Ricardo H.Herrera
La última nostalgia
Pre-Textos, Valencia, 2016
58 páginas, 13.00 €
En el origen de todo poema, en el origen de toda pieza oral o escrita que fraternice, aunque sólo sea desde la más pura orfandad sonora, con ese objeto platónico que llamamos poema está indudablemente el carmina fundere, está la práctica del verso, el refundir y escandir unas líneas con otras: está el vaivén mecánico de la métrica, el impulso rítmico que depura, condensa, organiza las palabras en esquemas formales distintivos. Este impulso que supone –o al menos suponía, en otros tiempos– no sólo un sistema formal altamente codificado, sino, además, un oído musical arraigado en el hecho lingüístico (y sólo propio de él), es algo que parece no tener ya ninguna cabida en el horizonte de intereses de la poesía contemporánea, gracias en parte a la práctica indiscriminada y ya veteranísima del verso libre, y gracias en parte –y sobre todo– al deterioro orgánico de la lengua en sus varias manifestaciones.
Una de las experiencias más deprimentes de la época, sin duda, es la de auscultar el registro de la propia voz sintetizado por un ordenador, como ocurre muchas veces cuando uno tiene que hacer algún reclamo comercial por teléfono y se ve impelido a validar su condición de cliente legítimo respondiendo absurdamente al interrogatorio de un módulo informático que reproduce al otro extremo de la línea nuestras inflexiones parcas y sulfurosas, convertidas de pronto en surcos grises, chatarra monocorde aplastada por dos dígitos. Lo deprimente en estos casos no es tanto el hecho de ser interpelado y parodiado por una especie de autómata –con esa indiferencia encubierta de lacayo o de bufón que afectan estos trastos cuando se dirigen a los mortales– como el hecho de entrever la propia voz robotizada, despojada de todo rasgo personal, todo matiz humano. Puesta en un espectro de frecuencias, esta voz sin rostro y sin orillas nos persigue y zahiere como un alma en pena, una bola rodando en la obtusa insonorización del infinito. Se deberá admitir que la época se complace en su fascinación por lo anodino; encuentra natural su falta de énfasis; exalta –aunque lo disimule muy bien– su gusto por lo neutro, por lo funcional y desingularizado del habla. De ahí, quizás, que la poesía hoy pueda aspirar, con todo derecho, a ser sólo un incidente transitorio más de esa voz corporativa robotizada; pueda asimismo esgrimir una idea del lenguaje no demasiado asombrosa, ya que no quiere –o no necesita– diferenciar su expresión de la banalidad sintáctica de lo cotidiano. Pero ¿en verdad ya no lo necesita o es que ya no está conformada técnicamente para hacerlo? Si ya no puede ser el verso, si la lengua ya no puede ser concebida desde sus posibilidades prosódicas, ¿cuál sería el campo formal en el que debería plasmarse materialmente el poema?
La percepción métrica, la prosodia, el ordo rethoricus ayudaban antaño a establecer una tipología del verso y a otorgarle un valor tentativo en una escala determinada. En buena medida, se trataba de un orden pueril y caprichoso, como todo orden, que organizaba las líneas según la cantidad de sílabas, la posición de los acentos, la coloratura tonal, las figuras fonológicas…, lo mismo que hace el ama de casa cuando acomoda la ropa y en un estante coloca la lencería y las medias, en otro las camisetas y los abrigos, siguiendo también en esto un criterio morfológico-analítico ya argumentado insignemente por el Estagirita en los orígenes de la civilización occidental. Y ¿qué hay cuando vemos a la misma ama de casa esconder, de pronto, entre las prendas, una pistola de pequeño calibre? Podría estar pensando, a su manera, en alguna octavilla empañada del dadaísmo, o quizás está soñando con el viejo Cocteau en El testamento de Orfeo… En algún sentido, es tan ilusorio suponer que los vates antiguos proyectaban su verso en función de yambos o de dáctilos como inferir que los escritores de vanguardia (Apollinaire, por caso) lo hacían basándose en las seis caras de un cubo o en los dieciséis fotogramas por segundo de un film. Éstas son generalizaciones sólo válidas para la aprehensión teórica, que busca erigir reglas allí donde hay más que esquemas volubles, materia sonora informe y escucha primitiva. La verdadera inteligencia rítmica funciona de otro modo: no concede valor preceptivo (esto es, si se quiere, estético) a ningún instrumento por sí mismo, por más probado que esté su temple, hasta que no encuentra el contenido o el conceit exacto que pueda adaptarse a dicho molde.
