POR YANNELYS APARICIO

En su carrera «política» por alcanzar la amistad y el cobijo de los poderosos, el más tarde nobel de literatura Gabriel García Márquez arribó a La Habana en 1975 con un plan muy concreto: llegar hasta Fidel Castro. En el verano de ese año, en uno de los primeros viajes, se presentó de improviso en el domicilio de los Diego, llamó al timbre y, cuando le abrieron, comentó: «Me han dicho que aquí vive un buen escritor. Seguro que visitaré mucho esta casa» (Esteban y Panichelli, 2004, p. 133). El contacto se lo habían dado en México Jomi García Ascot y María Luisa Elío, los dos catalanes a los que Gabo dedicara ocho años antes su novela Cien años de soledad, que conocían al poeta cubano y sospechaban que entre los dos podría surgir una buena relación. Los españoles no se equivocaron, porque aquella del verano de 1975 fue la primera de muchas visitas que, a partir de entonces, haría el colombiano al nido familiar de los Diego. El hijo escritor de Eliseo, Lichi, describió con detenimiento en su libro Dos cubalibres esa primera visita de Gabo a la casa del Vedado. Llegó cuando el poeta se encontraba fuera de La Habana, pero Bella, su esposa, lo trató con una familiaridad exquisita, porque era quizá la «devoradora» de Cien años de soledad más «entusiasta» de la capital cubana por aquellos tiempos. Cuando Gabo le dijo, después de observar con placidez los muebles de la estancia, que él ya había estado allí muchas veces, de niño, y todas fue para bien, Bella, en lugar de mostrar extrañeza, con la misma naturalidad del colombiano, le contestó: «Viejo, lo mismo me sucede con Macondo» (Alberto, 2004, p. 57).

Gabo sabía, además, que Eliseo podría ser un buen cicerone literario para la Cuba de los setenta, que todavía guardaba cierto respeto por la generación de Orígenes, a pesar de que la revolución había llevado las modas literarias a las antípodas del ideario de la mayoría de los origenistas. Cintio Vitier, Fina García Marruz y Eliseo Diego eran referentes culturales prestigiosos porque ni se habían exiliado, como Gastón Baquero, ni habían adoptado el insilio, como Lezama, quien moriría al año siguiente, bastante apartado e incluso olvidado dentro de los contornos insulares, o Virgilio Piñera, que cayó en desgracia en los setenta y fue condenado al ostracismo, al igual que Lezama, por su doble condición de homosexual y poco afín al proyecto ideológico de la dictadura.

La segunda mitad de los setenta se pobló de tertulias, encuentros, charlas y celebraciones entre los Diego y los García Márquez, varias veces al año. El colombiano solía residir en el hotel Nacional, sobre la calle 21 y la O, pegado al malecón y a un paso de la Rampa (avenida 23), zona turística del Vedado muy cercana a la casa de los Diego. Allí acudía a diario García Márquez y las conversaciones literarias se alargaban casi siempre hasta altas horas de la madrugada. Fefé Diego, la hija menor de Eliseo, gemela de Lichi, ha comentado en varias ocasiones el resultado de algunos de aquellos encuentros: «A papá —decía en 2003— le gustaban las novelas raras, de temas extraños; también las esotéricas. Gabo las conocía todas, lo había leído todo. Su cultura literaria era impresionante. Y hacían competencia, para ver quién conocía más títulos y argumentos» (Esteban y Panichelli, 2004, p. 133).

Pero no sólo se comentaban las obras maestras de la literatura universal, sino que, como en cualquier tertulia literaria de escritores que se conocen bien y tienen confianza unos en otros, se pasaba revista a sus propias creaciones, tanto las que ya estaban publicadas como las obras en marcha. Se leían manuscritos y las opiniones no se hacían esperar. En una ocasión, se entabló una polémica sobre la que ya la crítica académica había comenzado a investigar: el realismo mágico. Hacia la mitad de los setenta, se habían publicado algunas obras al respecto, como la de Agustín del Saz sobre el uruguayo Silva Valdés (1956), la de Rogelio Llopis sobre los cuentos fantásticos cubanos (1968), la de Giuseppe Bellini sobre el realismo mágico en Demetrio Aguilera Malta (1969), la introducción a la literatura hispanoamericana de Jean Franco (1969, primera obra en inglés sobre el tema), la de José Hildebrando Dacanal, Realismo mágico (1970), la antología del realismo mágico de Jorge Ayora y Dale Carter (1972), la de Terezinha Alves Pereira sobre el realismo mágico en Julio Cortázar (1976) y la más conocida, la de Enrique Anderson Imbert, El realismo mágico y otros ensayos (1976). En aquella diatriba, cuando ya eran todos conscientes de que el marbete se había terminado asociando a Cien años de soledad más que a ninguna otra obra de un autor latinoamericano, Eliseo quiso ponerle algunos reparos. Declaraba Fefé: «Papá le preguntó que, si eso es así [si sus historias son verdaderamente realistas], cómo se explicaban pasajes como el de la ascensión de Remedios la Bella al cielo en una sábana. Él contestó que eso también era real, porque la gente del pueblo decía que una muchacha de la localidad se había ido al cielo. Luego, si lo comentaban, era porque había ocurrido» (Esteban y Panichelli, 2004, p. 133).

