reflexiva. Así, su característica panoplia de emociones y sentimientos, de alcance universal, atrajeron a un sinfín de lectores a las traducciones de literatura china, donde las delicadas yuxtaposiciones de sentido se refuerzan mediante poderosas imágenes: «Me fascina la cualidad imagista de esta literatura, la capacidad de los poetas chinos de hace dos mil años para inventar imágenes frescas y vibrantes y para mirar el mundo con los ojos y no con la mente. Me fascina la música de la prosa china, la forma en que una frase se enlaza con la siguiente, la elegancia con que se hacen contrastar dos frases, aparentemente inconexas, dentro del mismo párrafo, las suaves violencias que nos traen estos textos traducidos» (Ibáñez, 2008, p. 148). Amén de reconocer que no buscaba mediante la escritura de sus cuentos ningún tipo de exactitud antropológica o histórica, Ibáñez pondera, al tiempo que lo hace suyo, el particular lenguaje empleado en las traducciones clásicas de literatura china, en cuyas ambigüedades y licencias semánticas insiste a fin de adaptarse a ese estilo en lengua española: «Por cierto, he usado a menudo esa ambigüedad de las traducciones antiguas, que no tenían pudor en transformar, por ejemplo, una casa china en un cortijo, un mandarín en un duque o un dumpling en una empanadilla. Los traductores modernos siguen empeñándose, por ejemplo, en llamar “vino” al licor de arroz» (Ibáñez, 2008, p. 148). Ibáñez, en consecuencia, sacrifica los inevitables travestismos e incongruencias culturales en aras de un estilo espontáneamente traducido y, en suma, sugerente al oído y sensual. No desdeña tampoco la intermediación literaria de Italo Calvino o Jorge Luis Borges en lo referente a las formas breves y fantásticas, convertidas a veces en trampantojos metafísicos, como sucede en el sucinto texto titulado «El tigre y el dragón»: «El dragón contempla el mundo desde lo alto de las nubes. El tigre duerme tranquilo a la sombra de una acacia. Un pájaro azul cruza los aires. ¿Es el sueño del dragón, que desearía ser capaz de descender a la tierra, o el sueño del tigre, que desearía ser capaz de alcanzar los cielos?» (Ibáñez, 2008, p. 74). Por extraña o lejana que parezca, la voz china que adopta Ibáñez en este libro no se desvía en absoluto de la senda hollada por su talento literario. Dueño de una prodigiosa habilidad para reproducir hablas, jergas y estilos, Ibáñez extremará este recurso en su novela Brilla, mar del Edén (2014), donde sucesivas historias entrecruzadas e inspiradas en las obras de Roberto Bolaño o Haruki Murakami darán cobijo a un fraseo indistinguible de esos autores, por no mencionar muchas otras evidencias de este fenómeno, entre ellas las inflexiones y expresiones propias del habla madrileña de Juan Barbarín, su narrador principal. Eduardo Lago se ha referido a esto como el «aspecto translingüístico» del proyecto de Andrés Ibáñez (Lago, 2014), quien nunca ha dejado de insistir, exponiendo sus argumentos en distintos artículos y ensayos, en la necesidad de que la literatura escrita en español se desembarace de la rémora culterana, abandone la oscuridad y abrace definitivamente la claridad y la transparencia: «No pretendo defender una estética o una poética. Creo que el problema es mucho más grave que una mera cuestión de escuelas literarias. Creo que la literatura española, especialmente la prosa novelesca, aunque también la poesía por otras razones, está en un punto muerto del que no sabe salir porque no se resigna a ser verdaderamente moderna, a renunciar a esa obsesión adolescente con las sorpresas verbales que hace que la mayoría de nuestros novelistas escriban libros ilegibles y tediosos por culpa de una creencia que identifica a la verdadera literatura con el esfuerzo y la oscuridad gratuitas» (Ibáñez, 2014).
