Leonardo personifica la ciencia moderna: progreso hacia el infinito, lo indeterminado. Investiga el núcleo de las cosas, que es la fuerza, el poder que vive en la opresión como opositor y muere al adquirir la libertad. Sapiencia es potencia, ha dicho Bacon. La obra es conformación, pero la infinitud impide conformar definitivamente nada, como en Leonardo, autor inconcluyente de poderosos fragmentos del saber. En efecto, el conocimiento no es, para el hombre moderno, contemplación, sino praxis, manualidad de artista como artesano, mediador entre la naturaleza y el espíritu, entre lo inmediato y dado y lo mediato y elaborado: trabajo.

Para Leonardo, la síntesis provisoria y progresiva es el símbolo, porque todo lo que existe tiene un carácter simbólico. Su verdad es alcanzada por el artista en su visión, la obra. La certidumbre se da en la forma, lo espiritual de la vida sensible. Si la verdad se obtiene en los sentidos, se percibe en lo que ellos señalan, lo que las cosas ocultan. De tal modo, el mundo se ofrece como real, pero no como verdadero. La verdad es obra, operación, de nuevo: praxis y labor. Es la ambigua sonrisa de la Gioconda, la visualización del espíritu, que es la espiritualización de lo viviente.

La tarea es tensa, pues bascula entre la estructura ordenadora y la infinita particularidad del mundo sensible. Por ello, Leonardo es difícil de captar como unidad, ya que su intervención en tantos géneros diversos puede confundir la percepción y dispersar la pesquisa. Todo ocurre en el universo, una fabulosa totalidad. No sólo un mecanismo, la gallarda máquina de Calderón, sino también un todo vivo, un organismo. Un mundo compuesto por cosas incalculablemente vivas, entre las cuales el espíritu corre los riesgos de una aventura llamada análisis, sometida al obstinado rigor que le da unidad y se convierte en el emblema metódico del sabio.

El mundo se presenta como unidad espesa y brutal, la materia prima. Concebir en él un objeto es construir algo que el espesor del mundo no contiene: una idea. Su esencia resulta una creación verbal, es decir: un problema. A esta actividad es posible denominarla filosofía. Trabaja los vínculos verbales entre cosas diferentes y análogas, llegando a labrar unas formulaciones sintéticas: las metáforas. Es entonces cuando las palabras relumbran y alteran sus significados. Todo flota en el aire, que Leonardo ve, si cabe ver el aire, como un infinito entretejido de líneas, propicio al dibujo y al color. Hay leyes naturales que se pueden describir, pero sólo en tanto posibilidades y previsiones que ciñe la escala de nuestras observaciones.

Este programa únicamente corresponde al hombre y es el que lo define como animal de probanza y de infinitud. Cumpliéndolo, la maravillosa humanidad se experimenta, de pronto, como demasiado lejana, lejos de sí misma, a la vez que ceñida a su tarea. Es el vaivén entre todo lo que vive, que es todo lo que muere. «Sólo el hombre lo sabe —dice Jaspers— y por eso se dispone a morir». Cabe ejemplificarlo en la escena, acaso de apócrifa eficacia, durante la cual Leonardo, ante el rey de Francia, se incorpora en su lecho de muerte y le explica serena y detalladamente su última enfermedad. En tanto estoico, ha aprendido a vivir y, en tan preciso momento, se da cuenta de que ha estado aprendiendo a morir.

Quizá fue el instante en que Leonardo experimentó su humana dualidad, puesta a prueba en el toque de sus extremos: lo que el hombre tiene de divino, es decir, el alma, y que inexorablemente sólo se experimenta en el cuerpo, que es su inseparable esencia. La escisión es penosa. Sin cuerpo, su vida es puro ser, o sea: nada. La religión sutura el desgarro prometiendo la resurrección en carne gloriosa. Puede tratarse de un artilugio reconfortante y, por qué no, el final de la historia, acaso su auténtico comienzo.

Años más tarde, Descartes concebirá al hombre como un mecanismo corporal, una suerte de autómata producto de una construcción. Las pruebas son sus movimientos, su respiración, su circulación sanguínea, etcétera. Lo orgánico jugaría como unificador simbólico, donde todo tiene que ver con todo. Además: un tejido de correspondencias anudado por la palabra. Esto es leonardiano, no cartesiano, desde luego. La palabra que siempre deviene palabra, un infinito encadenamiento. ¿El alma? Pues el alma. La muerte es, en este sentido, descomposición, mudez y silencio. Leonardo halló hermoso aquel tejido, su textura cubierta por la piel viviente, y monstruoso cuando lo diseccionó y hurgó en sus recónditos mecanismos. Dibujos y escritura son las pruebas de su deriva.