Con el tiempo, los «Gabos» llegaron a formar parte de la familia Diego. Recuerda Fefé que, cuando llegaba del trabajo por las tardes, en muchas ocasiones se los encontraba allí, porque Gabo iba con Mercedes, nunca solo. «De hecho —«apunta la hija de Eliseo—, ella era la que llamaba siempre para avisar que llegaban. Al verlos allí, yo reaccionaba de la misma manera que si fueran mis hermanos o mis tíos» (Esteban y Panichelli, 2004, p. 133). Lichi, el gemelo de Fefé, ha reflejado, asimismo, el ambiente que reinaba en la casa de los Diego, en aquellas tertulias interminables en las que su padre era el mago de la palabra, con Gabo o con otros escritores e intelectuales:

El poeta Eliseo Diego era un patriarca generoso que ejercía una fascinación irresistible; habanero de pura cepa, conversador y simpático como pocos, papá enamoraba a tirios y troyanos con su manera de contar historias de la tragicomedia insular, hasta que se dormía en el sillón del comedor sin decir las buenas noches, con un vaso de aguardiente posado sobre los muslos, y mamá le quitaba el cigarro que se consumía, en larga ceniza, entre los dedos de su mano; la fiesta entonces seguía en torno a los ronquidos del poeta, hasta la salida del sol (Alberto, 1997, p. 13).

 

Y aseguraba que su padre «era uno de esos hombres encantados por la poesía que nos hechizan con su presencia y nos deslumbran por el ejercicio magistral de la sencillez» (Alberto, 1997, p. 225). La casa del Vedado de los Diego fue siempre un lugar de reunión. Había un patio no demasiado grande en la zona trasera, que se utilizaba todas las noches para sentarse a contar historias. «Ahí se sumaban nuestros amigos —anota Lichi—. Lo mismo pasaban Pablito Milanés y Silvio que los poetas de cualquier generación. Como sabes, toda mi familia pertenece al arte y la cultura: músicos, poetas, bailarines, actores, y la casa de reunión era la nuestra. Papá era un hombre encantador, un pizpireto, y mamá era encantadora y bella, como dice su nombre. Además estaban los amigos de papá: Lezama Lima, Fausto Carrero —un gran pintor cubano— y después Gabriel García Márquez; luego los trovadores más jóvenes: Sara González, Virulo… Aquello era una fiesta» (Licona, 2006, s. p.). En aquellas veladas interminables en las que Eliseo y García Márquez eran protagonistas, Lichi descubrió que quería ser escritor, y llegó a ser un alumno distinguido del colombiano, a quien consideraba como un padre. Cuando Lichi era ya un escritor consagrado, todavía García Márquez le daba consejos o manifestaba su opinión sobre sus obras. A punto, por ejemplo, de publicar Esther en alguna parte, Gabo comentó: «Qué buen título. Si yo hubiera escrito una novela como ésta, Esther aparecería en el último capítulo». A lo que Lichi replicó: «Como soy su discípulo más avanzado, en mi novela Esther aparece en la última línea» (Licona, 2006, s. p.).

El capítulo más interesante de esa relación de Lichi Diego con Gabo, nacida en el entorno de la amistad de Eliseo con el colombiano, es la historia de la creación y posterior destino de la novela Caracol Beach, con la que el cubano ganó el primer Premio Alfaguara, de 1998. Todo comenzó en 1989, en un taller literario de la Escuela de Cine de San Antonio de los Baños, impartido por García Márquez a diez alumnos, entre los que se encontraba Lichi, que fungía como asistente del profesor. En medio de todas las historias que allí se contaban para hacer un guión de una película, alguien aportó la anécdota de cuatro puertorriqueños que habían sido acosados por un individuo una noche cualquiera, y enseguida hubo sugerencias para el tipo de personaje que debería ser el asaltante. Lichi propuso que tendría que ser un suicida. Más tarde, el cubano escuchó varias historias de psicópatas que terminaban en muertes voluntarias. En 1994, Gabo pidió a Lichi que escribiera algunas de esas historias como un guión para una película. Éste eligió la de un cubano en la guerra de Angola en los años setenta y ochenta. La película no se llegó a realizar, pero ese personaje quedó latente hasta algo más tarde. Lichi explicó todo esto en el prólogo a su novela, que dedicó al maestro, porque el impulso final para escribirla llegó precisamente de él:

Hace dos años [1996] volví a leer un cuento de Gabriel que empieza con esta frase que es, en sí misma, una joya narrativa: «Como es domingo y ha dejado de llover, voy a llevar un ramo de flores a mi tumba». Entonces me senté a escribir esta novela sobre el miedo, la locura, la inocencia, el perdón y la muerte (Alberto, 1998, p. 10).

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