Se refiere el cubano al relato «Alguien desordena estas rosas», publicado por primera vez en Crónica, en 1952, e incluido veinte años después en el volumen Ojos de perro azul. El relato ha aparecido desde entonces en todas las ediciones de la obra en la novena posición (García Márquez, 1992, p. 107). A comienzos del presente siglo, en un taller en el Instituto Municipal de Arte y Cultura de México, Gabo impartió unas clases sobre cómo escribir una novela, tomando como ejemplo Caracol Beach, y dijo de ella que era una «novela perfecta», que es como «si se cortara un gajo de la realidad», hasta convertirse en «novela total. Su lenguaje es audaz, sorprendente» (Guerrero, 2016, s. p.).

En los años anteriores, cuando Gabo tenía como cuartel general la casa de los Diego, también aprovechaba esa amistad para ampliar el espectro de sus relaciones literarias en la isla. Cuenta Leonardo Padura que, en 1982, Eliseo era uno de los pocos intelectuales y artistas cubanos que tenían una verdadera e íntima amistad con Gabo, ya que las preferencias del colombiano eran más bien de la alta política. Durante una de sus numerosas visitas a Cuba y, en ese contexto de confianza, pidió a Lichi que le organizara un encuentro con las «jóvenes promesas» de la literatura cubana y éste eligió a Luis Manuel García, Senel Paz y al mismo Padura. Aunque el encuentro no fue demasiado interesante desde el punto de vista literario, porque Gabo apenas sacó el tema y la reunión no duró más de media hora, fue una velada inolvidable para los jóvenes, a pesar de que no dejó de imprimir un sentimiento algo extraño y contradictorio entre aquellas promesas. Leonardo Padura se refirió a ese día en las necrológicas que escribió sobre Gabo en 2014, si bien en algunas entrevistas ya había descrito aquel sabor agridulce: «Es como si se hubiera arrepentido tarde de haber convocado esa reunión —dijo Padura—; ya nadie sabía para qué habíamos quedado con él» (Esteban y Panichelli, 2004, p. 227). De todas formas, lo destacable de esa anécdota es que, por encima de interés real por los jóvenes narradores cubanos, fueron los Diego quienes, una vez más, lo ponían en la órbita del mundo cubano que él quería conocer.

En ese nivel de amistad entre García Márquez y la familia de Eliseo y Lichi, no es extraño, por ejemplo, que Gabo leyera en casa de los Diego un fragmento del discurso que más tarde pronunciaría en Estocolmo con motivo de la recepción del Premio Nobel, en 1982. A partir de ese momento, cuando el colombiano recibió de Fidel Castro el regalo de una casa de lujo en uno de los barrios más exclusivos de La Habana, la familia de Eliseo Diego y Bella García Marruz frecuentaba ese lugar, sobre todo, los últimos días de cada año de esa década, en fiestas que duraban la noche entera y a la que asistían, además de Fidel Castro y su hermano Raúl, algunos escritores bien asentados en el régimen y varios ministros y militares muy cercanos a la cúpula del poder. La intimidad entre los Diego y los Gabos llegó a ser tal que ninguno de ellos tenía que avisar su llegada a la otra casa y su estancia en ella podía prolongarse el tiempo que quisiera, con derecho a comida y cama.

Raúl Rivero ha contado un detalle muy revelador del afecto que había entre ambos escritores, Eliseo y Gabriel, y sus familias. La historia se remonta a los primeros años del siglo xx, cuando Berta, la madre de Eliseo, conoció a una chica de su edad, Rose, mientras estudiaba en un colegio privado de Nueva York. Llegaron a ser grandes amigas y, cuando Berta volvió a Cuba, se escribieron muchas cartas durante largos años. Con el tiempo, Berta fue la madre de uno de los poetas más importantes de la lengua española en el siglo xx y Rose la de un tal John F. Kennedy, que sería más tarde presidente de los Estados Unidos, asesinado, entre otras razones, por la tensa relación entre Cuba y Estados Unidos en los primeros sesenta. Cuando le contaron la historia a Gabo, éste sugirió que habría que ofrecer esas cartas a la Fundación Kennedy para que las publicaran. Sin demasiado esfuerzo, consiguió el teléfono de esa fundación e hizo la gestión en persona. Llamó y dijo «Aló, soy Gabriel García Márquez». Del otro lado salió una voz en español, que contestó, antes de colgar: «Está bien, yo soy el Pato Donald» (Rivero, 2016, s. p.).

