El momento culminante de la obra está a la altura de toda la farsa que ha montado Torrente. El primer pretendiente fracasa al tensar el arco y decide renunciar a la mano de Penélope argumentando que ella no lo merece. El segundo ni lo intenta porque en su país, que es muy civilizado, tienen ya la ballesta para no hacer esfuerzos y sería indigno de él rebajarse por una mujer a manejar un primitivo arco. El tercero sí se pone a tensarlo y, tras fracasar tres veces, explica al público que en el fondo su alma es como la de Ulises y que frente a eso no tiene ninguna importancia el jueguecito del arco. Entra entonces en la sala el auténtico Ulises. Con pocas ganas de coger el arco empieza a contar batallitas, pero Telémaco le aclara que todos se las saben de memoria. Penélope se ofrece a sujetar sobre su cabeza la manzana que Ulises deberá atravesar con una flecha. El héroe coge el arco con escaso entusiasmo y dirigiéndose a la audiencia dice: «¡Soy un impostor!».
Ulises decide entonces jubilarse como héroe y, acompañado por Penélope, se retira a hacer vida campestre en casa de su suegro. Korai se coloca sobre la cabeza la manzana que ha recogido del suelo. Telémaco coge el arco de Ulises, pone en él una flecha, la dispara y atraviesa limpiamente la manzana. Korai, entusiasmada, le dice: «¡Verdaderamente, eres el hijo de Ulises!». El autor de la obra acota: «Telémaco queda estupefacto».
Pero la farsa se transformó en una burla sangrienta contra la figura de Franco en la novela, publicada también en 1946, El golpe de Estado de Guadalupe Limón. El fondo de su trama lo expresó claramente Torrente al reeditarla durante la Transición: «¿El mito de un hombre muerto es capaz de conducir una revolución al triunfo? ¿El mito de un hombre vivo puede vencer al que lo engendró y lo soporta? He aquí los temas, reducidos a fórmulas abstractas»[10]. Y: «En ella queda claro el cambio radical de mi mentalidad, la instauración y aceptación de una actitud crítica, nacida de mi propia experiencia, de mi propia vida, sin contaminaciones ideológicas o teóricas»[11].
En una maniobra para despistar a los censores, Torrente sitúa la acción en la segunda década del siglo XIX y la ubica en un país sudamericano. Años después aclarará que la podría haber ubicado en los Balcanes, o en cualquier otro lugar remoto e influido por la historia europea. Pero en aquel momento estaba impartiendo un curso sobre Historia americana, pasaba largas horas en la Biblioteca América de la universidad compostelana y tenía en la cabeza toda la literatura que le permitía disfrazar de latinos a los personajes alegóricos, folklóricos, carentes de realismo, a los que él mismo acabaría llamando «mis grotescos muñecos».
José Antonio Primo de Rivera se convierte ahora en Carlos Clavijo, un brillante general –segunda maniobra de despiste–, carismático, joven, guapo y seductor, que ha muerto al frente de las tropas rebeldes apoyadas por el campesinado y por la república vecina.
Franco aparece convertido en el coronel Lizárraga, un militar obtuso, autoritario y vanidoso que es ascendido a general y a mando supremo del ejército tras haber combatido y eliminado a Clavijo, que tenía ese mismo cargo. Hasta tal punto el nuevo dictador es un pelele en manos de su mujer, Rosalía Prados, que ella asiste a los consejos de ministros oculta tras una cortina y le va pasando a su marido notitas de papel para que sepa lo que debe decir en cada momento.
Toda la historia del enfrentamiento entre Clavijo y Lizárraga, la muerte del primero, la dictadura del segundo y la posterior organización de un golpe de Estado para derrocarlo a él también, está movida por el enfrentamiento entre Rosalía y Guadalupe Limón, una devoradora de hombres, descendiente directa del virrey español, que supera a «La Generala» en juventud, belleza, estirpe, ingenio y riqueza. El desprecio de Guadalupe por Rosalía será tan grande como el odio con que la esposa del Caudillo perseguirá a su rival hasta la muerte.
Para despejar al lector cualquier duda sobre el género literario de la obra, el narrador introduce con frecuencia acotaciones irónicas en el relato, que él mismo califica de «opereta» y «vodevil». En el prólogo a una de las reediciones aclara:
«Lo que sucede es que la historia no es bien conocida, en parte por esa manía de los historiadores, empeñados en que los grandes acontecimientos deriven de las grandes ideas y no de pequeñeces. La muerte de Clavijo no fue el episodio culminante de la lucha entre la ciudad y el campo; ni siquiera fue la muerte con que un buen dramaturgo hubiera concluido el drama de su vida: mucho menos la que él mismo hubiera esperado. Fue una muerte cocinada por Guadalupe y Rosalía, sin que, en el primer momento, ninguna de las dos pensase en las consecuencias históricas y literarias de su tiquismiquis».
