POR ALBERT LLADÓ
Acción, emoción, pensamiento y poesía son los ejes que persigue la obra del dramaturgo y matemático
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—¿Se ha fijado cuántas ventanas se ven desde aquí, cuánta gente? Yo me pongo aquí y pienso: ¿Cómo será vida en esa casa?
Juan Mayorga me envía un audio a través de WhatsApp. De fondo, un bloque de pisos tras un bloque de pisos. Las azoteas están coronadas con altísimas y delgadas antenas que parecen espadas de Velázquez. Apuntan al cielo azul. Al cielo azul de un esplendoroso día en Madrid.
Es el 2 de abril de 2020. Ya hace dos semanas que estamos confinados. Y, todos, miramos por la ventana intentando adivinar la vida que está ocurriendo justo enfrente.
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Es martes, 10 de mayo del mismo año. Mayorga ha venido a Barcelona, invitado a la Escola de Pensament que, junto a Marina Garcés, coordino en el Teatre Lliure. Desde que organizamos este ciclo de debates, que quiere poner en relación el teatro y la filosofía, el nombre del dramaturgo madrileño ha aparecido en nuestros apuntes de trabajo. Pocos como él han transitado los vasos comunicantes entre escena y pensamiento.
Juan Mayorga ha estado a punto de no venir. El domingo me escribe porque los centros educativos de Madrid han comenzado a cerrar sus aulas. La pandemia se extiende, pero en Barcelona aún permanece todo abierto. Haremos el acto, le digo. Y lo hacemos. Pero la amenaza está por todos lados. Las noticias desde Italia no paran llegar.
—En el teatro, el silencio se pronuncia.
Así acabaré el encuentro. Son palabras de Mayorga, en realidad. El silencio de esa sala es atronador. La gente no quiere irse, no se levanta de sus butacas. Todos sabemos que, fuera del teatro, nos espera la intemperie, los titulares apocalípticos. Las malas noticias no tardan en llegar. Todo se ha acelerado. El sábado estamos, ya, encerrados oficialmente.
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—Dos hermanas discutiendo por la casa del pueblo. La rubia quiere vender. La morena dice que ni hablar. Se están tirando el pasado a la cabeza.
Mayorga sigue recitando, como si fuera un discurso ante un público que no le puede ver a él, su audio de WhatsApp. Lo hace con la misma fotografía de fondo. En ese momento no me acuerdo. Pero lo que dice se trata, en realidad, de las réplicas finales de El chico de la última fila (2006), una se sus obras internacionalmente más conocidas desde que, bajo el título de Dans la maison, la adaptara al cine, en 2012, François Ozon.
Su reconocimiento público, de todos modos, ha comenzado mucho antes. En 2007, el Premio Nacional de Teatro. En 2013, el de Literatura Dramática por La lengua en pedazos (2011), con la que debuta como director de escena con su compañía La Loca de la Casa. El 19 de mayo de 2019 toma posesión de la silla M en la Real Academia Española. Dedica su discurso, precisamente, al silencio.
En el teatro, el silencio se pronuncia. Y se pone entre paréntesis. Como cuando miramos —con todo lo que tiene de improductivo— por la ventana.
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Poco antes de comenzar estas líneas se ha publicado que Juan Mayorga ha sido reconocido con el Premio Princesa de Asturias de las Letras 2022. El jurado habla de «hondura crítica» y de «compromiso individual».
El madrileño, nacido en el barrio de Chamberí, se licencia, en 1988, en Filosofía y Matemáticas. Muchos de los interrogantes que aparecen en sus obras tienen su origen en su doble formación. Se doctorará con una tesis dedicada a la filosofía de la historia de Walter Benjamin (Revolución conservadora y conservación revolucionaria). Lo que hace Mayorga —en títulos tan dispares como Himmelweg. Camino del cielo (2003), El cartógrafo (2009) o El Golem (2015)— es poner el énfasis en la tensión entre cultura y barbarie, en cómo convocamos a los vencidos, a los anónimos, sin hacer de ello un juego de caricaturas.
