POR  JOSÉ LASAGA MEDINA

La bestia rubia no es un animal interesante.
El hombre es un final.

NIETZSCHE

Avecindar el nombre del más intempestivo y actual de los filósofos al «animal» significa casi automáticamente relacionarlo con el episodio que Nietzsche vivió en una plaza de Turín en vísperas de su locura, cuando se abrazó al cuello de un caballo maltratado. Ni siquiera sabemos con seguridad que sea cierto. Algunos biógrafos arrojan dudas razonables, pero de lo que no cabe dudar es de la presencia del animal en la obra de Nietzsche desde su inicio. Si se quiere ver detrás de la máscara de Dionisos la forma (Gestalt) indecisa de la animalidad, no erraremos mucho.

Primero aparece el animal como el no humano feliz que vive el instante sin el peso de la memoria. Gracias a ello es feliz. Pero pronto, en cuanto rompe con su maestro Schopenhauer, ve la cuestión del animal como un interesante error de la naturaleza. Esta perspectiva sobre lo humano fue el punto de partida del gran combate que mantiene la obra de Nietzsche contra el campeón del siglo xix: el Espíritu (Geist). Es verdad que contó con un notable escudero en el combate, el ya mentado Arthur Schopenhauer, que le preparó el terreno con una poderosa obra, El mundo como voluntad y representación, y una deliciosa ironía: «¿El Espíritu? ¿Quién es ese mozo?».

La batalla no está decidida aún, a pesar de que el siglo XX vivió algunos episodios muy dramáticos como el del combate de la Raza contra el Espíritu (y añado entre paréntesis que las ideas de Nietzsche fueron manipuladas en él). Pero indudablemente fue él quien planteó la querella entre el animal y el espíritu con la mayor honradez, retrocediendo hacia el animal, no dando por asegurada desde los cielos la condición humana pero aceptando el reto de que aquella animalidad mal fijada merecía un destino que pudiera tocar, aunque fuera con la punta de los dedos, lo divino. En cualquier caso, una existencia capaz de trascender el círculo de hierro de la necesidad animal.

 

I. PÉRDIDA DE PRIVILEGIOS

Dudar de la dignidad humana, de la centralidad del Hombre en el universo; Nietzsche se atreve a extraer las consecuencias incoadas en la filosofía de Schopenhauer: «Reconocer la animalidad del hombre, no solo eso, sino afirmar en la animalidad la esencia del hombre: ese es el pensamiento grave, decisivo, precursor de tempestades, el pensamiento frente al cual todo el resto de la filosofía moderna queda reducido a hipocresía…» (Colli, 1988, p. 76). Se trata, pues, de invertir la posición del hombre en la naturaleza aceptada desde Pico della Mirandola hasta Feuerbach y Marx: de ser el hombre su cénit, su animal de éxito, pasa a ser visto como animal enfermo. La idea ya está en Hegel, pero en su antropología la enfermedad es, a la vez, necesaria y transitoria. Gracias a la marcha segura del Espíritu, sabemos que la «conciencia desgraciada» existe en un peregrinaje desde la conciencia animal, enajenada en lo sensible natural hasta la reconciliación en el saber absoluto. No es difícil ver la diferencia entre esta enfermedad y la que se anuncia con Schopenhauer y Nietzsche. El cambio no puede ser más radical: mientras que antes la curación se llamaba «Espíritu», ahora es el nombre de la enfermedad. Nietzsche viene a decirnos que el animal humano ha sido abandonado por la naturaleza a su suerte porque se «olvidó» de cerrar los órdenes de existencia de la especie –lo que Nietzsche llama «instintos»–. O, dicho de otro modo, la naturaleza decidió experimentar otra variante de vida. El hombre es «el animal aún no fijado». Repárese en que el concepto de animal que aparece en la definición es lo único que aporta algún contenido al definiens, mientras que la diferencia específica es una negación. Tanto, pues, como confesar que hemos dejado de saber lo que somos. Y no se trata de un no saber conceptual, sino de algo más profundo y dramático, de un no saber que afecta a la fuente de donde brota la seguridad y la confianza que los europeos venían sintiendo desde el Renacimiento. Esta especie de no definición sugiere una nueva oscilación de la sensibilidad europea hacia el polo de lo animal reuniendo en una peculiar síntesis los motivos de Rousseau y de Darwin, aunque rechazando del primero la idealización y edificación –en suma, el optimismo de una naturaleza «bien concebida» aunque pervertida por el proceso histórico– y criticando en el segundo el carácter finalista de la evolución. Y no solo eso. Nietzsche no tuvo ningún problema para aceptar la hipótesis de la procedencia animal del humano, pero sí para admitir que la naturaleza –lo diré coloquialmente– sabe lo que hace. Que sobrevivan los más aptos le parecía un error elemental: «A la lucha por la existencia se le asigna la muerte de los seres débiles…, se imagina un crecimiento constante de la perfección para los seres. Nosotros nos hemos asegurado, por el contrario, de que en la lucha por la vida el azar sirve a los débiles en la misma medida que a los fuertes…, que la fecundidad de las especies se halla en una sorprendente relación con las posibilidades de destrucción…» (primavera de 1888, FP IV, p. 568) [1].

