POR JUAN ÁNGEL JURISTO
Perteneciente a una de las grandes familias de la aristocracia cántabra –los marqueses de Casa Pombo, por vía materna, y la familia Ybarra por parte de padre– Álvaro Pombo (Santander, 1939) es hacedor de una de las obras poéticas y narrativas más originales y valiosas de cuantas han surgido tras la muerte de Franco, esa que los estudiosos han denominado «nueva narrativa española». El pistoletazo de salida lo dio La verdad sobre el caso Savolta, de Eduardo Mendoza, en el emblemático año de 1975. No es esnobismo de mi parte resaltar la condición aristocrática de Álvaro Pombo: esa condición está presente en cierta manera en toda su obra. Y no, desde luego, en el sentido que le daba Pío Baroja cuando dividía a los escritores entre aristocráticos y proletarios según describieran con gozo y verosimilitud atardeceres y amaneceres, respectivamente, sino porque se aleja sobremanera de los presupuestos de clase media de muchos de sus colegas de generación, presupuestos que a ciertos estudiosos de literatura de clara afiliación marxista les ha dado por clasificar como «literatura socialdemócrata». Con ello quiero decir que no era nada habitual en aquellos años que alguien se educara en Londres, ciudad donde vivió entre 1966 y 1977, ejerció de telefonista y regresó a España gracias a los oficios de Juan Benet y Rosa Regás. Ese mismo año publicaría su primer libro, Relatos sobre la falta de sustancia, volumen con gran profusión de personajes homosexuales, lo que prueba que era dueño de una personalidad arrolladora que le coloca muy por encima de las convenciones de muchos de los miembros de su generación, que no estarían muy dispuestos –y pongo este ejemplo entre muchos otros– a sostener que la democracia en España fue posible gracias a que el Régimen creó una clase media lo suficientemente fuerte para sostener en un futuro esta forma de gobierno. Esta condición le llevó desde el comienzo de su carrera literaria a no dejarse vencer por las convenciones, vinieran estas de donde vinieran: el que publicara Relatos sobre la falta de sustancia en el temprano año de 1977 demuestra con creces este aserto, pues no es fácilmente imaginable calibrar hoy en día el coraje de escribir sobre la homosexualidad en aquellos años desde presupuestos que rechazaban de plano ese forzarse a la marginación y la transgresión tan propio de los escritores homosexuales de los sesenta, desde Jean Genet a Joe Orton y James Baldwin, por poner tres casos de procedencia muy distinta, uno francés, otro británico y el último, norteamericano y de raza negra. Y, por si fuera poco, los personajes de este libro de relatos, de los que luego se hizo una selección en una edición posterior bajo el título de Cinco relatos sobre la falta de sustancia, nada tiene que ver con actitudes de reivindicación directa de esa condición homosexual, sino que, por el contrario, son seres llenos de complejos que se refugian en lo cotidiano, en la rutina, como un medio para huir de la vida. De vez en cuando esa falta de sustancia se ilumina cuando alguno de ellos conoce a alguien que parece abrirles la puerta de otro mundo: vana ilusión, porque el miedo se enseñorea ante cualquier otra alternativa. Libro inusual, lleno de penetración psicológica a la vez que de una descripción prolija y acertada de los ambientes que describe, Relatos sobre la falta de sustancia pertenece, ya de entrada, a esas obras que revelan a un autor de vasta condición. En estos relatos los hay llenos de una belleza especial, así Luzmila y el titulado Un relato corto, donde se aborda el clima de opresión de un colegio privado, tema enorme en la literatura europea, e insigne: recordemos Las tribulaciones del estudiante Törless, de Robert Musil o una novela muy mal conocida de Ernst Jünger, El tirachinas, novelas iniciáticas por excelencia y donde el Gymnasium es parte esencial del despertar a la vida.

