Janet Pérez intenta demostrar que los textos de Torrente en esa época, por el contrario, son auténticas críticas camufladas contra el régimen franquista. Llega a decir que nunca puso su pluma al servicio de la propaganda fascista, lo que es claramente falso. Sostiene que sus obras son como caballos de Troya colados a la censura con el vientre lleno de un ácido fuertemente corrosivo. Reconoce, eso sí, que el mensaje subversivo estaba tan maquillado que no se enteró la censura pero tampoco el público lector, o para ser exactos, el público que se abstuvo de leerlo[6].

La tesis es atrevida, pero no es disparatada. Torrente insistió siempre en que sus obras literarias de los años cuarenta están escritas en clave crítica contra el régimen franquista, porque la ficción le permitía disfrazar su auténtico pensamiento mientras la prensa le obligaba a adoptar la hipocresía del amenazado.

En las primeras obras de este ciclo el método era constante: tomaba un relato clásico, en el que se encarnaban los valores sagrados de la época, y luego se dedicaba a «destripar el mito». Mantenía la línea general del argumento, pero cambiaba las circunstancias y motivaciones de los personajes, mostrando la cobardía, el rencor y el interés donde antes se había visto heroicidad e idealismo. Los valores del mito original coincidían con los que exaltaba el franquismo, pero el trasfondo que ponía de relieve Torrente tenía sobre ellos un efecto demoledor.

La primera versión de Lope de Aguirre, el peregrino apareció ya en 1940, en la revista Vértice. Es un relato de cuarenta páginas que le sirvió de ensayo para la obra teatral sobre el mismo tema que publicaría poco después. En pleno auge de escritos triunfalistas sobre los grandes mitos del Imperio español, entre ellos los conquistadores de América, Torrente elige como héroe a un chiflado que se revolvió contra todos los poderes de su tiempo, fundó su propio imperio en medio de la selva y se proclamó a sí mismo Caudillo (sic). Un caudillo absoluto de un pedazo de selva. Hoy es difícil de creer, pero se puede comprobar en las bibliotecas: la censura era tan corta de vista que el astuto ferrolano acertó a colarle párrafos de un calibre como este:

«Después se proclamó General de aquella tropa, Fuerte Caudillo de los Marañones, Ira de Dios y Príncipe de la Libertad, que todos estos títulos tenía. (Detrás de su figura gesticulante, pobre tipejo deforme y asimétrico en las piernas y en los ojos, reía el Diablo aparatosamente, y con los cuernos aguijaba las palabras del Caudillo, de mayor emoción cada minuto)»[7].

Hay bastantes escritos, publicados e inéditos, en los que Torrente dio testimonio de su propio balance sobre el grupo intelectual, sinceramente falangista, en el que se había integrado desde su formación en 1937 hasta que asumió su derrota cinco años después.

Un folio inédito de 1942 hace constar su lejanía del rumbo que está tomando la cultura oficial a consecuencia de los hombres que la encarnan. Y ese distanciamiento que crece en su interior lo expresa con argumentos y ejemplos muy concretos:

«José Antonio hubiera hecho algo muy distinto de lo que hacen estos que dicen seguirle. Él pondría su admirable elegancia mental. Estos ponen solamente su limitación humana e intelectual, y, muchos, su resentimiento.

Creo que han perdido el contacto con la realidad, en la misma medida en que lo perdió el otro grupo —el de ‘Escorial’— contra el que arremeten en privado. Un soneto de Rosales está tan lejano del mundo presente como lo está el pensamiento de Aparicio»[8].

Dos obras literarias en 1946 pusieron las cartas encima de la mesa, aunque disfrazadas para que no se enterase el enemigo: El retorno de Ulises y El golpe de Estado de Guadalupe Limón.

La primera se basa en el contraste entre la cruda realidad de un hombre y el fantástico mito que se ha formado sobre él. Durante la ausencia de Ulises va tejiendo Penélope un gigantesco retrato del héroe mientras Telémaco lo busca por los mares y los pretendientes esperan ansiosos el fin del plazo establecido para que uno de ellos ocupe el lecho de la reina y el trono del Ausente. Mientras tanto no deja de crecer la imagen mítica del astuto guerrero de las mil tretas.

Torrente sigue, en líneas generales, el relato homérico, pero todo lo demás es de su cosecha. Y su cosecha consiste, básicamente, en ir señalando una a una las miserias que se ocultan bajo las motivaciones declaradas por cada uno de los personajes.

Penélope llega a pensar que sólo le queda la opción de aceptar a uno de los pretendientes; decide entonces recibirlo en el palacio tras ser atravesada por una espada y quemada en una hoguera; Korai, la tierna jovencita que la acompaña esperando a casarse con Telémaco y heredar el trono de Ítaca, la anima a que lo haga inmediatamente y se ofrece a traer ella misma la leña.