Por todo lo anterior, el hombre leonardiano es universal; cada uno de nosotros somos todos nosotros. Universal, parte de la citada fábula llamada universo, pero no sistemático, sino lo contrario. Cada quien desciende a sus emociones y sus instintos, y los convierte en formas, en cosas de todos: lo opuesto al sistema, que concibe lo universal como cosa de nadie. De ti, de mí, de Leonardo, de cada uno de los personajes que retrató, alguien que es un insoslayable Alguien, la especie humana. Una especie que es siempre ser humano, asomado al no ser, la nada, que es la mayor de las cosas, porque es inconmensurable al ser indivisible.

Según se ve, hay un saber leonardiano que, pese a sus niveles de abstracción y generalización, transcurre por un espacio muy concreto, que es el de la obra de arte. Es el opus que, por ministerio de la artesanía, se vuelve insustituible, al revés que todas las demás cosas, que se pueden reemplazar. La obra de arte encara la naturaleza, aunque no la reproduce, sino que le da forma a su confusa, inmediata y dispersa aparición, revelando su esencia. Identifica y fija, tanto que podemos volver a ella y, así, vemos una vez y más veces el mismo cuadro de Leonardo, que es siempre el mismo, pero que hallamos siempre distinto, fiel compañero de la temporalidad. Vive en un presente que es último y futuro. Es una máquina, complicada y detenida, a la que damos movimiento según nuestras propias combinaciones, excedidas y promovidas por ella. Para decirlo con jerga más actual: el encuentro de dos estructuras de signos.

Como fenómeno, el saber leonardiano empieza con la imagen en cuanto evento mental que intuye y promueve el proceso del conocer. Pertenece a la familia de las visiones místicas, las deducciones analógicas y el sueño, todas henchidas de certidumbre, pero que no reclaman sostenes ajenos y superiores, son autárquicas y absolutas. Podemos llamar espíritu a su sujeto, si por espíritu entendemos una infinita virtualidad, que se debate entre el caos y la nulidad, y cuya actividad esencial y constante es rechazar por definitiva toda cosa, no llegar nunca al último pensamiento. Su mundo es azaroso y frágil; en él nada está garantizado como perdurable y necesario, todo es, aunque pudo ser otra cosa y, en consecuencia, es posible que lo sea. Incluso Leonardo da Vinci pudo ser otro y, según se mire, también puede ser siempre otro. No es mala imagen de la libertad humana.

En consecuencia, pensar en plan leonardiano es errar en algunas cosas que creemos conocer más o menos bien. De nuevo: posibilidad de conocer y, en especial, de reconocer. Los hechos son inestables y sólo el arte nos provee de la fijeza que nos haga falta. Interminable, pero, no por ello, menos fija. Es una paradoja convincente si aceptamos su paradójica legalidad. Se anuda con otra, ésta en forma de escena: el conocimiento y el ser juegan una partida de ajedrez, adversarios que obedecen a una misma estrategia y opuestas tácticas en una batalla felizmente simbólica. Una batalla borgiana, interminable. Se vale de una organización de la que no puede dispensarse: el lenguaje. Nada llega a acabar en el mundo del pensamiento, donde todo es transitivo, y en esta transición consiste la tarea que perfila al ser humano.

Jaspers y Valéry, filósofos sin oficio ni diploma, nos han propuesto a Leonardo como filósofo, siendo, como le gustaba llamarse, ingeniero militar. La filosofía es la cosa personal que no quiere serlo y siempre que, conforme al anterior planteamiento, eluda la tentación de volverse un sistema. Su punto de partida es estético. Presenta, de modo ordenado, la transmutación de nuestros saberes en aquello que quisiéramos averiguar. Por eso no puede ser un conocimiento peculiar y regional o, por mejor decir con Octavio Paz, porque le corresponde meterse donde no la llaman. Si el filósofo tiene alguna especialidad —reinvoco la legalidad paradójica—, es la de ser un especialista de lo universal.

Leonardo, quizás uno de los posibles Leonardos, se inscribe, como dije al comienzo, en el espacio de la ciencia moderna: el saber subordinado al poder y la inteligencia sometida a la verificación. Lo discutible viene a la hora del explicitar, algo que es verbal, y todo lo verbal es discutible, una convención discursiva. Un diálogo, por apretar los términos. Volver a Leonardo es dialogar con él mientras él dialoga con nosotros. Un tigre que salta hacia su origen, trazando una parábola de progreso, como quiere Nietzsche. O, más suavemente, más a lo Leonardo: un pájaro que sobrevuela el universo en dirección a su nido natal.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]