Luciano Concheiro
Contra el tiempo: filosofía práctica del instante
Anagrama, Barcelona, 2016
176 páginas, 15.90 €
POR CARMEN ITAMAD

Luciano Concheiro (Ciudad de México, 1992) sostiene que a cada etapa histórica le corresponde una experiencia particular de la temporalidad y que la nuestra está marcada por la aceleración, noción en torno a la cual se articula el análisis del presente planteado en Contra el tiempo. Los dos primeros tercios de este ensayo, finalista del Premio Anagrama, están consagrados a diseccionar cómo la velocidad y sus consecuencias se manifiestan en los ámbitos de la economía, la política institucional, la subjetividad y la subversión; en el último tercio se desarrolla una propuesta orientada abierta y voluntariamente a hallar el modo de zafarnos de esa dinámica frenética, que no a transformarla.

Concheiro identifica la economía con el origen de la aceleración en la que vivimos inmersos y desglosa a través de una genealogía los diversos hitos tecnológicos que, partiendo de la Revolución Industrial, han propiciado el desembarco en el actual turbocapitalismo. La implementación incesante de adelantos técnicos explorada se conecta con el ansia de acortar los ciclos económicos, interés, a su vez, subsumido a la búsqueda sin fin de un incremento de los beneficios. El arco descrito va de la fisicidad de la máquina y la mecanización del trabajo manual a la virtualidad del capitalismo financiero, cuya máxima expresión encarnaría el high-frecuency trading, donde las operaciones bursátiles prescinden de la intervención humana.

En el segundo capítulo de Contra el tiempo, los proyectos políticos del siglo xx, que «pretendieron revolucionar la realidad de tajo y para siempre» apoyándose en el monumentalismo y anhelando marcar un antes y un después en la historia de la humanidad, se contraponen al cortoplacismo y a líderes de ideales maleables, equiparados por Concheiro con «productos mediatizados», miembros de una suerte de star system. La lógica argumentativa referida, basada en la antítesis, constituye uno de los pilares retóricos cuyo sustento explica la claridad y el paso ágil de acuerdo con los cuales avanza el ensayo. Dado el papel capital que los medios de comunicación desempeñan dentro de la escena política descrita, acto seguido la argumentación se detiene en la erosión de la memoria causada por el flujo de información continuo e ingente al que nos hallamos expuestos y en su difícil encaje con el compromiso. En este apartado también se explora el fenómeno de las shitstorms, oleadas espontáneas y volátiles de indignación digital circunscritas al universo de las pantallas, sobre las que ya habría reflexionado el filósofo coreano Byung-Chul Han.

La problemática de la subjetividad se aborda dando por hecho que, a día de hoy, para acceder a una comprensión profunda de la misma, «no hay que comenzar estudiando la psique, sino los fenómenos económicos y políticos que le dan forma», aseveración reincidente en la preeminencia del turbocapitalismo como generador de realidad. Fruto de esta aceleración de las rutinas, los individuos sienten que jamás disponen de tiempo suficiente, padecimiento al cual se añade un estrés perpetuo cuyas causas específicas a menudo se antojan indeterminadas, y que el autor atribuye a la disolución de las fronteras entre lo laboral y lo privado propiciada por el desarrollo tecnológico.

El capítulo dedicado a la subversión ahonda en la distinción entre revolución y revuelta ­­–la primera vinculada al ideal de progreso y a una concepción teleológica de la historia; la segunda, espontánea, desligada de planes premeditados y sin afán de trascendencia–, en la institucionalización de la protesta a la que conduce la imposición progresiva de la democracia como modelo político, en el adelgazamiento de los Estados y en la crisis imaginativa ­–denunciada por Žižek– que revelaría nuestra incapacidad para concebir «un mundo poscapitalista».

Además de la aceleración, la fenomenología económica, política, subjetiva y subversiva descrita por Concheiro comparte una segunda característica, presente en Contra el tiempo de modo un tanto tangencial pero no menos importante. Si atendemos a la evolución de cada uno de los ámbitos abarcados en el ensayo, repararemos en que en todos los casos resulta capital la superación de los límites espaciales y físicos promovida por la evolución tecnológica y el resultante imperio de lo digital. En El posmodernismo y lo visual, Friedric Jameson analiza cómo el papel desempeñado por la mirada se transforma a lo largo de la segunda mitad del siglo xx e identifica la década de los setenta con lo que denomina la etapa foucaultiana, definida por la institución de los medios de comunicación de masas como nuevo centro epistemológico. Este periodo se subdividiría, a su vez, en dos momentos: el primero, marcado por la consciencia del poder atesorado por los medios y, gracias a ello, por el establecimiento de una cierta distancia crítica; el segundo, caracterizado por la abolición de la distancia anterior y la consiguiente naturalización de los mass media, debida al contacto permanente con ellos. El periodo foucaultiano constituiría la antesala de la posmodernidad visual, a lo largo de la cual el arraigo de la comunicación masiva en la cotidianeidad habría alcanzado tal profundidad que las experiencias mediadas y no mediadas comenzarían a equipararse, lo que fomentaría sensaciones, como la ambigüedad o la incertidumbre, conectadas con estados anímicos afines a la confusión. Ya a principios de los ochenta, en su Estética de la desaparición, Paul Virilio ­–a quien Luciano Concheiro tiene presente– había abordado la relación entre aceleración y desmaterialización, incidiendo en la incorporación creciente a nuestras rutinas de reflejos picnolépticos, episodios mínimos de ausencia durante los cuales, en este caso, nos desconectaríamos del entorno inmediato para resistir y hacer más llevadero el ritmo frenético de la vida urbana.

