POR JULIO BAQUERO
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Ha vuelto el «gran novelista americano», como lo bautizó hace años una portada de la revista Time. Nosotros diríamos «estadounidense», adjetivo más preciso y más respetuoso del derecho a existir de la parte de América que nos queda más cerca. Ha vuelto pero en realidad no ha vuelto. No había llegado a irse. Siempre estuvo ahí. Y a pesar de todo ha vuelto con una novela larga, larguísima, desmesurada, enrevesada, increíble, que nuevamente será, es, ha sido ya, un éxito de ventas, arrasando en las librerías de todo el mundo.

Para escribir (o tal vez habría que decir «fabricar») esa novela, el gran novelista americano, con la probable ayuda de sus asesores, editores y asistentes, ha metido en la coctelera todos los ingredientes de la receta, agitándolos vigorosamente, como si se sintiera obligado a hacer una pequeña marca en cada casilla de un formulario: sexo, sí; crimen, sí; enfermedad mental, sí; historia familiar, sí; asesinato, sí; Alemania del Este, sí; tentación edípica y psicoanálisis, sí; Nueva York, San Francisco, sí; perversiones, sí… Están ahí todos los elementos para que la historia, por la razón que sea, atraiga a casi todos.

Así fabrican sus novelas los grandes novelistas comerciales y menos comerciales del mundo angloamericano. Hace más de una década, en la tavola calda de un mercado de Florencia, asistí a una curiosa escena. Sentada a mi lado, una señora estadounidense de mediana edad charlaba animadamente con otra señora estadounidense de mediana edad. La segunda era todo ojos y oídos para la primera, y anotaba idea tras idea a gran velocidad en una libreta de lo más chic, con una pluma de lo más chic y una letra del mejor colegio de Manhattan. Estaban en medio de uno de esos brainstormings, que es como funciona el mundo hoy, a base de tormentas mentales angloamericanas. Cuando es necesario hacer algo, cuando hay que decidir algo, en el submundo de que se trate entre la multitud de submundos que componen el mundo en que vivimos, unas cuantas personas que dan la impresión de saberlo todo se reúnen y desatan una tormenta mental entre ellas. No han leído, no han estudiado. No les hace falta porque son sumamente inteligentes y están mejor informadas y preparadas que nadie. No, simplemente se reúnen y desatan una tormenta mental y deciden lo que conviene y no conviene al mundo, con la ventaja de contar con los medios para ejecutar lo decidido o impedir que se haga otra cosa. Con tanta tormenta mental, no es de extrañar que el mundo esté tan atormentado.

No tardé en deducir que la primera mujer era la autora de una larga serie de bestsellers, novelas ligeras situadas en el Renacimiento italiano, sobre mujeres y escritas para mujeres; que la segunda era su secretaria, y que estaban proyectando el siguiente bestseller. La ligereza y el desparpajo con que iban construyendo el argumento, las discusiones sobre la necesidad de meter un poco de esto o de aquello, o de no pasarse de tal o cual cosa, todo aquel discurso sobre la «estrategia» del nuevo libro, me dejaron sin habla. A medida que la conversación llegaba a mis oídos, me decía que aquello no tenía nada que ver con la literatura genuina. Aquello me indignaba y me afirmaba en una concepción diametralmente opuesta de la escritura. De lo que no me daba cuenta entonces, aunque lo he ido descubriendo en los años sucesivos, es de que en el mundo actual casi no hay sitio para la segunda concepción, de que la primera se impone por la fuerza de las cosas como una práctica de la escritura que aplasta a la segunda en el mercado literario. Porque institucionalmente el mundo de la literatura no deja de ser un mercado en el que rige la libre competencia y en el que los «mejores» productos desplazan y aniquilan a los «peores».

Jonathan Franzen es un escritor de otro tipo, qué duda cabe, pero sus tres novelas más exitosas, The Corrections,Freedom y ahora Purity, tienen algo en común con los libros de aquella mujer de mediana edad del mercado florentino. Franzen también mezcla ingredientes buscando una fórmula para llegar al público más extenso, a todos los niveles, en todas partes del globo. Su novela quiere ser una novela global para un mercado literario globalizado. Para crearla conjuga literatura, buena literatura, con un producto comercial arrollador. Pero en ese esfuerzo por conjugar, la presión que la industria impone a un artista de gran talento y capacidad acaba mermando su capacidad literaria y el peso específico de su escritura. Un poco como la industria del cine acaba menguando el peso específico cinematográfico de los productos de toda una serie de cineastas que en tiempos más propicios habrían podido expresar mejor su genio.

Uno se pregunta si la escritura genuina aún es posible en las circunstancias actuales. Uno se lo pregunta y no puede decir que sí. Uno decide leer Purity, pese a todo.

2

He empezado a leer Purity. Luego, durante dos o tres semanas, estaba leyendo Purity. De repente, no sé bien cómo, ya había agotado su más de medio millar de páginas.