Pero, en realidad, el primer libro de Álvaro Pombo data de 1973, se titulaba Protocolos y era un libro de poemas. Siempre que ha tenido ocasión –y han sido muchas–, el autor repite que su condición literaria por excelencia es su labor poética. Lo cierto es que ésta, con ser amplia, se ha visto oscurecida por el éxito habido con su narrativa, y ello a pesar de la calidad de la misma. Es probable que a Pombo le suceda en su poesía lo que a sus personajes respecto a la falta de sustancia, entendida ésta en su acepción medieval, es decir opuesta a esas cualidades que hacen que algo permanezca. Algo curioso que forma parte de su destino como poeta casi desde sus comienzos mismos: su segundo libro, Variaciones, es de 1977, el año en que regresa a España y publica su primer libro de narrativa. Ganó el Premio El Bardo, que entonces otorgaba José Batlló, pero en honor a la verdad, el jurado estaba compuesto por José Agustín Goytisolo, Carlos Barral, Esther Tusquets, Juan Antonio Masoliver y Juan Ramón Masoliver, quien no se puso de acuerdo entre dos candidatos y optaron por darle el premio al tercero en discordia, que era este Variaciones. Esta condición de «pasaba por ahí» parece consustancial al aprecio que tiene de su poesía en comparación a su obra narrativa. Algo que le sucedió, asimismo, con su tercer libro, publicado en La Gaya Ciencia –Hacia una constitución poética del año en curso–, al que le siguió Protocolos para la rehabilitación del universo, publicado por Lumen, editorial que también editaría Protocolos 1973-2003, que recogía la producción poética de Pombo hasta este año y, ya en 2009, el que parece su último libro hasta ahora, Los enunciados protocolarios. Juan Antonio Masoliver Ródenas, que conoció a Pombo en Londres cuando éste vivía allí, ha sido el principal valedor de la poesía de éste y el primero en colegir presupuestos de su narrativa partiendo de su poesía. En gran parte la labor de Masoliver ha sido la de vox clamans in deserto. Valga como anécdota el que en Historia y crítica de la literatura española, en el apartado Los nuevos nombres 1975- 1990, a cargo de Darío Villanueva, se nombra a Pombo como destacado narrador, pero no como poeta. Algo a tener en cuenta ya que la poesía de Pombo no acaba de entrar en el canon de los que establecen los valores de la actual literatura española. Labor ardua la de Masoliver, atendiendo a la condición cézanniana de la poesía pombiana, por esa mezcla de texturas, de colores, a la vez que es producto de una adecuada proyección del pensamiento filosófico.

Con su segundo libro de narrativa, El héroe de las mansardas de Mansard, de 1982, título afortunado donde los haya y ganador del Premio Herralde de novela, entramos ya en la fase en que Pombo comienza a ser tenido en cuenta, incluso en su proyección internacional, ya que gracias a esta novela y en la Feria del Libro de Frankfurt del año 85, empezaron a fijarse en él, condición que no ha disminuido con el paso de los años. De enorme impronta, la narrativa de Henry James es asimilada aquí de manera muy sui generis: esta novela de 22 capítulos se presenta como una narración de iniciación, una especie de bildungsroman de estudiada evanescencia, pues no se concreta el paisaje descrito ni el tiempo en que transcurre la narración. No hace falta; el lector bien puede imaginarse un Santander inmerso en plenos años veinte. Tampoco sabemos la edad de Nicolás, llamado Ku Kús, aunque le vemos jugando con soldaditos de plomo: la edad, pues, se adivina mediante acciones que el lector colige en correspondencias convencionales –una vez más, la introducción inteligente de la falta de sustancia en un mundo que lo exige a cada instante–. Ku Kús vive en un hotel abrumado por sus inmensas mansardas, abrumado, asimismo, por la institutriz inglesa, y gozoso de Julián, un criado que padece conjuntivitis crónica y que parece estar dotado de una fascinación casi congénita. Ese aura de lo misterioso, personalidad casi secreta de este individuo, es probable que tenga que ver con su condición bisexual, condición que Julián confiesa a Ku Kús en el temprano capítulo octavo, cuando el criado, debido a un chantaje de la pareja formada por Esther y Rafael en circunstancias en que se mezcla un cheque robado, y huye ante la asfixiante presencia de la miserabilidad humana. No menos importancia en la iniciación de Ku Kús tiene la tía Eugenia, que vive justo donde las mansardas. Es una solterona algo vampiresa –a lo Pola Negri– que le relata a nuestro héroe historias pasadas de antiguos amores, historias que se hacen realidad, corpus, cuando Ku Kús sorprende a su tía en abierto acto carnal con Manolo, un dependiente de comercio, es decir –comprende Ku Kús– a la tía Eugenia le puede pasar lo que a Julián, ser sujeto de chantaje, y es lo que sucede cuando Ku Kús sugiere esa posibilidad a Julián al ir éste a pedirle ayuda debido a su precaria situación. Más tarde Julián es detenido por la policía y luego de circunstancias que se extienden en el tiempo el lector asiste a la constatación de cierta madurez en la personalidad de Ku Kús cuando muere la tía Eugenia. La novela posee un estilo de marcada sutileza –ya me referí antes a cierta afinidad con la prosa elusiva de Henry James, aunque también se perciben ecos de la prosa de Irish Murdoch– y fue libro que fascinó porque era narración que escapaba de las garras del sempiterno realismo español. Por otra parte, el tratamiento de la sexualidad, del despertar de la misma, no carecía de interés: es curioso el contraste de miradas entre la sexualidad evanescente de Ku Kús –casi falta de sustancia– y las descripciones llenas de corporeidad de los demás, desde la masturbación de Julián a los escarceos con Manolo por parte de la tia Eugenia. La novela fue muy bien acogida y es de suponer que esa evanescencia tuviera algo que ver en esa apreciación. Ku Kús resulta un personaje simpático, claro, pero también fascinante por su falta de concreción, es un voyeur sin atributos, para emplear la acepción de Robert Musil, y esa originalidad en la narrativa española, más dada a la brocha gorda, le fue recompensada con creces al autor.