Torrente debía de sospechar que el libro no lo iban a leer con atención ni los censores, pues no se molestó apenas en disimular los paralelismos entre las luchas por el poder en el interior de la ficticia dictadura sudamericana y las que dejaron fuera de juego en 1942 a sus amigos falangistas, encumbrando a los fieles lacayos de Franco. Tras los discursos triunfales de los adictos al régimen y los no menos hipócritas de los conspiradores contra él, se muestra abiertamente toda la trama de intrigas, vanidades heridas, intereses personales, deseos frustrados y ambiciones egocéntricas que mueven, en realidad, la historia.
Cuando Clavijo estaba en su apogeo como jefe militar de la república, había sido invitado por Rosalía, que le tenía echado el ojo, a una velada literaria en la que ella leería su novela Arminda, o la mujer entre dos hombres. Guadalupe decide presentarse en la lectura, argumentando que si lo hace es por puro patriotismo, para evitar que Clavijo caiga en manos de Rosalía, lo que sería un desastre nacional. Ella va a seducirlo para cumplir su deber, igual que un soldado va a la guerra. Y con un teatral desmayo consigue interrumpir la culta velada y abandonarla, antes de que finalice, acompañada a su casa por Clavijo. La relación entre ambos no pasa aquella noche de una conversación sincera, en la que el héroe confiesa la cobardía y las miserias que se ocultan detrás de sus hazañas, como siempre. Pero esa charla nocturna, con la reputación que ella tiene, le permitirá más tarde a Guadalupe presentarse como amante del mítico desaparecido.
Cuando Rosalía envía su novela a Guadalupe ella responde con una nota burlona que aumenta el odio de Rosalía. Para dar salida a su frustración, decide entonces seducir al pobre Lizárraga y, aprovechando su envidia y rencor hacia Clavijo, guiarlo hasta que consigue eliminar al líder y ocupar su lugar.
La consecuencia será que Guadalupe organiza una conspiración para derrocar al nuevo dictador, tras lograr el apoyo de los agraviados por Lizárraga, que no son pocos:
–Un banquero que está viendo sus negocios perjudicados por la enemistad del Ministro de Hacienda y decide apoyar el golpe de Estado sin comprometerse más de la cuenta, por si acaso, y pasar a ocupar, en caso de éxito, personalmente ese Ministerio.
–Un brigadier siempre dispuesto a dar su apoyo a los que triunfen; rechaza prudentemente encabezar la rebelión como caudillo, pero se ofrece a Guadalupe como jefe de gabinete después de que el golpe haya triunfado. Sus argumentos son transparentes: «¿Hay algo más incómodo que un jefe revolucionario? Es muy útil, sí, mientras la cosa consiste en andar a tiros por las calles, en echar discursos incendiarios y hasta en incendiar de veras. Pero cuando todo se ha resuelto, el caudillo pide y, por lo general, pide demasiado. Se cree el amo de la situación y quiere serlo de hecho. Ahí tiene el caso de Lizárraga».
–Un profesor que detesta al gobierno por el poco caso que le ha hecho al proyecto de su vida, que es fundar y dirigir él mismo su propia universidad. No le importaría ser Ministro de Instrucción si el golpe triunfase. Su opinión sobre Lizárraga tampoco deja lugar a dudas: «Es un hombre antiestético y casi analfabeto. Violento, apasionado, terco y retórico. Sobre todo, muy retórico. ¿Ha podido usted alguna vez aguantar sus discursos? Yo no los soporto. Me ponen malo. ¿Y su mujer? Dicen que es muy inteligente. Quizá sea así. Pero cuando uno la mira ve sólo sus grandes ojos apasionados, sin chispa de inteligencia».
Con esa tropa cuenta Guadalupe para organizar su revolución. Las características del líder ideal las tiene perfectamente claras: «El jefe que yo busco no tiene que hacerme sombra, no debe pedir demasiado y, si es posible, debe morir oportunamente». Para construirlo empieza por la mitificación de Clavijo, el más grande de los hombres, según ella lo describe:
«Vivió entre nosotros y no supimos estimarle: su medida no era la nuestra, y nosotros lo empequeñecimos. Fue menester su muerte para que comencemos a comprender. […] Los que le conocían le temían, adivinaban su grandeza y por eso le odiaban. La primera de todos, Rosalía Prados, que estuvo enamorada de él y que le llevó a la muerte por despecho, pero amándole aún. Y después toda la gentecilla mediocre, como Lizárraga, que temblaba en su presencia, porque su presencia imponía y atemorizaba el corazón. Clavijo fue el único héroe, el auténtico héroe nacional».
La campaña de mitificación se pone en marcha. El modelo de sombrero favorito de Clavijo se agota en las tiendas. Las flores que él solía tener sobre la mesa se ponen de moda. Los oficiales del ejército empiezan a ladear el bicornio como él lo ladeaba. Los periódicos dejan filtrar entre líneas referencias elogiosas al héroe asesinado. Las viejas litografías con su imagen reaparecen en las casas más humildes. Y los gauchos se preparan para el momento en que el nombre de Clavijo se grite como consigna para iniciar la venganza campesina contra el Régimen.