POR VIOLETA SERRANO

«Yo no puedo hablar de mí como un angelito del cielo», dice.

Del fraile no supo más nada. La última vez que lo vio era una sombra cayendo por las escaleras del edificio. Él lo empujó y salió corriendo para nunca más volver. Tenía 14 años y no era la primera vez que se metía en líos. Primero intentando quemar el colegio desde el sótano con un compañero. Después, haciendo de la justicia algo propio cuando sintió en su cuerpo cómo ese fraile le tocaba en un piso alto casi desierto. Antonio Gamoneda era menos que nadie: un pobre que no le importaba a ningún adulto, salvo a su madre, viuda y audaz. Tanto que, para que no estuviese por ahí descalzo, llevó unos zapatos de la abuela a un remendón para que les quitase el taco y así el Antonio niño pudiese ir a la escuela con algo mejor que la nada. La burla llegó igual. La rabia comprimiendo los abismos. La escalera a punto para la huida. El vacío y la desolación. Y, por contraste lógico, la defensa de la libertad forjándose como una premisa imbatible dentro de él. Hasta hoy, casi 90 años después, casi un siglo de una voz que habla con los ojos cerrados, que escribe desde un lugar anterior al lenguaje, que guarda un secreto ancestral y único: la música de la poesía. Siempre estuvo ahí. Incluso los muchos años que su palabra no tenía salida ni lectores mientras el poeta mayúsculo resistía en un rincón helado de la ciudad de León.

Antonio fue un chico que vio cómo su madre buscaba huesos y los pulverizaba, los metía entre las brasas de la lumbre y ahí, una vez calcinados, los machacaba hasta hacerlos nutriente útil para mezclarlo con caldo, puré o, en casos privilegiados, mermelada o miel. Con ese remedio trataba de darle fuerza a un adolescente en pleno apogeo, empeñado en crecer como resorte a un contexto que lo prefería muerto. Sin contemplación. Tan poca que una vez, en la fila de racionamiento, ni tres días le pudieron fiar a esa madre sola y no hubo para comer. Y Antonio dijo basta. Y decir basta significó aceptar la ayuda de un asesino. El juez instructor del penal de San Marcos, familiar de su madre y borracho, por lo general, antes del mediodía, dijo que sí, que claro, señora, cómo no le voy a ayudar. Y Antonio entró de mozo en el Banco Mercantil y se levantaba a las 4 de la mañana para hacer las labores que le darían mérito suficiente para poder cobrar alguna peseta digna algún día, quién sabe, Dios dirá. Llevar leña sobre un esqueleto mal alimentado para encender una caldera enorme antes de que empezara la jornada. Trasegar paquetes. Tragar odio y precariedad. 89 pesetas por 80 horas semanales al fin.

El poeta se hace adulto a la sombra de un balcón con vistas a hombres encadenados que caminan desde el penal hasta la muerte. Un ocaso ordenado por el mismo que le había dado a él ese empleo por caridad. Un balcón a la miseria humana desde el Barrio de la Sal.

Así era la España de posguerra para un niño pobre, para un niño inteligente, para un niño sin zapatos propios. Un niño que décadas después se convertiría en uno de los poetas más importantes de la lengua española.

No hay forma de sacarle al maestro un verso que no contenga toda esa intensidad que su cuerpo lleva inscrita en la memoria. Los abusos, la vergüenza, la falta de fe. Nunca la tuvo y nunca la tendrá. Vota como un mal menor.

-España es una democracia habitada por una dictadura económica. Es el capitalismo el que decide las estructuras generales del país y cómo van a recaer estas sobre los ciudadanos-, dice.

Sigue pensando, como dejó escrito en Canción errónea, que las ‘finanzas financieras’ son el mal de nuestro tiempo. Que la democracia en la que vivimos es una ficción chusca en la que lo esencial es invisible a los ojos. Que el progreso, y lo dice señalando una pantalla enorme donde escribe cada noche, «si entontece, es regresión». Y ahí estamos. De la rebelión que no podía ser porque los suyos estaban más preocupados por llevarse algo a la boca que por protestar, al silencio de centro comercial que atiborra los estómagos agradecidos de comida ultra calórica del todo a cien. Estamos ciegos de exceso y la lucidez sobrevive únicamente en los actos revolucionarios que podríamos tener. Y son pocos.

Veinte años atrás, una Violeta sin hambre ni sed había subido por la escalera de su casa con unas hojas manuscritas. Temblaba siguiendo la ruta que el maestro hacía todas las noches para llegar a su guarida: un despacho lleno de máscaras, fósiles, insectos y libros. Esa Violeta era la inocencia misma navegando en una balsa de esperanza inútil. Él entonces tenía 71 años y una paciencia tallada en piedra. Me escuchó. Me advirtió que buscara un trabajo del que comer en todos los casos. Me dijo que me leería y que sólo después me diría algo. Esperé. Me lo dijo. Me pidió que no dejara de escribir. Que me pusiera a la cola de la oportunidad. Pasaron muchos años. Emigré. Él lo supo. Me apoyó. Le conté hazañas con la poca épica que le podía dar para alguien con su historia personal. Yo nunca pasé hambre. Miedo sí, sed no. Él aplaudía igual. Publiqué mi primer poemario en Buenos Aires. Traje unos cuantos ejemplares para bautizarlos con él. Vino, con su bastón y su sonrisa, hasta la Casa Panero de Astorga para dejarme entrar en su altar. Si no lloré fue por vergüenza o milagro. Quizás el fantasma de Leopoldo María se encargó de sellarme los párpados aquella tarde. 6 años después volví, con una casa en construcción con vistas al Teleno en un pueblo mínimo, para contarle que me había hecho adulta, que me había convertido en esa escritora que soñaba y, como él, también había dicho no a Madrid:

-Hija, si puedes ver la montaña la mitad de los amaneceres de tu vida, ya has ganado. Es un acto revolucionario.

Y le abracé. Por fin me atreví a hacerlo. De adolescente sólo acertaba a mirarle con distancia pensando que no podía haber nada peor que interrumpir el pensamiento de aquel mastodonte de ese arte superior que es la poesía, de aquel sabio oculto en una casa a los pies de la catedral vidriada. Aquel maestro esta vez era un amigo que invitó a café con orujo y dijo, cuando le pregunté por qué se quedó en León, por qué no se fue a Madrid cuando le ofrecieron dirigir una importante editorial, ser académico de la RAE, entrar en los círculos esféricos que dicen de altura:

-Me hubiera corrompido. Yo quería estar aquí, hablando contigo una tarde cualquiera: eso es lo que quiero, lo que siempre quise.

-Eso también es un acto revolucionario, dije. Y sonrió.

Ojalá los perdidos busquen dentro de sus versos la lucidez y encuentren la revolución que no mancha en el fondo de sí mismos. En los libros. En la paz de la buena compañía. En la calma de una ciudad de provincias donde lo único de lo que puedes disfrutar es de la vida.

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