Los pretendientes intentan seducir al pueblo explicándole las ventajas que disfrutarían con ellos como nuevos gobernantes; el corifeo que representa a los siervos responde que no se molesten, que la fama del más grande de los héroes se ha extendido por todo el Mediterráneo y la isla recibe cada día una gran cantidad de visitantes, con lo que todos sus pobladores se dedican a la explotación del negocio turístico. Los pretendientes invocan entonces la voluntad de los dioses y el corifeo responde que todos están dispuestos a respetarla, pero dejando a Penélope que la interprete.

Eurímaco, uno de los pretendientes, pregunta al sacerdote de Zeus cómo es posible que pese a todo el dinero que le han dado, los favores que le han hecho y su gran cantidad de profecías favorables, el resultado haya sido desastroso. El sacerdote responde que contra la voluntad de los dioses ha surgido una peligrosa novedad que llaman democracia; los pueblos, hartos de los antiguos mitos, se han inventado otros nuevos, a los que usan como alcahuetes de su santa voluntad. El negocio ha cambiado de manos. Los creyentes han divinizado a Ulises, los sacerdotes de Apolo y Hera se han quedado sin clientela.

Anfimedonte, otro de los pretendientes, que presume de virtuoso y de próspero industrial, decide hacer un ejercicio de sinceridad, toma la palabra y dice:

«Yo me siento humillado en mi dignidad, no porque el pueblo me haya retirado su confianza, sino porque la existencia de esa fama desmesurada va contra mis convicciones morales. En mi tierra, a los hombres como Ulises se les condena a muerte por peligrosos para la moral pública. No es tolerable que un ser humano disfrute de toda la gloria que los hombres puedan atribuir a un semejante, por el simple hecho de amar mujeres, matar gigantes y haber estado en el infierno, que no existe. Si Penélope me elige, me cuidaré de destruir la fama de mi antecesor, y cuidaré de que en lo sucesivo a nadie se glorifique en Ítaca, si no es a los trabajadores meritorios»[9].

Cuándo Telémaco regresa por fin de sus cinco años viajando en busca del padre heroico, la madre lo recibe alabando su hermosa juventud, sus ojos resplandecientes, su fuerte musculatura… y como elogio supremo le dice que se parece a Ulises. Pero el hijo rechaza asqueado la comparación; está ya hasta las narices de su mítico padre. Se había embarcado a buscarlo venerando su memoria, aspirando a imitar su imagen, soñando con el encuentro. En su ruta marina halló mujeres enamoradas, gigantes ciegos, relatos sobre las múltiples hazañas del invencible Ulises. El universo no dejaba de cantar el nombre del padre y, frente a él, cada vez se iba sintiendo más insignificante el hijo. Cuanto más indagaba en los relatos heroicos más claramente advertía que cada ideal proclamado ocultaba intereses concretos y deseos particulares. Cuanto más se esforzaba él en presentarse como Telémaco, más le elogiaban todos por ser el hijo de Ulises. Al conocer a Helena, ya liberada de Troya, se quedó, como todos, fascinado. Ella lo llevó enseguida al lecho y entre dulces caricias le explicó la verdad sobre el héroe: el truquito del caballo en Troya habría avergonzado a cualquier guerrero digno; los elogios de Calipso, Circe y Nausícaa solo intentaban justificar la ligereza con que se habían entregado a aquel cuentista; la heroicidad proclamada por Polifemo y los titanes ocultaba la vergüenza de haber sido derrotados por un mequetrefe… nunca existió el mítico Ulises, sino sólo un pobre hombre, astuto, sí, pero bastante ridículo.

Finalmente llega a Ítaca el verdadero Ulises y lo primero que ve es el gigantesco retrato que Penélope ha tejido de su imagen. No se lo puede creer; ¿qué tendrá que ver él con ese joven gallardo de aspecto imponente? Esos ojos febriles, esa mirada fiera, esa boca cargada de ironía… Cuando se muestra ante Penélope, ella, que espera a un héroe sobrehumano, no reconoce el rostro cansado, los ojos apagados, la voz sin matices… Un simple anciano sucio y andrajoso. El rendimiento del héroe en su primera noche conyugal tampoco contribuye al entusiasmo de la dama. Lo único que tiene intacto es el orgullo, sólo conserva del héroe la insaciable vanidad. Penélope se da cuenta de que la realidad no coincide con los sueños y Ulises, preocupado, le pregunta si dejaría de amarlo. Ella responde: «Eso, no. Pero sería un amor amargo y defraudado, como el de cualquier casada».