Esa situación de familiaridad entre los dos clanes se mantuvo hasta finales de los ochenta. Tras el caso Ochoa, algo cambió en la relación de García Márquez con una parte de la sociedad cubana, pues su papel como defensor de la vida, frente a la condena y posterior ejecución de Ochoa y De la Guardia, fue visto como poco eficaz o incluso poco comprometido con los damnificados por aquel caso. Es cierto que trató de convencer a Fidel Castro para que no llevara a cabo su propósito, pero el esfuerzo no fue suficiente, a pesar de la gran amistad que lo unía a De la Guardia. Lichi trató de evitar los juicios acerca de la actitud del colombiano, aunque la sola mención de sus palabras da cuenta de la suavidad con la que Gabo dijo su opinión, porque un juicio más riguroso habría quizá puesto en peligro su amistad con el dictador. Así lo cita Lichi: «El premio nobel colombiano dijo a un periodista que estaba en contra de la muerte, porque la muerte le parecía un imperdonable error de la vida, y por tanto ningún hombre tenía derecho a matar a otro» (Alberto, 1997, p. 229). Parece ésa una frase más cercana a un estilo narrativo, propio de novelas como Cien años de soledad o El amor en los tiempos del cólera, que un alegato en favor de un amigo o en contra de un severo e injustificable abuso de poder. Eso no quiere decir, por otro lado, que la amistad con los Diego o con otras familias cubanas perdiera sentido; lo que ocurrió a partir de entonces fue la culminación de un camino que había comenzado, al menos, desde la concesión del Nobel: Gabo cada vez se acercaba más y más a los políticos y poderosos cubanos, pese a sus desmanes, y menos a los escritores e intelectuales.

Desde hace poco se puede indagar más a fondo en la historia de la vida cubana de Gabriel García Márquez porque su familia vendió los manuscritos, cartas y documentos personales del nobel, así como algunos de los borradores de sus novelas, incluyendo la obra inédita hasta la fecha, a la Universidad de Texas en Austin, y se encuentran ya perfectamente catalogados en el Harry Ransom Center de esa institución. Además de los documentos, hay varias carpetas con más de mil fotografías, que complementan los datos escritos que se guardan en las carpetas de los manuscritos. Allí se localizan, por ejemplo, un par de cartas escritas a mano, con una magnífica caligrafía, de Eliseo Diego, de 1982, una del 29 de agosto y otra del 16 de septiembre. En la primera, con un tono amistoso, pero también de cierto respeto, le pide un favor para una colombiana amiga, a quien le había presentado tiempo antes en la casa del Vedado, Patricia Suárez Piñero, que pretende volver a su país después de haber pasado unos años de exilio en Holanda y otros tantos en Cuba, porque desea servir a su patria y ser útil a su pueblo. Quiere que Gabo utilice sus influencias de altos vuelos para conseguir que el Gobierno colombiano le permita entrar en el país. Se nota por el tono de la carta que no quiere molestarlo. De hecho, en el margen izquierdo escribe cuatro líneas en vertical, donde dice lo siguiente: «Querido Gabriel: vacilo, no sé si enviarte estas líneas o no. Pero, si no te las mandara, significaría que te respeto más allá de la amistad pura y simple. Haz lo que puedas, entonces. Y si no, es lo que habría hecho yo en tu lugar y basta» (Ransom, 55, 1).[i]

En la segunda carta, Eliseo pone a Gabo al día de los acontecimientos familiares, ya que, en la última visita del colombiano a La Habana, dejó a Rodrigo, su hijo, viviendo una temporada con los Diego. Eliseo cuenta un viaje de Rapi, su hijo mayor, con Rodrigo a la sierra Maestra para filmar una película y, después, se sincera con Gabo, manifestando la alegría que siente al tener a su hijo Rodrigo viviendo con ellos:

Quiero que Mercedes y tú —asegura con vehemencia— sepan que tener a Rodrigo en casa ha sido una fiesta para todos —una fiesta en el sentido más puro de la palabra—. Ha hecho suyas nuestras dificultades como si fueran la cosa más natural —como un cubano, o mejor, un hijo más—. ¡Qué inteligencia, y tacto, y delicadeza, y simpatía! ¡Cómo nos ha hecho reír! ¡Y acompañado, y consolado también! Para los muchachos, un camarada; para Bella y para mí —salvando el abismo de los años—, un amigo entrañable. Pero es como a hijo que lo vemos de veras, y nos va a costar trabajo devolvérselo (Ransom, 55, 1).

 

Las confianzas son de ida y vuelta porque, al final de la carta, queda consignado que Lichi está pasando una temporada con la familia García Márquez, lo que quiere decir que el mecenazgo del colombiano sobre la incipiente carrera literaria del cubano es ya un hecho desde los primeros años. Como en la carta anterior, hay varias líneas en el margen izquierdo del papel, en vertical. Son del 19 de septiembre, domingo, y Eliseo expone que Rodrigo y Rapi acaban de regresar de la sierra y han comentado que ha sido la experiencia más importante de su vida. Son los primeros pasos del hijo de Gabo en el mundo del cine, en el que se integró definitivamente cuando, años más tarde, fue a vivir a Los Ángeles y comenzó a realizar películas.

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