POR JOSÉ LÁZARO
Los documentos inéditos que hemos ido estudiando desde el año 2013 en el proyecto de investigación oficial sobre escritos autobiográficos en autores españoles del siglo XX[1] están ayudando mucho a clarificar las diferentes interpretaciones que se han hecho sobre la evolución política de Gonzalo Torrente Ballester. Las primeras conclusiones muestran que ya en diarios íntimos de 1931 se manifestaba Torrente como un firme partidario del socialismo revolucionario que aspiraba a la justicia social manteniendo a la vez un sentido católico de la vida. En sus debates con amigos comunistas y anarquistas distinguía siempre la creencia en Dios de la crítica implacable a la Iglesia española, puesta al servicio de la más innoble derecha conservadora. Y lo expresa en término inequívocos en su anotación del 8 de noviembre de 1931:

«Hay algo en lo que nos sentimos unánimes: la necesidad de una reforma social. Auténtica, profunda, definitiva. Una Revolución. Pero tropezamos al llegar a Dios. […] Escanio no cree en Dios. […] Nosotros le acosamos. Él sabe que no somos unos vivos, no cree que prediquemos a Dios, “opio del pueblo”, para vivir ricamente. Cree en nosotros, que amamos el Comunismo y la Revolución» .

No es extraño, con esta actitud de fondo –que mantuvo toda la vida–, su fascinación por el falangismo tal como lo formuló José Antonio Primo de Rivera, reforzada por su estrecha amistad con Pedro Laín Entralgo, Dionisio Ridruejo y el llamado «Grupo de Burgos», que tendría como órgano de expresión la revista Escorial. En aquel momento era tan explícita su hostilidad al liberalismo y a la democracia parlamentaria como su convicción de que el auténtico falangismo implicaba un gobierno totalitario, nacionalista e incluso imperialista, que articulase la grandeza de España con la reforma agraria, la política social y la nacionalización de la banca.
Todas estas ilusiones tuvieron sus primeros desengaños cuando Franco publicó el decreto de unificación de falangistas y requetés, a quienes los joseantonianos despreciaban por conservadores reaccionarios. Desde el fusilamiento de Primo de Rivera en Alicante se fue evidenciando la distancia entre la construcción de la dictadura franquista y las ilusiones nacional-socialistas de los «camisas viejas». La ruptura se consumó con la destitución de Serrano Suñer (que daba apoyo a los falangistas) y el giro ideológico de la revista Escorial. A partir de ahí se inició un largo proceso de reflexión en el que Dionisio Ridruejo, primero, y su compañeros, después, sin abandonar sus creencias profundas de tipo socialista y cristiano, fueron alejándose de la ideología totalitaria que les había llevado a identificarse con el fascismo y acabaron transformados en auténticos demócratas liberales durante la segunda mitad del siglo XX.
El objetivo del presente texto es mostrar claramente la forma en que Torrente Ballester expresó en dos textos publicados ya en 1946 la oposición entre las figuras de José Antonio Primo de Rivera y Francisco Franco, ensalzando al primero y burlándose del segundo mediante un artificio literario que fue capaz de esquivar la vigilancia de los censores.
Las circunstancias históricas que a Torrente le tocaron en suerte (no precisamente buenas) pusieron ante sus ojos todo el proceso constructivo de un doble mito histórico, desde su inicio hasta el final: Franco y José Antonio Primo de Rivera. Ambos mitos se crearon de forma paralela, como si fuesen complementarios; pero sus constructores no lograron ocultar la profunda diferencia entre ellos. Desde 1940 hasta el final de sus días, Torrente los escudriñó una y otra vez de arriba abajo, en todos los aspectos: el mito y el poder, el mito del poder, el poder del mito… Observó los procedimientos de propaganda, deformación y magnificación que se les aplicaron. Fue una maniobra para él tan evidente, tan elocuente, que le mostró con toda claridad la forma en que se pueden crear, manejar y manipular figuras míticas. Era toda una construcción deliberada de dos imágenes paralelas que a veces le recordaba un «mano a mano» taurino, algo así como la posterior rivalidad entre Ordoñez y Dominguín. Pero con la peculiaridad de que uno estaba muerto y el otro tenía el poder absoluto y dominaba el país como se domina un cuartel.
Mediada la década de los ochenta, Torrente todavía aseguraba que la personalidad de Franco era bastante desconocida, que se sabía lo que había hecho pero se desconocían las razones íntimas que le habían empujado a hacerlo. Eso suele acontecer, pensaba él, cuando se intenta mitificar a un hombre vivo, como se hizo en este caso; como hizo, hasta cierto punto, personalmente, el mismo Franco.
Su mitificación tenía aspectos peculiares que la singularizaban: un general victorioso frente al que aparecía el otro mito, el de un civil, el Ausente, ejecutado por los republicanos. Uno había dirigido la estrategia militar, pero el Otro había elaborado la doctrina que pretendía purificar revolucionariamente el país. Torrente decía que la originalidad de la operación mitificadora, intensificada desde el fusilamiento de Primo de Rivera, fue que se utilizase a un político muerto para potenciar la imagen de un dictador vivo:

