LOS ROSTROS DEL ÉXTASIS
Hay una cábala teúrgica y otra extática. La primera elabora un mapa del mundo, que es un mapa de las complejas interioridades de la divinidad, estableciendo los métodos, tanto rituales como mentales, de adherirse a lo divino y «ayudar» a Dios. Las prácticas de la cábala teúrgica no sólo tienen importancia para el destino del hombre, de ellas dependen también el destino del supremo y el del universo mismo. La perfección de estos ejercicios «permiten ejercer una influencia directa sobre las alturas» (Idel), de ahí su condición teúrgica y las sospechas que siempre han rodeado a este tipo de prácticas, tanto en la sociedad civil como en círculos religiosos. Pero hay otro tipo de cábala que se acerca más al estilo de meditación budista, más centrada en el hombre, despreocupada de las vicisitudes de la divinidad (si las hubiere) y de la influencia que los estados de contemplación mística puedan ejercer sobre la armonía interior de lo divino (el cosmos). Es la llamada «cábala extática», cuyo principal representante fue Abraham Abulafia, y que considera la experiencia mística individual como el bien supremo. Esas dos grandes tendencias repiten las que se produjeron en el seno del budismo a principios de nuestra era, entre un budismo de liberación individual, representado por la tradición theravada, y un budismo más próximo a la magia y más interesado en la salvación de la totalidad de los seres, el mahayana.
La misión de la cábala teúrgica es clara: el rescate de Dios. En la Península, sus prácticas pretendían devolver a la divinidad la perfección que le fue arrebatada por los errores de los hombres. A diferencia del individualismo meditativo de Abulafia, se trata de una empresa colectiva que, de manera indirecta, decantará la salvación del pueblo de Israel. No se interesa en un «estado mental» mesiánico, sino en el cumplimento de los preceptos y los mandamientos como modo de «adherirse» a la divinidad y restaurar su condición original y perfecta.
Se trata de una propuesta, como apunta Scholem, tan revolucionaria como conservadora. Intuición y tradición van aquí de la mano. De ahí a la seudoepigrafía sólo hay un paso. Hacer pasar un texto propio, un hallazgo intuitivo del corazón, por antiguo es una manera de insertar la propia vivencia en la tradición. No se da aquí una eclosión del ego, la inspiración suele ser enemiga de la ostentación. Los manuscritos de los cabalistas circulan de forma anónima. Hay modestia y, como en Spinoza, cautela. Pero esa prudencia, que encontramos en el hasidismo y en el Zohar, no es común en audaces como Abulafia. De un modo general, los cabalistas tratan con discreción las diversas formas de impregnar el alma con el Santo Espíritu, y lo mismo hacen con el acceso del individuo al éxtasis místico. La disposición del espíritu a sumergirse en el torrente divino es ya una forma de anonimato. Por eso la tendencia a no divulgar los nombres sagrados o los misterios secretos. Scholem insiste en ese carácter discreto como consustancial a la cábala: «El místico judío casi siempre conserva el sentido de la distancia entre Creador y criatura»; Moshe Idel, por el contrario, lo desmiente. Para el primero, la unio mystica, expresada en la palabra hebrea debecut, hace referencia a la «adhesión» a Dios, a «estar unido» a la divinidad. Una conformidad de la voluntad humana con la divina. Aunque incluso en las tradiciones devocionales del hasidismo se conserva ese sentido de la distancia. Una distancia que afecta también a las posturas panteístas dentro de la cábala, «que no son típicas del misticismo judío», y, por ende, el Zohar apenas utiliza el concepto de debecut. Una actitud reservada «que hizo vibrar una cuerda sensible en el corazón de los judíos y que contribuyó al extraordinario éxito de la obra». Ésa sería la razón de que Abulafia, el máximo representante de la cábala extática y un escritor prolífico (con más de veinte libros), fuera el menos conocido de los cabalistas en nuestro país.
Como en otras confesiones religiosas, la relación entre mística y ortodoxia fue, asimismo, conflictiva en el judaísmo. La revelación individual podía no ser coherente con la revelación del monte Sinaí. De hecho, las autoridades religiosas trataron de limitar las prácticas místicas a aquellos que tuvieran formación rabínica. La tensión entre el judaísmo legalista y el místico reproduce la del islam y serán pocos los cabalistas que, como Nahmánides y Salomón ben Adret, contribuyan a la literatura rabínica.
