POR MERCEDES HALFON
Conocí a Juana Bignozzi porque escribí un texto sobre ella. Desde este primer encuentro, ocurrido ocho años atrás, hubo muchos otros textos y muchos otros encuentros. La mayoría durante su vida, pero también hubo algunos después de su muerte. Me refiero a textos en los que hablaba de ella por alguna razón, pero que tenían, al mismo tiempo, algo de encuentro. Volver a pensarla, siempre fue como iniciar una nueva conversación. Juana es una poeta a la que he leído y releído más que a ninguna otra. Tiendo a olvidar la mayor parte de lo que leo y con ella me sucede lo contrario: sus poemas son una especie de oráculo, un diccionario que tengo en la punta de la lengua y en el que encuentro siempre la línea adecuada, esa que cuando sea que la lea, me habla en tiempo presente.
Si me remonto en el tiempo puedo verme como una joven periodista que va a encontrarse con una poeta mayor, admirada y temida. Puedo ver el modo en que ella abrió la puerta de su departamento, su rostro un poco payasesco, su ropa europea extravagante, la gestualidad amistosa con la que me invitó a sentarme y acomodó a mi alrededor bebidas y bocaditos. Todos estos agasajos estaban dispuestos para aquella entrevista que saldría en un diario nacional, donde ella iba a ser la tapa del suplemento de cultura. Yo estaba atemorizada, pero tenía estudiado mi libreto de chica estudiosa y suave. Hice una tras otra las preguntas que había pensado durante varios días de intensa lectura de sus poemas. De reojo observaba el sofisticado departamento de paredes moradas, repleto de obras de arte que la rodeaban, como en un escenario de su imaginación. Y ella, en el centro del cuadro, desde un sillón tallado con forma de elefante, diciendo frases graciosas, afiladas, del tipo: «Yo ya soy el mausoleo de una generación» o «La poesía es una escuela del carácter» o «A esta edad tengo más claridad sobre los poetas que yo sé que van a quedar y los que no van ni a la esquina». Después de más de dos horas, la charla concluyó y logré escabullirme en dirección a la calle. Una semana más tarde salió publicada la nota y me llamó por teléfono para agradecerla el mismo día, estaba encantada. Le había gustado una frase en especial, donde me refería a su departamento, ubicado en pleno centro, a pocas cuadras de la Plaza Congreso. Decía: «En qué otro lugar podía vivir ella, chica de barrio que se tomó el colectivo al centro y no volvió nunca más».
Hay personas que te eligen por una frase y hay escenas que quedan en la memoria durante toda la vida. Así fue con Juana y así la conocí. Ella había nacido en 1937 y vivido su infancia en el barrio de Saavedra, suburbano por aquel entonces. Su padre era panadero y su madre costurera, anarquistas y luego miembros del Partido Comunista. Juana se crio en ese hogar obrero y rojo, donde no había heladera, pero en cambio se leía, se escuchaba ópera y eran frecuentes los mitines políticos. Esa cuna era para mí parte fundamental de su atractivo, un color que la resaltaba del entorno de escritores o poetas de Buenos Aires, pertenecientes casi en su totalidad a la clase media. Recuerdo cómo Juana definía rápido a algunos poetas cercanos a nosotras que, en libros y lecturas, posaban de marginales o niños terribles: «chicos alimentados con milanesas por sus mamás».
Para cuando la conocí había vivido casi treinta años en Barcelona: se había ido poco antes de que comenzara la dictadura argentina y volvió bastante después de que regresara la democracia. La idea había sido tomar distancia del clima político convulsionado de principios de los setenta, quedarse un tiempo breve, ver pintores que amaba, escuchar operas de Verdi, hacer algunos estudios y volver. Hacía poco que se había casado con Hugo Mariani, su pareja de toda la vida. Pero la historia torció el destino de Argentina. Y en ese tiempo Juana también se volvió otra. Consolidó su trabajo como traductora –en la Biblioteca Nacional de Barcelona figuran más de 200 títulos traducidos por ella, que van de Alfred Jarry y Fleur Faeggy a una versión de Los tres cerditos—, un oficio que había empezado a practicar en Buenos Aires. Viajó cada año a Florencia, a especializarse en los pintores barrocos y manieristas. Trabajó mucho, extrañó demasiado. En esos años murieron sus padres. La casa del barrio de Saavedra se vendió. Sus cosas que habían quedado ahí se perdieron para siempre. Algunas, incluso, fueron quemadas. Juana se demoró mucho para volver. Recién a mediados de los 90 empezó a viajar a Buenos Aires de visita. Parecía darle algo de miedo el retorno, el encuentro con una ciudad transformada. Uno de sus libros publicado en ese momento se llamó Regreso a la patria. Allí escribía: «Pero aquí no habrá salvadores/ lúcidos detectives jóvenes enamorados/ sólo héroes que miran cómo agonizan/ y simulan vivir una vida/¿quién la llamó vida?/ sin revolución».
