POR JUAN GÓMEZ BÁRCENA
Érase una vez cuarenta artistas iberoamericanos que recorren México en un autobús, becados por el Fondo Nacional de Cultura y las Artes. En el interior de ese autobús reina cierta atmósfera a excursión escolar: se escuchan conversaciones y risas y canciones de Aterciopelados cantadas a voz en grito. En uno de los asientos traseros viajo yo: apenas hablo, no me río, tampoco canto. Puede que ni siquiera sepa todavía quiénes son los Aterciopelados. Tengo veinticinco años, el pelo muy corto, un bigote ridículo. Tengo los veinte mil pesos de nuestra primera asignación escondidos en el doble fondo de una mochila, como recomienda la guía Consejos para tu primera vez en México. Lo que no tengo todavía es una novela publicada. Recuerdo todas y cada una de las cartas de rechazo editorial que recibí a lo largo de aquel verano; el verano que España ganó el Mundial de Fútbol y yo perdía todos los premios literarios a los que me presentaba. Era el más joven de los cuarenta becados, o al menos así me recuerdo yo: pequeño e insignificante entre todos esos artistas consagrados o que entonces me parecían consagrados. Escritores que ya han publicado sus primeros libros, directores de cine que han filmado películas, pintores que celebran exposiciones individuales. Trece años más tarde, quiero recordar los nombres y las nacionalidades de cada uno de los pasajeros de ese autobús. No lo consigo. Recuerdo a un director de cine panameño y a una pintora uruguaya; una bailarina nicaragüense, una narradora argentina, un músico colombiano. Recuerdo, claro, a un poeta chileno. Recuerdo su aire ausente y melancólico; recuerdo su cabello largo y las gafas gigantescas tras las que parecía esconderse. En algún lugar entre San Miguel de Allende y Guanajuato, ese chico con cierto aspecto de intelectual de los setenta me preguntó si el asiento que había a mi lado estaba ocupado. No lo estaba. ¿Eres escritor? me preguntó en el momento de sentarse. Ojalá, le contesté. Y él, el poeta chileno, se echó a reír.
Ése es Alejandro Zambra: una persona que sabe reírse siempre de las cosas que a uno le parecen serias.
Un mes después estábamos viviendo en el mismo bloque de departamentos de la calle Anaxágoras, en la Ciudad de México. Yo fracasaba con un nuevo libro y él revisaba los relatos que algún día compondrían Mis documentos. Para entonces ya éramos amigos. Habíamos intercambiado recomendaciones de lectura y vasos de mezcal; cajetillas de cigarrillos y consejos vitales en ciertas noches que parecían definitivas. En realidad era casi siempre él quien sabía brindarme esos consejos, esas recomendaciones, esos cigarrillos: yo me conformaba con ser capaz de sorprenderlo cada tanto con un libro que no hubiera leído, y puede que llegara a consolarlo también una o dos veces por cosas que hoy ya no tienen importancia. Eso bastaba. Porque Alejandro había vivido por aquel entonces mucho más que yo y había leído muchísimo más aún. Podría decirse que ésa fue su primera enseñanza, que el escritor es ante todo alguien que lee sin cesar, que ama la literatura no como un camino -¿a dónde?- sino como un fin en sí mismo. Recuerdo la fascinación que me produjeron algunas de sus recomendaciones: Jorge Barón Biza, Natalia Ginzburg, Clarice Lispector. Recuerdo también el curso sinuoso de nuestras conversaciones, mezclándose con las volutas de humo de nuestros cigarrillos. Todo mentor tiene un reverso oscuro: en aquellas conversaciones, Alejandro Zambra me enseñó a leer los libros que quería escribir y también me enseñó a fumar.
Alejandro Zambra es también eso: un escritor que enseña, tal vez sin proponérselo. Enseña con sus libros y con sus gestos. Enseña a quienes conoce y a los que no, a los que tan sólo -¿tan sólo?- le leen en la distancia.