Sin pretender dejar de lado la repercusión emotiva de tales fenómenos ni cuestionar su importancia, resulta indispensable subrayar cómo las dinámicas citadas hacen caso omiso, no contemplan, la fisicidad humana y sus límites, lo que supone obviar una parte constituyente de nuestra identidad. En Crítica de la razón instrumental, a propósito de la reificación de la naturaleza, Max Horkheimer advierte del carácter pernicioso de las conductas simplificadoras de este talante, ya que descuidar una parte de lo que somos siempre entra en contradicción con el bienestar. En definitiva, el análisis de Concheiro apunta en todos los casos a un mundo donde la aceleración desemboca en una primacía de la representación sobre el ser, por lo que la lógica temporal se antoja inescindible de la relación que entablamos con el entorno.

Pese a la unidad que conforman tiempo y espacio, el primer término asume un protagonismo muy superior dentro del ensayo. Dicho relieve explica que la propuesta elaborada por Concheiro para huir de la aceleración, la denominada Resistencia tangencial, bascule en torno al instante.

Tras discutir la postura defendida por el autor de Elogio de la lentitud, Carl Honoré, quien vincula la velocidad con los hábitos personales, y catalogar la aceleración como problema sistémico, el rumbo de Contra el tiempo vira con la intención de ofrecernos una alternativa que, al menos de manera esporádica, nos permita sustraernos del frenetismo impuesto por el turbocapitalismo. En esta parte del ensayo, los referentes sociológicos y políticos retroceden a un segundo plano y el discurso se carga de tintes artísticos, adoptando una retórica cercana a la de los manifiestos de las primeras décadas del siglo xx. Octavio Paz (cuyos ecos resonaban desde las primeras páginas), Marcel Duchamp, John Cage y Gabriel Orozco (Contra el tiempo está trufado de fotografías del artista mexicano) se erigen ahora en modelo; el instante se concibe como una experiencia cercana a lo inefable, y por ello se emplean episodios biográficos y ejemplos concretos para ilustrarlo en lugar de definiciones restrictivas; se tienta la experiencia de un no tiempo, colindante con la mística, a la que sólo puede accederse a través de una senda personal, no transitable por otros, y que exige del repliegue.

La propuesta de Luciano Concheiro se alimenta de la crisis del ideal de progreso ilustrado y asume que, por el momento, no resulta posible enmendar el presente en términos globales. Ante tal situación, espolea al lector a entablar una relación con la cotidianeidad íntima que transcurra en términos estéticos y se abandona al limitado alcance subversivo del instante, en el que «se entrevé la posibilidad de otro tiempo».

Ya, al sentar las bases de la Dialéctica de la Ilustración, Adorno y Horkheimer incidieron en la necesidad de someter a revisión y actualizar el proyecto ilustrado, tomando en cuenta las particularidades de la realidad presente. Félix Duque hace frente a esta misma necesidad y atribuye su urgencia a la identidad imposible sobre la que se sostenían las aspiraciones de dicho proyecto, construido en función de un ideal humano tan sobredimensionado que la dificultad para alcanzarlo, prolongada a lo largo de siglos, habría acabado deviniendo en frustración. Ilya Prigogine e Isabelle Stengers cuentan cómo «Freud hablaba del drama que han causado a la “megalomanía” humana tres descubrimientos de la ciencia: la tierra despojada de su estatus de centro del universo para convertirse en un planeta insignificante; el hombre despojado de su estatus de rey de la creación para convertirse en un animal como tantos otros, primo de los monos primates y, por fin, el yo, despojado de su estatus soberano por la teoría del inconsciente». A primera vista, de este retrato se desprende una imagen disminuida del ser humano que puede antojarse nefasta; no es más que una cuestión de perspectiva: asumir la dimensión de nuestros límites y capacidades también es susceptible de interpretarse como un hecho liberador y, sobre todo, nos proporciona un valioso punto de partida a partir del cual reflexionar y actuar.