Categoría de libro: el page-turner o pasa-páginas. Ovvero cómo en todo nos regimos por modelos y conceptos angloamericanos. Un buen libro, según ese modelo, sería el que nos impulsa hacia delante como una flecha, el que excita nuestra curiosidad y nos hace querer saber más, saberlo todo. El libro de Franzen tiene ese mérito. ¿Pero es realmente un mérito? Los trucos que impulsan a seguir leyendo son tan conocidos y tan viejos como la historia de la literatura…

Otros libros, en cambio, no nos hacen volver las páginas sino quedarnos en ellas, no nos impulsan a querer saber más sino a deleitarnos en cada párrafo y frase y palabra, no agarran ni quieren agarrar, y ni siquiera le invitan a uno, o si agarran lo hacen por su estilo o por su oscuridad. Un buen libro de poesía, por ejemplo, o un autor lento o difícil, Proust, Blanchot o Beckett. A la vez, hay que reconocer que no te agarran como Franzen. No deja de tener cierta razón una amiga que te dice: «¿Y qué ves en esa literatura?».

Tal vez sea precisamente eso. Uno no ve nada. Al principio uno abre esos libros, y luego los deja. Se nos escapan de las manos o dejan que nos escapemos. Hay libros así. Nos expulsan. Nos disuaden. Son una recreación poética, o nos atraen por el lenguaje o por otras razones, como una palabra o un lugar del que hablan. Leemos para ver si comprendemos algo, para habitar lo incomprensible por un rato. Tratamos de leer Molloy por tercera vez, en voz alta, y finalmente, al leerlo de viva voz, el libro empieza a cobrar un sentido que nunca llegó a tener en las lecturas mentales precedentes. Son otro tipo de libros. No ejercen esa presión sobre el lector. Son más discretos. Reflejan la personalidad menos ambiciosa y menos avasalladora de sus autores.

Con Franzen es posible que hayas descuidado la lectura, que la hayas acelerado en varios momentos. Puede incluso que te hayas saltado algunas partes que te parecían de relleno para conocer un desenlace. Lo que muestra que incluso en tu caso (es decir, el de una persona a la que le gusta leer despacio y saborear lo que lee y a la que no suele interesarle tanto el argumento de la obra) el dichoso argumento ha prevalecido, haciéndote saltar o leer deprisa, en diagonal, páginas enteras, para saber qué iba a pasar con ese extraño rectángulo formado por Pip, Tom, Anabel y Andreas, los protagonistas del libro. El argumento de la obra: era eso lo que te animaba a seguir pasando páginas, como en una novela rusa del xix. Misterio, suspense, también, secretos por resolver, nudos por desenredar.

¿Cómo es posible que te agarrara tanto la novela, entonces, siendo como es tan estridente, tan claramente exagerada y arquetípica, tan forzada y poco intuitiva en ciertos aspectos, tan artificial, realista y al mismo tiempo rabiosamente inverosímil? O tal vez no eres un buen lector. Tal vez basta una novela así para transformarte en un lector común, que busca lo que buscan casi todos: pasar un rato entretenido. Literatura de evasión. ¿Es el sexo, la escritura, el autor, los temas? ¿Qué es lo que a pesar de todo te ha atado a esa historia vertiginosa durante todo ese tiempo, tanto que a veces tenías la impresión de que lo principal que tenías que hacer con tu vida era saber qué había hecho Tom en Alemania, o qué le había pasado a Pip en Bolivia? ¿Cómo explicarlo?

Es una extraña adicción… Tal vez se deba a su agresividad narrativa, con su mezcla estridente de hechos banales y creíbles con otros casi inverosímiles. En una página leo: «The shampoo fragrance of her damp hair filling the room», y me asalta el recuerdo vago de una chica que también tenía el pelo mojado, hace muchos años, casi en otra vida, una chica joven y deseable que acercaba su cabeza a mi hombro en un cine. Pero al lado de esas escenas reconocibles hay coincidencias traídas un poco por los pelos… Que la madre de Purity resulte ser la exmujer de Tom Aberant, y éste el padre que Purity va buscando por el mundo, uno sólo se lo cree a medias, pues resulta demasiado forzado. Su libro está hecho, en gran medida, de cosas que parecen sacadas de la vida de cualquiera, pero el resto son cosas que parecen no poder formar parte de ninguna vida. Yuxtapone las unas y las otras, para crear un extraño mosaico de irrealidad posible o de realidad imposible.

Esa extraña adicción puede tener otra causa. Cuando vino a Bruselas a presentar el libro había miles de personas en Bozar, casi más que cuando fuiste a escuchar a Maria João Pires tocando Schubert y Chopin o a Philippe Herreweghe dirigiendo la Misa en si menor de Bach. Todo un espectáculo. Eso es: la gente iba a ver un espectáculo. Esa literatura y su autor se han convertido en un espectáculo. Eso es lo que la gente lee. Lo que tú mismo buscas cuando lo lees.

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