EL VIAJE IMAGINAL
La cultura mental de Abulafia pretende «desatar los nudos» que sujetan el alma. Hay una energía interna en los seres vivos que, una vez liberada, puede regresar a su origen. La idea se encuentra en numerosas doctrinas de la liberación de origen indio y tiene sus antecedentes, dentro de la mística judía, en la literatura de los hejalot (palabra que significa «palacio»). Un género de textos que recoge las visiones de los ascensos a los palacios celestiales. Se trata de un motivo que recuerda a los dhyanas budistas y a las «siete moradas o castillo interior» de la mística del Carmelo. Una literatura que se superpone a la de la merkabah o «carro celestial», que hace referencia al carro de Ezequiel, por lo que a veces se los llama «libros de los palacios y el carro». Son un conjunto de escritos esotéricos reunidos entre la Antigüedad tardía y la Alta Edad Media, aunque algunos se remontan a la época talmúdica. Estos textos se asocian a las tradiciones sobre las ascensiones celestiales de Enoc, encontradas entre los rollos del mar Muerto y la Biblia hebrea seudoepígrafa. Muchos de los motivos de la cábala medieval se basan en dicha literatura. Cada alma mora en vida en su propio palacio, que la protege de la luz divina. Las líneas que configuran la planta y la fachada de ese edificio las traza la propia vida del alma, su imaginación creativa, su devoción y el alcance participativo de su mente.
El documento más antiguo de esta literatura son los llamados «Palacios menores» (Hejalot zutarti), del que se conservan cinco manuscritos. Su protagonista asciende a la merkabah y ofrece al iniciado una serie de consejos y revelaciones que serán útiles en su itinerario. Esto es, un texto de carácter mágico que recoge toda una serie de nombres y conjuros indispensables para ir superando los obstáculos que se presentan en el camino, tanto en el ascenso como en el descenso. Una literatura que se justifica en la creencia de que Moisés no sólo recibió la ley en el Sinaí, sino también toda una serie de enseñanzas esotéricas, que el viaje celestial ayuda a revelar. Su protagonista, rabí Akiva, relata una conversación que escuchó en uno de esos viajes. La cuestión planteada es si es posible ver a Dios. La visión de Dios, se dice, sólo puede alcanzarse a través de sus nombres secretos (en hebreo y arameo), que deben recitarse sin preguntar por su significado. Esa visión es, de hecho, una vibración, un sonido. Encontramos aquí una mística de la oración. La palabra es mediadora. Es el velo o filtro que posibilita contemplar la de otro modo cegadora luz de lo divino. Los manuscritos se encuentran en muy mal estado, lo que multiplica los misterios, pero reúnen una serie de instrucciones o técnicas para el ascenso del alma a los cielos, además de una descripción de la visión de Ezequiel, que incluye la célebre imagen de la visión del agua frente al trono de Dios. Se listan los nombres de los siete príncipes angelicales que guardan los palacios o hejalot, junto con los nombres divinos que el visionario tiene que presentar en cada puerta. Cuando el viajero de los mundos alcanza el séptimo cielo, se sienta en las rodillas del supremo, se le permite el poder sobre los ángeles y se le otorga la bendición celestial.
Por un lado, encontramos la idea de que hay un dique que mantiene al alma encerrada dentro de los límites naturales de la existencia, por el otro, que el alma no podría resistir la experiencia de contemplar directamente a Dios (sólo puede ver su reflejo en las cosas). Esa barrera, al tiempo que la protege, le impide conocer lo divino. El alma está, pues, «sellada», impregnada y protegida por la infinidad de imágenes que ha contemplado en su recorrido por la experiencia sensible y onírica. La vida de cada día se enmarca dentro de esas experiencias compartidas y, cuando se encuentra demasiado llena de ellas, es incapaz de percibir formas espirituales puras. El motivo se repite una y otra vez en las diversas tradiciones. Lo perjudicial de los pecados o las faltas no es el acto en sí, sino la distracción que suponen. Se trata más de una negligencia u omisión (una falta de consideración a lo divino, un olvido de Dios, una incapacidad de reconocer lo importante) que de un acto ejecutado. Cada falta es una falta de atención a lo divino, y con cada una de ellas se obtura un poco más el órgano de percepción espiritual.
La cuestión es cómo entrenar el alma para percibir a Dios sin que ésta quede cegada o anegada por el torrente divino. Los cabalistas coinciden aquí con los budistas. El ego (una alforja de imágenes) es el principal obstáculo. Y se dice que aquel que está lleno de sí mismo no tiene sitio para Dios. El individuo debe transformarse, volverse transparente a la luminosidad del espíritu, facilitar su acceso a las regiones profundas (y oscuras) del alma. Abulafia busca un objeto de contemplación que pueda estimular el alma y hacerla sensible a esa realidad divina y lo encuentra en las letras del alfabeto hebreo. Ellas facilitan la trasparencia del alma, hacen posible la magia de dejarse atravesar por la luz divina. Está en juego lo sonoro (el medio) y lo luminoso (el fin).