En esa búsqueda de la «imagen dialéctica», el compromiso es, precisamente, escapar de la «conmemoración», de no dejarse seducir por la autocomplacencia. Para Mayorga, Reyes Mate es un pensador de referencia, y la pregunta sobre cómo seguir escribiendo después del holocausto atraviesa todas las zonas grises de su dramaturgia.
«Pocas veces es el teatro tan útil como cuando lleva al espectador a preguntarse por sus afinidades con el verdugo», escribe. Algo parecido decía Pasolini cuando aludía al «fascismo de los antifascistas».
La filosofía le ofrece las herramientas conceptuales. «Huella», «traducción», «desdoblamiento» son algunos de los términos que impregnan su particular universo de significado. La dramaturgia, por su lado, le facilita «encarnar» un pensamiento que muchas veces se ha dejado secuestrar por la abstracción o el academicismo. Pero son las matemáticas las que, en su paroxismo, le muestran las posibilidades del conflicto.
Cada ventana podría ser un foco de una elipse oculta. Se escribe y se piensa con la mirada que dibuja esa conexión improbable.
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Antes de conocer a Juan Mayorga, cuando yo daba clases de Filosofía y Teatro en la Sala Beckett de Barcelona, utilizaba en el aula un artículo suyo que corría por Internet. Se titulaba Elipses de Benjamin, y es el texto, brevísimo, que acabará abriendo su recopilación de ensayos y conferencias, y que dará título al volumen publicado por Uña Rota (Elipses, 2016).
Una elipse, nos dice, es el lugar «de los puntos tales que la suma de las distancias a dos puntos fijos llamados focos es una constante». Cuando empezaba así mi clase, los alumnos —poco acostumbrados a las figuras geométricas aplicadas a la escritura— sí que hacían un silencio sepulcral. Pero luego se entiende muy bien. Lo que intenta decirnos Mayorga —siempre utilizando a Benjamin como referencia— es que el pensador (y el creador) tiende a ver cada objeto como foco de una elipse oculta. Lo que hace el pensador (y el creador) es dibujar una nueva asociación, invisible hasta entonces. Esa conexión no es una mera identificación, sino un «vínculo atravesado de tensiones», dos motivos distantes que al asociarse «abren un campo de preguntas».
El emparejamiento de la elipse es más rico cuanto más distantes y heterogéneos son los términos. No buscamos lo parecido, ni lo semejante. Esa «mirada que vincula» es la que consigue remitirnos a una similitud perdida, como lo hacen las pinturas de Magritte. Es entonces cuando llega el asombro —la sorpresa por descubrir nuestras propias sombras—, y cuando el teatro y la filosofía pueden desplegarse más allá de lo meramente espectacular.
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En El arte de la entrevista (2014), un personaje nos advierte que, para conocer a quien queremos retratar, hay que tenerlo todo preparado, pero no para controlar la conversación, sino para estar a punto para cuando aparezca «la grieta». En cualquier momento puede aparecer lo inesperado, aquello que desenmascara, lo que de verdad genera un desplazamiento.
Cuando pensaba en cómo abordar este perfil de Juan Mayorga, intentaba recordar las veces que le he llamado por teléfono para entrevistarle, pensaba también en el acto de Barcelona, y, sobre todo, en la cena de después —vino, risas, un presente ajeno a la amenaza—de aquel marzo crepuscular. Pero tal vez la «grieta» estaba en ese simple audio, en su voz desdoblada, en las réplicas de los dos personajes que, mirando el mapa que dibujan las ventanas de enfrente, reproducen dos focos de una elipse hecha de silencio.
—Siempre habrá un modo de entrar. Siempre hay un modo de entrar a cualquier casa.
—El final es muy malo. Cámbialo.
—No es el final. Continuará.
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