TIPIFICACIÓN DE LA BAJURA: ¿NO HAY NOMBRES DE LO DIGNO QUE SUSTITUYAN A ESE FRAUDE SUCESIVO?

 

Anteriormente habíamos comentado la ausencia de estudios profundos sobre el tema que nos incumbe, no solo en el plano teórico, explicativo, argumentativo o didáctico, sino también en el nivel clasificatorio. Por esta razón, vemos necesaria una categorización que nos sirva como acercamiento a las nociones tratadas. Podemos empezar por una clase que resulta una paradoja dentro de nuestra clasificación, ya que puede convertirse en un autor de calidad e incluso en clásico. Los denominaremos dorados y cuestionan los términos «epígono» y «epigonalidad» como obra mediocre, anodina o trivial puesto que salen del mismo rápidamente. Nos encontramos en este apartado a autores que comienzan con obras epigonales, pongamos como ejemplos a Juan Ramón Jiménez, José María Fonollosa o Federico García Lorca, y tras esos inicios bajo la influencia, la necesidad de afiliación o la afinidad con alguna corriente literaria, forjan su propia manera de decir, su creación personal y única. En el caso de Juan Ramón Jiménez aludimos, en concreto, a libros de poemas como Ninfeas y Almas de violeta, ambos de 1900 y ambos rechazados por el propio autor. El título del primero procede de Villaespesa, uno de sus principales mentores, y siguen la línea modernista trazada por Rubén Darío más un sobado intimismo becqueriano. Sin embargo, en esos poemarios se vislumbra «el estado errante y febril de mi tan anhelada poesía mayor». También Bécquer y Rubén Darío, Antonio Machado y el propio Juan Ramón son sombras demasiado alargadas, pesadas y caras en el Lorca de Libro de poemas (1921). Por su parte, los comienzos de José María Fonollosa se originan con La sombra de tu luz (1945) y Umbral del silencio (1947), dos libros que como muy bien ha explicado José Ángel Cilleruelo en su edición de Ciudad del hombre: Barcelona (1996) pertenece, el primero, al influjo dominador de la Generación del 27, mientras que el segundo, está en la órbita religiosa de la época.

Por otra parte, otro grupo se encuadra dentro de lo que habitualmente se ha tomado por epígono: un autor que llega con retraso al brillo de un movimiento o generación. Se trata de los rezagados y, en ocasiones, puede ser el colofón de una senda poética, de un grupo o de un clásico. Una ejemplificación clara la encontramos en la figura de Miguel Hernández, calificado como «epígono genial de la Generación del 27» por Dámaso Alonso. Reflejan ese llegar tarde a la foto, a veces por la edad, otras por la tardanza de sus publicaciones o simplemente por puras y duras artimañas del medio literario. Hay que tener en cuenta que el trato de la literatura como historiografía y el canon como círculo irrompible genera una información filológica inamovible, llena de inercia, escasísima en revisionismos y proclive a la repetición. Estas actitudes acríticas y anti-analíticas ‒más propia de la vagancia y la poltrona‒ arrinconan, difuminan o rebajan la posible importancia y calidad de otras obras.

En otro lado nos encontramos a los Paraninfos. Como su nombre indica, muestran ese estado de anunciación ‒en este caso, de una nueva estética, de un nuevo gusto‒, pero se quedan ahí, entrevén nuevas formas de creación y sirven de humus para los clásicos y los grandes autores. Nos referimos a aquellos que nunca progresan, que se quedan estancados entre una cosa y otra. Todo linaje necesita un origen, pero este impulso se queda en eso, en el empuje, sin que llegue a cuajar en excelsa singularidad. Se trata de los autores que suelen terminar como grandes promesas. Incluso puede ser una línea estética; pongamos como ejemplo al Ultraísmo y apuntemos algunos motivos. En primer lugar está su fuerte herencia futurista, que apenas le hace despegar a pesar de sus asideros teóricos y también ‒y más importante‒ la escasez de obras tanto en volumen como en calidad ‒aunque aquí habría que matizar largo y tendido‒ que provocan que sus propuestas no se asienten de un modo contundente y que posteriormente sea la «generación del 27» quien se consagre a través de sus diferentes obras de referencia. Otro ejemplo de esta clase epigonal, más distante en el tiempo, lo tenemos en Álvarez de Cienfuegos y su «Escuela del sepulcro», poema en el que muestra el desengaño y el nihilismo que José de Espronceda desarrollará posteriormente con mayor maestría. Poesía deshilachada que pronto se convierte en anécdota o en nota filológica.