«Había como una especie de celos disimulados, aunque explicables, ya que se configuraba un personaje que él, el general, no podría ser jamás. Y más curioso aún es el que haya consistido esta rivalidad en una guerra casi estrictamente literaria, con algunas interpolaciones plásticas. Mejor literatura al servicio de Primo de Rivera, peor al servicio de Franco, de lo cual se puede deducir lo escasamente efectiva que es la poesía cuando frente a ella se alza una realidad interesada y triunfante. Es también muy notable el que, en el mito de José Antonio, abunden los elementos eróticos, aunque no expresos, de los que carece en absoluto el del general Franco. Las mujeres que habían sido novias, amigas o simples aventuras de un día, de Primo de Rivera, pasaban como revestidas de un aura fascinante, pero no se señaló jamás mujer alguna que se hubiera relacionado amorosamente con el general. Éste en cambio, tuvo mejor fortuna filosófica. Su “caudillaje” fue teorizado en términos de filosofía alemana, y no una sola vez. Pero tal género de pensamiento y las afirmaciones que contenía no alcanzaron nunca la popularidad».
Durante la guerra e inmediatamente después, Torrente y el resto de los auténticos fieles al pensamiento de José Antonio Primo de Rivera empezaron a distanciarse de una mayoría, encabezada por el propio Franco, que adoptaba la estética falangista, cogía las partes que les convenían de su ideario y los restos de su organización y acababan poniéndolo todo al servicio de sus propios intereses. Y a estos segundos se añadían los psicópatas y los delincuentes que nunca pierden ocasión de apuntarse a una orgía de sangre y a un festival de saqueo. La conclusión del proceso la expresa Torrente así en el prólogo a una reedición de El golpe de Estado de Guadalupe Limón (1985):
«Un buen día, después de un entierro apoteósico, el general puso el pie encima de la tumba de José Antonio y dio a entender que el porvenir era suyo; pero, cosa digna de tener en cuenta, su mito se fue apagando conforme el de Primo de Rivera se alejaba. La conciencia popular del general que pudiera descubrirse y formularse en palabras unos años después, carecía de fuerza y abundaba en chistes; no era un mito. La realidad lo había destruido.
No se olvide que, por aquellos años, andaban por el mundo, operantes y vivos, varios mitos similares. En Europa, los de Hitler, Mussolini y Stalin, cada cual con su contenido, con sus especiales estructuras, pero, en apariencia, iguales. El de Franco, declinante, intentó beneficiarse de alguno de ellos, ¿por metonimia gráfica? La operación, sin embargo, no era fácil: ¿cómo aprovechar el aura de un hombre que, cada mañana, cansa una mujer y un caballo, cuando se es modelo de fidelidad conyugal y se juega al golf para no perder la línea?».

Tras aquellas dos visiones diferentes de las cosas, tras aquellas dos imágenes tan distintas, no deja de advertir, como siempre, Torrente, la existencia de esperanzas, de deseos, odios, rencores e intereses personales y grupales diferentes. Pero, por desgracia para los libros que Torrente escribió en los años cuarenta, mitificar y desmitificar eran ejercicios intelectuales que sólo se pondrían de moda varías décadas después[5].
Janet Pérez es una conocida hispanista que tuvo gran amistad con Torrente y publicó varios trabajos sobre él. En su artículo de 1989 «Fascist Models and Literary Subversion: Two Fictional Models of Postwar Spain», hace un análisis de las novelas que después de la guerra publicó Rafael García Serrano, autor paradigmático del más feroz falangismo franquista, doctrinario y arrogante.