Walter Isaacson:
Leonardo da Vinci. La biografía
Traducción de Jordi Ainaud i Escudero
Debate, Barcelona, 2018
592 páginas, 25.90 € (ebook 12.99 €)
Escribir una biografía plantea, al menos, un problema de índole material: no se sabe a ciencia cierta si se han recabado y conseguido todos los documentos necesarios y tampoco es cognoscible su cabal cantidad. De tal modo, el biógrafo ha de acudir a las soluciones formales, fijar términos y, en definitiva, proceder como un novelista, un narrador de vidas ajenas que se le presentan agrietadas de conjeturas y veladas de misterios.
En el caso de Leonardo, los desafíos se intensifican. Hay ya mucha bibliografía comparable, la actividad de Leonardo es tremendamente proliferante y los enigmas y secretos de su paisaje personal, aparte de lo misteriosos que somos todos los animales humanos, aparecen cultivados por el propio personaje y dan lugar a leyendas y novelerías con excesiva facilidad.
La tarea de Isaacson, en este sentido, se ha orientado felizmente hacia la higiene y el orden. Deja las conjeturas como tales y organiza una cordillera de documentos con claridad de categorías, orden de aparición y una fluidez narrativa que hace transitable la lectura del grueso volumen propuesto. Aporta los datos históricos imprescindibles para el contexto, acude a la historia de las ciencias, cumple análisis sostenibles de las obras de arte y escucha la voz del cotilleo, que es una fuente imprescindible de la historia, pues gran parte de nuestra vida se pasa charlando con los prójimos y tejiendo oralmente la trama de los días.
Cierto biografismo ha visto en Leonardo a un hombre atormentado por su condición anómala y su búsqueda de una suerte de piedra filosofal que le abriera todas las puertas del saber. En efecto, era un hijo ilegítimo y un homosexual. Isaacson muestra que ninguna de estas circunstancias fueron marginantes. En la Italia de la época, proliferaban los hijos fuera del matrimonio, en ocasiones sacrílegos —el papa Borja es buen ejemplo—, cuando no incestuosos o corrientemente adulterinos. El padre de Leonardo nunca lo reconoció, pero lo crio prácticamente en su casa y lo ayudó a relacionarse y conseguir medios de vida. En cuanto a la homosexualidad, era un secreto a voces en aquella Italia, a pesar de que la sodomía se consideraba pecado y delito. La lista de celebridades gais brilla por su presencia. En rigor, Leonardo no podía ser cura ni notario, dada su filiación irregular. Es decir, dos profesiones que jamás le interesaron.
De lo anterior resultan explicables las relaciones de Leonardo con sus protectores, amantes, discípulos y trabajadores de su taller, a menudo, todo por junto. En este punto, resolvió su calidad de hijo sin padre y de padre sin hijos. Fue un seductor de señores poderosos —los Médicis, los Borgia, los Sforza—, que le pagaron sus confortables habitáculos y permitieron sus investigaciones, retrasos, dispendios y extravagancias. Compartió con ellos su refinamiento, su corrupción, sus masacres y su cámaras de tortura, en un complejo de exquisitez y crueldad que ha merecido la condena de moralistas como Savonarola y Lutero y de panegiristas como Nietzsche y Burckhardt. Leonardo retrató a sus damas, montó fiestas y teatrillos, reunió a músicos y maquinistas de escena, coreógrafos y costureras, mientras ensayaba su óptica, diseccionaba cadáveres y planeaba ciudades utópicas.
Fue admirablemente sabio y se ha encomiado su genio. Isaacson reacciona contra esto último y explica lo anterior. No hay ninguna anomalía en su biografiado, no es un ser único e inclasificable, sino un humanista del Renacimiento con todos sus títulos. En cuanto a su sabiduría, es la propia de un ejemplar autodidacta, que sólo estudió artes visuales en el taller del Verrocchio y lo demás lo fue aprendiendo durante toda su vida, pero no a partir de iluminaciones geniales: con disciplina, obstinado rigor y método, entendiendo por tal tanto la ciencia que verifica como la técnica que obedece y el arte que imagina y fantasea. Lo favoreció una época de cultura urbana y secular, así como la eclosión de la imprenta, que permitió ensanchar bibliotecas. Con su escaso latín y la ayuda de traductores, Leonardo leyó todo lo legible, desde el latino Vitruvio hasta el persa Avicena, pues nada de lo humano le era ajeno, por dar en el lugar común al menos una vez.
La a menudo inverosímil laboriosidad de Leonardo ofrece un elocuente lado paradójico: la mayor parte de sus obras resultó impracticable o acabó destruida; él dejó trabajos incompletos, en buena medida, por sus impericias técnicas o sus audacias experimentales. Ideó máquinas y maquetas de urbes perfectas que nunca se construyeron. Quienes pudimos verlas articuladas en la espléndida exposición montada hace unos años en el madrileño Canal de Isabel II nos encontramos con una gigantesca, fascinadora y fantasiosa juguetería, llena de predicciones, pero hermosamente inútil. O sea: tocada por la gratuidad del arte.