IX
A tenor de lo enunciado en los fragmentos anteriores, quedan claros, al menos, dos hechos. Por un lado, que los libros de Serés y de Ibáñez se acomodan, ilustrándolo inmejorablemente, al término propuesto por Claudio Guillén en un ensayo sobre los comienzos de las literaturas nacionales —esos auténticos mundos en formación—: se trata de lo que él denominó «lengua portadora de literatura». Frente a una literatura que reflejara y promoviera una pretendida identidad nacional, Guillén (2007, p. 300) prefiere el sintagma «lengua portadora de literatura» (o incluso portadora de valores literarios); en congruencia con lo declarado por Octavio Paz, no se clasifica a un escritor por su nacionalidad o su lugar de nacimiento, sino por su lenguaje (Guillén, p. 300), con más motivo aún al tratarse de textos, como en el ejemplo de Serés e Ibáñez, que erosionan voluntariamente las fronteras sintácticas por medio de un estilo traducido. Elaborando una sencilla paráfrasis puede afirmarse que el español se convierte en una lengua portadora de literatura (rusa y china) gracias a Cuentos rusos y El perfume del cardamomo. Cuentos chinos.
Por otro lado, la traducción confirma su naturaleza contrabandística y alteradora de la mercancía literaria. El caso de Francesc Serés resulta elocuente, ya que es un autor que normalmente escribe en catalán: Contes russos apareció publicado por la editorial Quaderns Crema en 2009 y en 2011 por Mondadori, ya en lengua española (con una ayuda del Instituto Ramon Llull): los paratextos revelan que es una autotraducción del propio Serés (un mecanismo necesario para que el lector entre en el juego planteado por el autor, ya que la única traductora que debe figurar, por verosimilitud, es la ficticia Anastasia Maxímovna). En relación con el magnífico libro de Andrés Ibáñez, su apuesta por un lenguaje inspirado en las traducciones chinas, con todas sus incoherencias y travestismos, determina un estilo conciso, imagista, una sintaxis que, por momentos, es irresponsable y evocadoramente inconexa, y varios finales o desenlaces de apariencia abrupta.
La transparencia y maleabilidad que singularizan el lenguaje de ambos libros no son las dos únicas marcas de modernidad de esta literatura penetrada por el fluido y aligerado estilo traducido; también lo es la decidida reflexión y manipulación de los códigos culturales asociados a la noción de literatura nacional y de traducción literaria. Pero no menos significativa resulta la asombrosa ventriloquía poética de ambos autores, capaces de reproducir múltiples fraseos, estilos y hablas. «La primera heteronimia es el relato en primera persona», afirma Serés en una entrevista (Rebón, 2011), quien en Cuentos rusos adapta el discurso y la estructura de sus textos en función del marco histórico imaginado para cada uno de los cinco autores antologados, pues «[…] un maestro de principios de siglo pasado que escribe fábulas no debiera tener —en principio— el mismo estilo que una escritora joven del San Petersburgo actual […]» (Rebón, 2011). Por lo que se refiere a Andrés Ibáñez, ya se ha examinado cómo su voz china es tan solo una más de las que conforman el «aspecto translingüístico» de su proyecto literario. Mientras el mundo tecnológico circundante aspira a convencernos de que todo puede ser conocido, explicado o esclarecido, la literatura (a través del lenguaje) cuestiona algo así, naturalmente. Y lo hace desde la absoluta e innegociable convicción de que las verdades no se alcanzan tan fácilmente, de que no existe una única voz —y, mucho menos, imparcial o benévolamente traducida— y de que las heterogéneas y, a menudo, contradictorias voces vehiculadas por la literatura pueden ofrecerle al lector un sombrío cobijo para su desconcierto: «Pero de eso debería tratarse justamente cuando alguien dice que le preocupa el lenguaje: no de la belleza de un atavío, sino de formas que abran la conciencia a los vaivenes del viento» (Cohen, 2016, p. 44). Las tentaciones y peligros del modelo universalista (de su acomodo a la ideología del capitalismo posmoderno) se traducen en los libros de Serés e Ibáñez en una audaz exploración del particularista eco humano que todavía resuena cuando se apaga la máquina traductora.
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