En cada promoción, grupo o generación literaria la calidad y el estilo reconocible casi siempre se presentan de manera muy reducida. Lo normal y lo destacable son uno o dos autores y otro número amplio que entra en rehechuras de fórmulas y cuya aportación artística resulta mínima o nula ‒ahora nos referimos ya a otro tipo epigonal, los Segundones‒. Y todo esto a pesar de que algunos pretendan convertir los rediles grupales en salvamento de sus mediocridades. Las voces poéticas menores o medias, de segunda división, moderadas, sobresalen más por su sugerencia o por sus tretas contextuales que por sus logros y originalidad. Los Segundones representan a los poetas que bajan demasiadas veces el diapasón de intensidad expresiva y condescienden en exceso con sus defectos. ¿Qué distingue a un primer espada poético de un segundón? El concepto de aportación se revela esencial para la distinción de un epígono ‒y no solo de ellos‒, sino también para su diferenciación con un clásico. Y aquí nos encontramos muy cercanos al aforismo remasterizado a lo Eugenio d’Ors del ensayista Óscar de la Torre: «Todo aquello que no es clásico, es epigonal» y nos alejamos del buenismo crítico, del todo vale, del café para todos de estas últimas décadas. Cada clásico supone una contribución y una confirmación de ruptura de las normas del discurso literario hasta entonces establecido. ¿Qué aporta Góngora, Bécquer o Lorca? Los segundones no poseen originalidad expresiva ni un mundo renovador y personal. Tanto el valor representativo como el valor expresivo de sus obras poéticas no participan de lleno en la singularidad, en aquello «que pone el énfasis en lo irrepetible, en lo único, en lo que individualiza» ‒Friedrich von Schlegel nos susurra estas palabras‒.

Para que la obra de un clásico fructifique no solo debe contar con lectores y críticas, también tiene que poseer seguidores de su creación. Nos hallamos en esta punta de la epigonalidad con los Gregarios, es decir, aquellos que gozan de la habilidad del mimetismo y actúan como comparsas. Encarnan el inmovilismo y el enganche a la moda de turno. Si un clásico posee las proporciones exactas, un epígono de este tipo desarrolla el abuso inconsciente de un modelo. Ahí están los imitadores de la escuela Provenzal, los de Góngora y Quevedo o los de la Poesía de la Experiencia y la del Silencio ‒en sí, poéticas redichas‒. Es cierto que la imitación es un acto connatural al arte; sin embargo, ese carácter mimético supone, en esta escala, un oscurecimiento del modelo y una desmejora del patrón. Aquí no se rompe ni se enriquece ni se transforma lo dado. Estamos lejos de la ganancia semántica o de la transgresión estilística. Por un lado, expanden la estela de un clásico, de una obra maestra o de una tendencia y, por otro, detienen o suspenden la aparición de otras formas novedosas y rupturistas de creación. Todos proclaman con continuidad y al unísono, una formula poética.

En la mitad de la tabla epigonal nos encontramos con los poetas de transición. Los denominaremos Intermedios. Se caracterizan por residir entre formas estilísticas de tránsito o misceláneas, por esta razón, al creer que viven en cierta frescura creadora, paralizan o reprimen cualquier atisbo de transgresión de la norma. Normalmente, este tipo de epigonalidad se produce en ámbitos poéticos de búsqueda, es decir, en momentos en que una vía o movimiento literario ha dejado de tener fuerza, en ese instante se engendra la irrupción de múltiples epígonos que se encuentran a caballo entre el pasado y lo que está por venir. Volviendo al Ultraísmo, fijémonos en sus distintos impulsores y acerquemos brevemente la lupa: al hacer un repaso de las diferentes y principales revistas de esta corriente literaria como Grecia, Ultra, Cervantes o Cosmopolis, así como de sus traductores y poetas ‒Cansinos Assens, Eliodoro Puche, Rogelio Buendía y otros como Ernesto López-Parra y J. Rivas Paneda‒, tienen su periodo de formación y sus primeras creaciones dentro del Modernismo, para pasar a la vanguardia ultraísta y no alzar el vuelo. Entre la lucha por contrarrestar las vulgaridades y ramplonerías modernistas de tercera y el impulso de las Vanguardias quedó un gran número de autores que no supo por dónde tirar. Ha pasado en otros periodos del siglo XX, principalmente entre las marcas de las grandes generaciones poéticas españolas, como las del 27 o el 50.

Otro de los frenos del progreso de la literatura son los Degradados. Esta epigonalidad supone la escala más baja. Este fondo significa la mediocridad a secas, la ramplonería expresiva, la cursilería revestida de variada y supuesta tradición ‒en rezo postrado a su dinámica‒, los riesgos sin riesgos, las rimbombancias y las mezcolanzas del cajón de sastre… La decadencia, la hiperrepetición y la archimitación. La cantidad de ejemplos es infinita; quedémonos con Gaspar María de Nava Álvarez, quien escribió odas y anacreónticas en el más anticuado estilo rococó. Y, más cercanos en el tiempo y en palabras de Óscar de la Torre, «las tendencias neo-, que en sí ya son una doble epigonalidad […] recuerden los cansinos neo- de los años noventa en España: neosurrealismo, neorrealismos, neorromanticismo, neoimpresionismo, neosimbolismo; o el eclecticismo de esta primera década del siglo XXI». La repetición cansina supone el agotamiento de las formas y los contenidos. La falta de posibilidades de renovación crea la inercia justificada y la inconsciencia de la comodidad, algo que, como veremos, también tiene su reflejo en la crítica y el contorno lector.