Por supuesto que este recorrido la distinguía de otros devenires de poetas locales. Juana era argentina y extranjera, proletaria y aristocrática, ícono del 60 y también del presente, de una izquierda decepcionada pero también resistente y así. Pero, por sobre todo, ante todo y después de todo, estaba su poesía. Yo había llegado a ella gracias a una obra reunida, publicada en los tempranos 2000. La edición –había decidido dejar afuera sus libros de juventud– comenzaba con su tercer libro, Mujer de cierto orden, donde se escuchaba la voz que la iba a caracterizar. Ella, que había sido parte del PC, partidaria de la acción directa, la única mujer miembro del Pan duro, grupo de poesía que proclamaba una escritura comprometida, hecha en y para los lugares de conflicto, abría su libro diciendo: «Hace unos días he decidido luchar/ y la sola idea de la lucha/ me ha producido un cansancio tan infinito/ que hasta mis mejores amigos guardan una distancia respetuosa». Allí ya estaba todo lo importante: su desencanto, su aparente trivialidad, su lucidez, su ironía, su beligerancia, la importancia central de la amistad como un lugar de combate, de sosiego y un reflejo de sí misma. Todo esto, en los primeros cuatro versos de una voz que sigue viva hasta hoy. Y no es una metáfora para los tiempos que se viven en este país.
Todo esto venía de antes, yo ya lo sabía. Después de aquella entrevista nos hicimos amigas o eso quiero pensar. Hablábamos por teléfono casi a diario. La visitaba en su casa. Íbamos al teatro, a comer, alguna lectura de poesía. A Juana le interesaba mucho el presente: quiénes estaban publicando, qué chismes se decían, a qué poeta había que leer. Era de las pocas consagradas que circulaba por los mismos lugares que nosotros, los y las jóvenes poetas. Iba a las lecturas que había que ir, en bares o centros culturales polvorientos, y nunca pasaba desapercibida. También fueron saliendo otros libros suyos que confirmaban su lugar definitivo en nuestra poesía. Y así como los jóvenes la leíamos y la admirábamos y ella quería estar cerca nuestro, también nos hablaba duramente desde sus libros: «aunque sé que a veces me escuchan pensando que soy/ el mausoleo de una generación/ cuyas reivindicaciones ahogó la dureza de estas décadas/ y se asombran de que aún emprenda animosa el viaje/ hacia corazones y lenguajes jóvenes/ siga hablando del color con que vi el mundo/ y lea con más gusto a unos desconocidos que a viejos compañeros/ debo decirles/ aprendí hace mucho/ que no hay nada más patético/ que la canción del verano la canción del momento/ pasado ese verano pasado ese momento».
Por esos años, la editorial en la que publicaba le propuso armar su obra completa, con todos sus libros, los primeros, que permanecían inéditos y los últimos. Juana había pasado la frontera de los setenta años. Me pidió que la ayudara a hacerla, yo accedí y en ese contexto me comentó que había pensado ponerme en su testamento como albacea. Hacía poco tiempo que había muerto su amado marido Hugo, y Juana pensaba y hablaba constantemente de la muerte. Decidí ignorar sus comentarios, no llevarle el apunte.
A veces me gusta pensar en ella a partir de sus poemas. Imaginar escenas de su vida que contó en entrevistas. Cuando a sus veinte viajaba por el interior del país realizando encuestas y cenaba sola con vino en bares de pueblo. Sus noches interminables de poesía y discusión furiosa en bodegones del centro. O cuando iba a los museos de Florencia a fascinarse con Andrea del Sarto y conversaba con él, como si fueran viejos amigos. Su deseo de mundo y de soledad. El estado de concentración y libertad con el que escribiría sus poemas, siempre en papelitos, o en el reverso de otra cosa. Solo imagino, porque de todo eso, no podré preguntarle nada.
El 5 de agosto de 2015 Juana murió. No quiero demorarme mucho en esto, solo decir que cuando finalmente ocurrió, ella había dejado su obra en mis manos. Desde ese momento nuestros encuentros fueron aún más frecuentes. Más todavía ahora, que en mi país triunfó la ultraderecha y entre mis amigos y amigas reina el desánimo, la desorientación. Es ahí cuando aparece la poesía de Juana, esa voz fuerte y resuelta que tenía para leer, como si tratara de transmitir una verdad escrita hacía mucho y que iba a durar para siempre. Juana vuelve a decir algo que, como solía hacer, parece hablar de ella, pero en realidad está hablando de todos nosotros: «Nada escapa a estas referencias:/ patriotera, portuaria mítica/ el camino de la revolución eternamente perseguido/ el camino del amor/ el paso de mis amigos en esas historias».