La fiebre expansiva de la Corona de Aragón llevará a la anexión de los reinos de Mallorca, Valencia, Sicilia, Córcega, Cerdeña y Nápoles. El mismo año del nacimiento de Abraham Abulafia en Zaragoza, el más budista entre los cabalistas, que inventó una técnica de meditación de aroma oriental, nace en Valencia Pedro III, llamado el Grande, hijo de Jaime I el Conquistador y de su segunda esposa, Violante de Hungría. Sucederá a su padre en 1276 en los títulos de rey de Aragón, rey de Valencia (como Pedro I), conde de Barcelona (como Pedro II) y rey de Sicilia. Todo ello le permite a Abulafia viajar por Europa prácticamente sin salir de su reino natal. Muere en torno a 1291, después de una estancia en Sicilia, desterrado en la ventosa isla de Comino, la más pequeña isla habitada del archipiélago de Malta.
VIDA DE UN PEREGRINO
Siendo todavía un niño, fue llevado a Tudela, donde su anciano padre lo instruyó en la Biblia hebrea y el Talmud. La muerte de éste supone el inicio de sus viajes. En 1260 parte en dirección a Akko, que los cruzados llamaban San Juan de Acre, una antigua ciudad al norte de Palestina que aparece mencionada en la Biblia. Allí había vivido Berenguela de Navarra, natural de Tudela, reina de Inglaterra, duquesa de Normandía y condesa de Anjou, mientras su esposo, Ricardo Corazón de León, lideraba las campañas contra los sarracenos. Al final del periodo de las cruzadas, Acre era la última posesión cristiana en Tierra Santa. En la época del viaje de Abulafia, mongoles y mamelucos asediaban todo el territorio y la presencia de los cruzados le impidieron proseguir más allá del puerto fortificado de la ciudad. Abulafia ambicionaba encontrar el Sambiaton, un río mítico en cuyas orillas vivían las diez tribus perdidas de Israel. Según la leyenda, su impetuoso caudal arrastraba más piedras que agua durante los seis días de la semana y descansaba el séptimo para honrar al supremo.
Frustrada su expedición, regresa a Europa a través de Grecia, se detiene en Capua, donde se dedica al estudio de la Guía de perplejos, de su admirado Maimónides. No queda del todo satisfecho de lo que allí encuentra y vuelve a su tierra, en concreto, a Barcelona. El joven Abulafia se integra en el círculo cabalista de Baruj Togarmi, un chantre que lo inicia en los significados ocultos del Libro de la creación (Séfer yetsirá). Por aquel entonces es ya un joven de carácter, intelectualmente muy capaz, y un tanto arrogante, como lo fue su paisano el aristotélico Avempace. Escribe con abundancia y se rodea de discípulos a los que contagia su entusiasmo, Yosef Gikatilla será uno de los principales. Es en esta etapa barcelonesa cuando empieza a desarrollar la «Cábala de los nombres». Las letras de los nombres sagrados se convierten en objeto de técnicas contemplativas que desarrolla de un modo genuino. Lee algunos de los comentarios del Séfer yetsirá y empieza a contagiarse del hasidismo devocional de Eleazar de Worms, cuyos métodos alimentan sus inclinaciones místicas. A partir de ese momento, las letras del alfabeto, los numerales y puntos vocálicos se convertirán en elementos esenciales de su vida mental. Las combinaciones y permutaciones adquieren un poder luminoso, especialmente revelador cuando contempla los nombres divinos y las consonantes Tetragrámaton (YHVH). Gracias a su auxilio, y a la observancia de ciertos ritos, alcanza un alto grado de percepción y puede «penetrar» en los enigmas de la creación y los secretos de la divinidad. Secretos que, según la tradición, se encuentran encriptados en la Torá. Él mismo se encargará de difundir estos métodos entre los cabalistas de Castilla (Moisés de Burgos y Gikatilla).