Es fácil reconocer aquí la preocupación frente a todo lo que amenaza el proyecto del superhombre. Zaratustra sugiere que es menester profundizar en la animalidad para poder dar el salto. Antes que Darwin, el autor que disuelve la línea de separación entre lo animal y lo humano, verdaderamente delgada en Nietzsche, es Schopenhauer. Hombres y animales estamos unidos por el común del querer, de ser voluntad y estar destinados por ella al sufrimiento. Pero con una diferencia a favor del animal. En una nota de redacción de la Segunda intempestiva (1874) describe Nietzsche la imagen de un rebaño que pasta, tranquilo, en un prado: «El animal no tiene ningún sentimiento del pasado: vive al día, atado a la estaca del instante». El animal, como el niño, vive en la ceguera del instante, una especie de eternidad donde es posible el juego y la ingenuidad de mostrarse tal cual uno es. Como el animal no sufre, observa en otra nota, manifiesta lo que es, sin «comedia ni ocultamiento». Por el contrario, nosotros vivimos condenados a no olvidar: «Lo que es pasado no puede morir y nos empuja hacia delante sin tregua, con la inquietud de un fantasma…». El cinismo esencial del animal, libre de ese futuro incierto, por definición, le predispone a la felicidad porque olvida, aunque, añade Nietzsche: «Se trata de una felicidad que no tiene mucho valor» (1873, FP I, p. 505). Como ocurre en su maestro Schopenhauer, Nietzsche encuentra muy pronto algunos motivos de orgullo para afirmar sobre ellos la diferencia y la superioridad humana. Esta reside en que somos conscientes de nuestro sufrimiento, lo comprendemos y hasta lo trascendemos gracias al arte y a los ideales ascéticos. La naturaleza solo se redime gracias a «los seres humanos veraces, esos que ya han dejado de ser animales, los filósofos, artistas y santos». En la Tercera intempestiva: Schopenhauer educador, de donde procede la cita anterior, se respira aún la atmósfera del espíritu romántico. La nostalgia, incluso la envidia, que en algún momento ha podido sentir ante el animal se troca en piedad y compasión. Por cierto, dicha compasión no le abandona nunca. Hay a lo largo de su obra numerosas observaciones muy críticas acerca de la crueldad humana hacia los animales.

 

II. EL ANIMAL COMO SÍNTOMA

Lo animal es muy complejo y tiene muchos registros en Nietzsche. Creo que lo piensa, sobre todo, como una «forma de existencia» diferenciada de la humana, pero hacia la que, dada nuestra condición mestiza de origen, tenemos que regresar una y otra vez si queremos entender la forma humana en su extraña existencia: forma que desiste de la naturaleza, y deviene un enigma para sí misma. Ser voluntad y padecer la presión de la conciencia del tiempo y su condensación en pasado (historia), y en futuro (proyección). Esto ocupa a Nietzsche desde sus primeras obras, ya lo hemos visto. A pesar de las rupturas que los estudiosos advierten justificadamente en su obra, hay, a mi juicio, un hilo que no se rompe nunca: siempre habla de sí mismo y de su tiempo, y siempre con distancia crítica, con ironía, con desprecio, con nostalgia también, y una gran melancolía en ocasiones. Conforme vaya desplazando los motivos de la crítica, irá prestándole al animal distintas funciones, apariencias, configuraciones, «papeles», en suma, dentro del drama filosófico que escenifica en sus libros: «Que un pensador mantenga con sus problemas una relación personal, de manera tal que posea en ellos su destino, su miseria y también su mayor felicidad, o que por el contrario esté ante ellos de modo “impersonal”, o sea, que solo sepa tocarlos y aprehenderlos con las antenas del pensamiento frío y curioso, constituye la diferencia más apreciable» (III, p. 861).

Sin duda, uno de los temas que estaba reservado a su atención es el de la moral. Muy pronto, ya en la época de Basilea, aún bajo el dominio de sus maestros de juventud, Schopenhauer y Wagner, comienza a dar muestras de incomodidad ante los valores morales de su tiempo, ante su idea plana de felicidad, heredada de los ingleses, el utilitarismo burgués y sus ideales de confort y bienestar. Todo eso es sospechoso, precisamente porque lo compartimos con los animales: «Mientras que alguien aspira a la vida como a la felicidad, todavía no se ha levantado la mirada por encima del horizonte del animal». Y poco después: «Todos nosotros pasamos la mayor parte de nuestra existencia dentro de la animalidad, nosotros mismos somos los animales que parecen sufrir sin sentido» (1874, FP I, p. 575).

Total
2
Shares