Considerado como uno de los grandes pintores de la historia, sin embargo, ha dejado cuadros y frescos sin acabar, obras extraviadas o desaparecidas, esbozos incontables, promesas ni siquiera comenzadas, tablas que no entregó a sus comitentes, retoques que duraban décadas, copias de sus discípulos que aceptaron alguna pincelada suya y como tales las vendieron, en fin: obras maestras como La última cena, que jamás podremos conocer tal como él las pintó, aunque las tengamos a la vista. Sus anticipaciones fueron, a menudo, infundadas, pero también veraces. Intuyó la circulación de la sangre, la física de ondas, la inmovilidad del Sol y la correspondiente movilidad de la Tierra, mientras sus proyectos de defensas militares y canalizaciones resultaban auténticos fiascos. Amó la realidad como construcción tanto como la belleza final de las destrucciones: apocalipsis, diluvio. Al mismo tiempo, organizó lo que hoy llamaríamos un emprendimiento, con él de patrón y sus efebos de empleados, en los albores de ese capitalismo moderno que Max Weber identifica, justamente, con el montaje de las primeras y pequeñas empresas.
En esta dualidad se inscribe su apasionada, insoslayable, irresistible y dramática relación con la naturaleza. La consideraba perfecta: nada falta ni sobra en ella. También legible: una suerte de texto, acaso poemático, escrito en clave matemática y armonizado como una partitura musical. Pero tanto las cifras de la aritmética como los puntos y las líneas de la geometría son constructos y abstracciones que chocan con la diversidad concreta de las cosas. Sistema musical, el mundo es obra de un Creador infinito, infinita como él, que ha dado al hombre la capacidad de escrutarlo, de admitir su secretismo en forma de belleza y, a la vez, lo hermoso de sus enigmas. En este punto, final y originariamente estético, Leonardo inscribe su religiosidad, herética, si se quiere, y tan cercana a la celebración de la inmediatez natural propia de los paganismos que, disfrazados de tangible santidad, caracterizaban el catolicismo italiano de sus días. Hay algo en común a todo lo existente que lo hace accesible al insaciable saber humano, el verbo «ser» que, como adjetiva su lector Valéry, es un verbo nulo y misterioso. Aún más: a la desmesura de su Creador, el mundo se da como infinitamente vario, inagotable e inabordable. No importa: al humanista lo guía su confianza en la familiaridad natural con lo circundante: esta Tierra me corresponde porque yo le pertenezco. Soy miniatura del mundo. Mi experiencia me lleva a la causa y ésta me conduce a la ley. Sé que nunca abarcaré la totalidad, pero no hago más que internarme en ella, con la precisión matemática y la imprecisión esfumada de las cosas.
La tarea leonardiana es una perpetua sucesión de encrucijadas, un encuentro entre la centralidad axial e inmóvil de las simetrías clásicas y el anuncio del tablado barroco: el mundo como proliferación infinita, cercanía entre la hermosura y la monstruosidad, descentramiento, movilidad, inestabilidad. Unidad y multiplicidad, nunca la una sin la otra, nunca la una en la otra. Acaso una propuesta panteísta, técnicamente atea, aunque facilitada por el colorido y productivo revoltijo que reinaba en los escenarios de su vida: Florencia, Milán, Roma.
La extensión es, asimismo, intensa. Lo concreto y lo abstracto actúan por igual. No es difícil que se haya buscado en Leonardo a un filósofo y, por lo que se me alcanza, anoto a dos escritores que no eran filósofos de institución ni de profesión: el médico psiquiatra Karl Jaspers (Leonardo como filósofo) y el poeta Paul Valéry, con un texto leonardiano si los hay, incesantemente rehecho y conjeturalmente inacabado: Introducción al método de Leonardo da Vinci. Este último fue escrito en 1894, reeditado con comentarios marginales a veces implacables en 1919 y 1930 y ampliado en 1929 con Leonardo y los filósofos. Carta a Leo Ferrero, a su vez anotado con nuevos márgenes en 1930, y suma y sigue, porque sus lectores también los seguimos lápiz en mano, aprovechando los blancos.
Ambos escritores, procedentes de lenguas algo alejadas y con diversa preparación intelectual, coinciden en apuntes leonardianos. Lo que perdura de un hombre es lo que hace pensar a los demás, asociándose a su nombre y a sus obras. Dice Valéry: «Pensamos que ha pensado y podemos recobrar entre sus obras este pensamiento que proviene de nosotros: podemos rehacer tal pensamiento a imagen del nuestro».