Desde hace tiempo, Ricardo H. Herrera (Buenos Aires, 1948) viene perseverando en la defensa del patrimonio melódico del verso castellano y el rescate de los formatos clásicos. El endecasílabo es frecuentemente empleado en su escritura no sólo como prototipo del sermo urbanus, sino también –y esto es lo más destacable– como tamiz acústico o sonda con la cual medir la profundidad y las texturas de la propia voz. Tenemos todavía la imagen de los patterns métricos como artilugios pintorescos, de una gracia y una verborragia ya muy seniles: inútiles moldes de escayola atracados de ninfas y florituras retóricas que quedaron recluidos en los desvanes de la historia. Pero ésta es una imagen algo distorsionada, que nos sale al cruce desde el fantasma funcionalista de la modernidad, ya que el mejor arte de cualquier época siempre ha tenido una férrea vocación empírica y una gran inquietud exploratoria. Y esto resulta particularmente muy cierto en lo que respecta al endecasílabo: un metro conspicuo, un hiper-metro en realidad, que fuera engalanado –hasta lo empalagoso– por las laringes más ilustres y pulcras pero cuyo carácter experimental nunca terminaría de apolillarse del todo, sino que más bien se iría perfeccionando e intensificando a lo largo del tiempo hasta acabar amalgamándose con el vers libre y con el espíritu errático de la poesía moderna. Cuanto más se acercan las palabras a una matriz estable, más ésta se diluye, se singulariza, más se mitiga su cosa genérica, su pátina idealizante, su cincelado colegial. Y, cuanto mayor es el peso de la estructura, tanto menor es la capacidad de carga del montaje. Esto es algo que cualquier buen albañil sabe, pero que los formalistas acérrimos casi nunca advierten, ya que suelen andar inmersos en la custodia de un presunto edificio áureo antes que en la neblina constructora de la propia experiencia. De ahí que muchas veces los textos pergeñados en la actualidad a pie juntillas desde normas canónicas nos den la sensación de algo ingenuo o insignificante, como aquella vieja pantomima del hombrecito que gesticula escondido dentro de un gigantón.
No es el caso de La última nostalgia de Herrera, donde algunas stanzas clásicas (el terceto, el pareado, la estrofa sáfica, el cuarteto, etcétera) coexisten naturalmente con la iluminación fragmentaria, el signo aleatorio que bien puede distinguir al discurso lírico en nuestros días. El libro está dividido en dos secciones: la primera la ocupa por entero un poema de largo aliento, «Paseo sentimental», que alcanza los doscientos y pico de versos, compaginados en veintiún fragmentos; la segunda lleva el título homónimo de la obra y consta de diez poemas breves, independientes, en los cuales predominan temas como la vejez, la pintura y la melancolía amorosa. No hay duda de que «Paseo sentimental», por su calado expresivo y por su magnitud metafísica, es la pieza mayor del conjunto: una pieza que se apoya con frecuencia en la marcha regular del endecasílabo a maiore –con su pedal característico en sexta sílaba–, pese a lo cual su esfuerzo constructivo apenas si se nota, como ocurre con los buenos poemas. La preferencia por este modelo quizás se deba menos a su prestigio libresco que a su complexión armónica intrínseca, que no admite en rigor ningún déficit musical, y que además tiende a producir por sí misma melodías complejas, flotantes, ambiguas, cuya atmósfera tornadiza se presta fácilmente a la digresión y al soliloquio. De hecho, todo el poema hace pensar en una promenade verlaineana o simbolista que fuese adoptando distintas formas según los recorridos eventuales que dictaría la marcha –el ir y venir en el tiempo de los ostinati de la mente–. Así, por ejemplo, asumiría los rasgos de una lenta divagación cromática sobre el paisaje; de un monólogo reflexivo, desdoblado, en el que el poeta hablara consigo mismo y meditara sobre su arte; de una elegía amatoria o también de un «ensayo de lirismo» condenado al fracaso –según se declara al comienzo del texto–. En este devenir de figuras plenas aunque sesgadas, el poema reencuentra su conciencia fenomenológica; su andar errante –que es también un andar nihilista– entra en resonancia con lo informe de la materia y de los sentimientos que lo atraviesan.
Alguna vez T. S. Eliot dijo: «No hay escape de la métrica, sólo hay dominio». Para entender el peso de esta sencilla verdad sólo cabe recordar que todo poema, antes de convertirse en texto, es pura imaginación rítmica ya atestiguada en algún patrón métrico o en la lengua cotidiana. A lo largo de su trayectoria literaria, como poeta, ensayista, traductor y director de una prestigiosa publicación (Hablar de poesía) que ya lleva más de dos décadas de existencia, Ricardo H. Herrera ha tratado de revalidar esta verdad dictada por el sentido común y las evidencias para escándalo de algunos puristas de la poesía meramente sociológica o testimonial, que ha sido la tendencia más difundida en la literatura argentina de las últimas épocas. El desasosiego del arte moderno proviene, en parte, de su incapacidad para engendrar formas duraderas. Estamos condenados a la extravagancia, a la genialidad romántica, al hallazgo peregrino, la nada caprichosa. No obstante, saber tratar con el misterio de las formas es saber tratar con la inestabilidad de la belleza. En esta tarea a menudo frustrante, como bien afirma Herrera en su último libro, «la voluntad no basta, la palabra / ilumina cuando arde con sentido / y gracia, cuando no discurre a tientas / por los laberintos de abstracción y duda». La última nostalgia nos recuerda que música y enunciación, en poesía, son cosas absolutamente irreductibles. Ninguna forma, ningún verso se ha descubierto nunca sino en estado de voz; nunca sino como eso: una huella en el curso del tiempo; un devenir-resonancia de otra cosa, de un objeto o de una figura, de una cadencia apenas recordada o de un resoplo entre sueños… A fin de cuentas, con las palabras porosas de todos los días, con meros sustantivos y verbos, no se puede hacer música, sino sólo sugerir una idea o una imagen de la música.