LA MÚSICA DEL ALMA

Así se constituye el objeto de meditación característico del misticismo judío. Las letras del cabalista, como objeto de contemplación y tomadas independientemente, no están ligadas a un significado (que podría distraer) y tampoco tienen la frigidez de lo abstracto (son el sonido de su vibración y la elegancia del trazo). Como constituyentes del nombre de Dios, en ellas se refleja el sentido oculto de todo lo creado. Pues las cosas existen en función de su participación en el nombre de Dios. Ésa es la vía hacia el éxtasis místico. El sonido es importante y, de hecho, Abulafia comparó esa búsqueda de una conciencia expandida con la experiencia de la música. En cierto sentido, se trata de una meditación musical, que tiene ecos en la utilización del mantra (que también carece de significado) en las tradiciones budistas e hinduistas. «Desde el oído la sensación llega al corazón y del corazón al bazo [sede de las emociones]». La combinación armónica de los sonidos es fuente de una alegría «siempre nueva». Una renovación de la energía espiritual que emparenta al músico con el místico. Sin el lastre del significado, la ciencia de la combinación de las letras se parece a la ciencia de la combinación de las notas, es decir, la combinación de sonidos eternos, producidos por la vibración de una frecuencia constante.

El planteamiento recuerda al de Schopenhauer: el músico, como el cabalista, alcanza alturas inconmensurables y abismos sin fin. La música comunica lo sensible con lo espiritual. Y se dirá que el mundo de las letras, su combinación, separación y reunión, es el de la felicidad y que todas las lenguas (todos los sonidos) son intermediarias de la única lengua de Dios. Una revelación más alta que la que pueda otorgar cualquier filosofía. Lo que Abulafia encuentra en la combinación de los fonemas de la lengua hebrea lo encuentra Schopenhauer en la música. El «buda de Fráncfort» hereda la resignación kantiana al acceso a la «cosa en sí», pero encuentra una vía de escape que permite salir del círculo epistemológico creado por el filósofo de Königsberg. Kant había demostrado de forma convincente que el conocimiento debía limitarse a la experiencia. Dicha experiencia destila toda una serie de categorías (espacio, tiempo, sí, no, causalidad) que permiten entender el mundo. Con ellas se cierra el círculo (conocimiento-experiencia-categorías-conocimiento). Fuera de ese círculo queda el noúmeno, la «cosa en sí», de la cual no hay ciencia y que resulta inaccesible. Kant no dice que no exista, como afirmarán sus sucesores, simplemente expresa que no se puede conocer. El resultado de todo ello es una filosofía entre ingenua y cínica. Ingenua por confiar demasiado en sus propias categorías, cínica por ser al mismo tiempo provinciana y colonialista. De Kant puede decirse lo mismo que de Platón, que no era kantiano. Aunque su época negó existencia al noúmeno y, al hacerlo, se volvió dogmática. Abulafia encuentra la vía de acceso al noúmeno en la combinación meditativa de los sonidos del alfabeto hebreo; Schopenhauer, que tampoco quiere prescindir del noúmeno, en la contemplación estética, fundamentalmente, en la música. La intuición mística dirá que la experiencia decanta otras muchas categorías que no se limitan a las kantianas (que son las newtonianas) y que, mediante ellas, no sólo podemos entender el mundo de otra manera, sino «tocar» la realidad, acceder a la cosa en sí. De ahí que, para Schopenhauer, el arte fuera superior a la ciencia (en el arte y, en especial, en la música, el concepto, la categoría, es estéril). Y, de entre las artes, la música es la más penetrante y poderosa. Permite el disfrute de la pura forma sin contenido. No expresa esta o aquella emoción, ni los sentimientos de fulano o mengano. Su subjetividad no es la de nadie, una subjetividad pura y descomprometida. Expresa lo que no puede ser dicho y resulta el mejor medio de entrar en contacto con la verdad. De hecho, para Schopenhauer, la música no era ni siquiera representación, sino que, en cierto sentido, se encontraba «más allá del mundo» y aseguraba, de un modo muy místico, que «subsistirá cuando el mundo ya no exista».

 

TÉCNICAS DE MEDITACIÓN
Los manuales de Abulafia exponen diversas técnicas de meditación asociadas a la pronunciación de permutaciones y combinaciones de letras, así como a la escritura y contemplación de lo escrito. La pronunciación, la escritura y la meditación forman tres planos: el sonoro, el visual y el mental (que comprende los anteriores). Lo que llamamos verdades de la razón es consecuencia de la combinación de sonidos, de los que conviene distinguir la «forma» (la grafía) y la «materia» (la vibración sonora). Hay otros métodos, como el salto o la alternancia de un concepto a otro. Un modo de asociación de palabras que sigue ciertas reglas y que, con cada movimiento, abre ámbitos nuevos de reflexión que provocan la expansión de la conciencia, al tiempo que arrojan luz sobre los procesos ocultos o automáticos de la mente, liberándola de sus inclinaciones habituales y de su inercia.