Leer a Alejandro Zambra. Conviene explicar que por extraño que parezca, por aquel entonces todavía no había leído ninguno de sus libros. Tal vez tenía miedo de que me decepcionara; tal vez se me hacía extraño creer que vivía con un auténtico escritor en la puerta de al lado. Sea como sea, no pude postergarlo más tiempo. Un día se presentó en mi cuarto con sus dos novelas publicadas hasta la fecha, Bonsai y La vida privada de los árboles. Era un gesto insólito y hermoso, porque Alejandro casi nunca hablaba de los libros que escribía: prefería hablar de las cosas que estábamos por escribir. Yo no tenía ningún libro que ofrecerle a cambio, así que sólo pude darle las gracias y tal vez invitarle a un cigarrillo. Leí ambos libros esa misma noche: una noche que recuerdo larguísima, porque en ella hubo tiempo para muchos descubrimientos. Me resulta difícil decir qué encontré en aquellas escasas doscientas páginas que no había visto o comprendido hasta ahora. Lo que vi o comprendí fue quizás esto: allá dentro, en esas páginas, estaba mi amigo Alejandro. Lo que escuchaba no era una compleja pirotecnia de frases ensambladas con esfuerzo las unas a las otras; lo que resonaba en mi cabeza era su voz, con la misma ternura y exactitud, con la misma poesía con que sabía hablar de su propia vida. Aquellos libros eran Alejandro hecho literatura. ¿Y mis libros? me pregunté entonces por vez primera. ¿Acaso se me veía a mí en mis libros?
Alejandro Zambra es alguien que confía en su propia voz y nos obliga a preguntarnos por qué no confiamos nosotros en la nuestra.
Pero el mayor milagro que mi amigo operó en mí fue probablemente éste: logró que me inscribiera en un gimnasio. Previsiblemente, no duré mucho más de una semana. Pero recuerdo que en el momento de rellenar el formulario de ingreso, dudé, como siempre dudaba por aquel entonces, al rellenar la casilla “Profesión”. Escribí “Estudiante” y Alejandro me arrebató el papel. ¿Cómo que estudiante? Pon ahora mismo escritor, me dijo; tú lo que eres es escritor. Y yo le hice caso y ya no pude dejar de escribir, para hacerlo cierto. Desde entonces no he vuelto a dudar: de profesión, escritor. Bueno o malo, como puede haber buenos o malos fontaneros, buenos o malos o hasta pésimos taxistas, pero taxistas al fin y al cabo.
Alejandro Zambra: alguien que te habilita para ser la clase de escritor que deseas ser.
¿Qué clase de escritor deseaba ser yo? No tenía ni idea. Alejandro parecía saber algo más que yo, algo que yo ignoraba, pero por algún motivo prefería callar. Durante el período de beca escribí muchísimo y le envié tres, siete, puede que doce relatos. Muchos de esos envíos los acogió con un piadoso silencio. Otras veces me sugería diplomáticamente algunos cambios, o mejor dicho me hacía preguntas que me obligaban a que yo mismo reconsiderara todo el texto. Pero hay un relato, hay un encuentro que no he olvidado. Ocurrió la última semana de beca; puede que el último día. De nuevo se presentó en mi cuarto, con unos papeles bajo el brazo. No era su novela: era mi último relato. Y esa vez dijo simplemente: Esto sí. Esto sí me gusta. Aquí sí te veo. Eso me dijo, justo antes de que dejáramos de vernos por varios años: Aquí sí te veo, Juanito. Horas más tarde, mientras sobrevolaba el Atlántico para regresar a casa, pensaba en mi vida en México, que terminaba, y pensaba también en Alejandro, y en ese relato que ahora sí, por fin le había gustado. Y entonces supe por vez primera que algún día iba a publicar un libro; porque si había logrado estar a la altura de las expectativas de Alejandro una vez, aunque sólo fuera una sola, entonces podía repetirlo.
Aquí sí te veo, me había repetido al darme el abrazo de despedida. Así que no cabe duda de que nos seguiremos viendo, Juanito. Nos estamos viendo, pues, en los libros.
Alejandro Zambra: alguien que siempre sabe cómo cerrar una historia.