EL HECHO EXTRAORDINARIO
Es entonces, en Barcelona, cuando le sobreviene la revelación. «Apareció ante mí el Señor del Todo y me reveló su secreto». Espoleado por la visión, dirige sus pasos hacia Roma, con el propósito de entrevistarse con el papa Nicolás III. El viaje podría haber tenido un propósito mesiánico. En una disputa celebrada en Barcelona, Nahmánides había afirmado que, llegado el final de los tiempos, el Mesías se dirigirá al soberano que somete a los judíos y por orden divina le dirá: «Libera a mi pueblo para que me sirva». Y eso es precisamente lo que se propone hacer. Abulafia entendía que su mesianismo tenía tres niveles de significado: uno metafísico, otro político y un tercero antropológico. El primero de ellos era aristotélico y lo había heredado de Maimónides: el Mesías es una fuerza cósmica, asociada al intelecto agente, responsable de las trasformaciones del mundo. El segundo significado es histórico y político. Como Moisés, el Mesías liberará a su pueblo de la opresión del tirano. Y el tercero es esa «fuerza interior» que redime al alma y la proyecta sobre sus facultades superiores. La fuerza cósmica, la política y la interior son una misma fuerza espiritual objetiva con diferentes ámbitos de manifestación. En los tres niveles esa fuerza libera a los seres de sus ataduras. Hay, así pues, un «mesianismo interior» que permite conectar el mesianismo con el misticismo. Para Idel esta vinculación desdice la idea, generalmente aceptada, de que antes del siglo xviii no existía el concepto de salvación individual en el judaísmo.
Abulafia morirá sin haber logrado la liberación política que pretendía su misión ante el Vaticano. Con el coraje y la ingenuidad del genio, se presenta en Roma, como hará después Pico della Mirandola. Quiere mostrar al pontífice sus descubrimientos, que reconozca la fuerza inherente a los nombres sagrados y, si es posible, convertirlo al judaísmo. Repite el gesto de Moisés ante el faraón y obtiene un éxito relativo. El papa se niega a recibirlo y se retira con su corte al Castello Orsini. Se lo advierte de que, en caso de ir a su encuentro, será ejecutado en la hoguera. Ignorando la amenaza, Abulafia comparece ante la residencia papal en Soriano nel Cimino la noche de Año Nuevo. Es entonces cuando recibe la noticia de la muerte del pontífice (un encuentro catastrófico que anticipa el de Berkeley y Malebranche). Aunque parece una leyenda, las crónicas vaticanas confirman el hecho. En apariencia, el papa falleció repentinamente y ni siquiera hubo tiempo de llamar a un sacerdote. Abulafia fue apresado por unos frailes franciscanos y encarcelado. Entiende la muerte del papa como un signo divino que legitima su misión y confirma la necesidad de proseguir con sus actividades mesiánicas y místicas. Dos semanas después, es liberado y parte para Sicilia, donde viviría el periodo más creativo de su carrera.
La última década de su vida transcurre entre Mesina y Palermo. Se rodea de discípulos, ante los que se presenta como profeta y Mesías, despertando las iras de la congregación local. Funda una academia en la que ven la luz textos cuyas pretensiones mesiánicas dejan perplejos a los rabinos de la isla. La polémica llega hasta Barcelona, donde vive Salomón ben Adret, conocido como Rashba, que se ha dedicado durante años a calmar histerias mesiánicas. Rashba repudia públicamente las pretensiones de Abulafia.[1] La controversia entre ambos se encuentra documentada en su correspondencia. Abulafia reniega de la cábala más extendida en Castilla y Cataluña, basada en las sefirot, y la compara a la creencia cristiana en la Trinidad (sólo que, en este caso, los cabalistas creen en la Década). Rashba sobrevivirá a Abulafia y se jactará de haber salido victorioso de la controversia, lo que llevará a la desaparición de los métodos de Abulafia en la cábala peninsular. Las pretensiones mesiánicas le granjearon no pocos enemigos dentro de la comunidad judía, pero no fue un hombre encerrado en su tradición. En al menos dos pasajes de sus obras menciona contactos con místicos no judíos. La pobreza, el exilio y la cárcel no lograrán arrebatarle lo que ha logrado mediante su experiencia meditativa, aunque se verá de nuevo obligado a tomar el bastón de peregrino y partir hacia el exilio. En la pequeña isla de Comino, redacta en condiciones angustiosas el Libro del signo. Poco más tarde escribirá su última obra, quizá la más clara e inteligible, un manual de meditación titulado La belleza de las palabras. Después su rastro se pierde.