Existe, además, toda una serie de preparativos para la meditación (concebida como conversación con el Creador) que se recogen en El libro de la vida eterna, escrito en 1280 y traducido por Scholem a partir de uno de los manuscritos de la Universidad Hebrea de Jerusalén. Dichos preparativos son casi rituales y recuerdan la manera en que algunas tradiciones budistas preparan las sesiones de meditación. Limpiar el cuerpo y vestirse con algo blanco. Buscar un lugar solitario, sentarse en secreto en el aposento, si es posible durante la noche (la cábala siempre tuvo algo de noctámbulo), abstraer el pensamiento de asuntos mundanos, cubrirse con el chal de oraciones y las filacterias, llenarse de temor ante la «radiancia» (shejiná) que se encuentra alrededor de uno. La ritualización de estas prácticas contribuye a incrementar el amor y el temor a lo divino.

Toma una pluma y una tablilla y recuerda que vas a servir a Dios con el corazón lleno de júbilo. Comienza a combinar y a permutar letras hasta que tu corazón entre en calor. Presta mucha atención al movimiento de las letras y cuando sientas que empiezas a percibir cosas que no podías conocer por la tradición o por ti mismo, cuando estés preparado para recibir la corriente de fuerza divina que fluye hacia ti, entonces utiliza toda la profundidad de tu mente para imaginar en tu corazón el nombre de Dios y a sus gloriosos ángeles como si fueran seres humanos sentados o de pie a su lado. Después de haber imaginado esto muy vívidamente, utiliza todo tu espíritu para comprender con tu pensamiento la infinidad de cosas que han de penetrar en tu corazón a través de las letras imaginadas. Pondéralas en su conjunto y por separado como si se tratara de una parábola o un sueño y trata de interpretar lo que oigas, de modo que concuerde con tu entendimiento. Todo esto te ocurrirá después de haber arrojado la tablilla y la pluma. Cuanto más intenso sea el flujo mental dentro de ti, más débiles se volverán la parte interior y exterior de tu ser. Todo tu cuerpo se verá poseído de un violento temblor y pensarás que estás a punto de morir, pues tu alma, colmada de júbilo, abandonará tu cuerpo. Y prepárate para elegir conscientemente la muerte, y entonces sabrás que avanzaste lo suficiente como para recibir el flujo divino. Y luego cubre tu cara y siente temor de morar a Dios. Luego retoma los asuntos del cuerpo, levántate, come y bebe un poco, o refréscate con un perfume y devuelve tu espíritu a su envoltura hasta la próxima vez. ¡Y alégrate de su suerte y sé consciente de que Dios te ama!

 

Ya hemos mencionado que hay una creencia esencial de la cábala, y de otras tradiciones, según la cual una serie de «sellos» mantienen encerrada al alma y, a la vez, la protegen, pues no podría soportar, sin la debida preparación, la contemplación de lo divino. Todas las técnicas están destinadas a prepararla para recibir (dejar que lo atraviese) el flujo de lo divino (llámese moksa o debecut). En la «séptima morada», el espíritu ya no se siente confuso o aterrorizado. La literatura de todas las épocas subraya que se produce, en ese estadio final, un «olvido de sí» que ni es traumático ni abrumador. Ése es el estado de la «visión profética» en el cual se revelan los misterios del nombre de Dios. Un éxtasis que sobreviene súbitamente y que no puede preparase o forzarse, que no depende de la perseverancia o el esfuerzo (otro tema budista), y que tiene, asimismo, sus riegos (cada una de las letras se encuentra asociada a un miembro del cuerpo y, al combinarlas, si el iniciado se equivoca, puede quedar inválido). Los que alcanzan esa contemplación son los «verdaderos amantes», los legítimos herederos de los profetas.

 

ECOS DE ORIENTE
Abulafia fue, además de un místico, un pensador de su época. Había leído y estudiado a Maimónides y es muy probable que conociera los comentarios de Averroes a la filosofía de Aristóteles. La unión del intelecto humano con el intelecto divino (de la conciencia individual con la cósmica) era una parte esencial de las aspiraciones de la filosofía medieval. De hecho, Abulafia consideraba que la cábala tenía sentido gracias a la existencia del intelecto activo. Pero al mismo tiempo creía que sus prácticas accedían a un estrato más profundo de dicho intelecto (nous) y, como los budistas, estaba convencido de que había problemas filosóficos sin solución que no era necesario plantear ni entretenerse con ellos. Un ejemplo clásico es la cuestión de si el universo fue creado o es eterno (uno de los avyakrta o «incontestables» del budismo), que entretendría a su contemporáneo Tomás de Aquino (pues Aristóteles parecía sostener lo segundo). Para Abulafia la Torá no aportaba pruebas a favor de ninguna de las dos opciones, si bien la cuestión en sí misma carecía de sentido por razones prácticas. Sólo aquello que contribuye a su perfección y mejoramiento debería preocupar al hombre. Y, aunque prefiere la creación a la eternidad, considera el problema, uno de los más debatidos en durante el siglo xiii, estéril.