La similitud de las técnicas de Abulafia con las del yoga, tanto budista como hinduista, son más que evidentes. Estas tradiciones, probablemente, eran conocidas por los sufíes, con los que pudo haber estado en contacto. Como aquéllos, Abulafia rechazó la magia y la posibilidad de emplear las combinaciones de letras o los nombres sagrados para otros fines que no fueran los estados de debecut o unio mystica. Su magia es una magia de la interioridad, de la cultura mental del iniciado. Eso no significa que desconfiara de su alcance y posibilidades, simplemente, consideraba que perdería al que la practicase: quien quiera crearse un «becerro gordo» se convertirá él mismo en becerro.

La atención a la respiración se sustituye aquí por la atención a las letras, pero la postura del cuerpo, la apelación al silencio, la transfiguración mística del individuo y la ritualización de la meditación permiten que hablemos de un yoga judaizante. De hecho, Abulafia plantea una cuestión que ya propusieron los budistas, la de si es posible alcanzar esos estados de conciencia expandida (la unio mystica en la que conocimiento, conocedor y lo conocido se hacen uno) sin la necesidad de un maestro, con la mera utilización de la literatura sagrada. Y la respuesta parece ser afirmativa. El hombre y la Torá se convierten en uno solo. «Ella está enteramente en ti y tú enteramente en ella». Ése es, tal y como lo llama Abulafia, el «Camino de los Nombres», en oposición al «Camino de las Sefirot», que tenía mayor aceptación en las sinagogas. Para la cábala rabínica clásica, la meditación debía comenzar por la contemplación de las diez sefirot y, durante la meditación, éstas eran el objeto de contemplación del iniciado, ellas debían revelar las profundidades del intelecto agente, esa fuerza cósmica que lleva las cosas a su madurez, de la potencia al acto, y que se compara con la energía radiante de la shejiná. Para Abulafia esto eran sólo preliminares, luego, había que pasar a los ejercicios con las veintidós letras, que propiciaban un estadio más avanzado en la naturaleza mental del universo.

 

LA MAGIA DE LA INTERIORIDAD
Respecto a la posibilidad de una identificación completa con lo divino, los especialistas no se ponen de acuerdo. Para Scholem esa identificación total «no se alcanza ni se desea» en la cábala; Moshe Idel, por el contrario, encuentra numerosos ejemplos. Para el primero, la desconfianza del judaísmo rabínico hacia la experiencia extática sería la razón de que los métodos de Abulafia no alcanzaran la aceptación que tuvieron otras doctrinas, teúrgicas y comunitarias, como las del Zohar. Scholem cita un Midrash donde esa unio mystica no es con la divinidad, sino con el doble que cada alma tiene en el paraíso. El otro yo, el doble borgiano, es aquí el que sale al encuentro del iniciado. El socrático «Conócete a ti mismo» consiste, precisamente, en conocer ese otro yo.

Scholem trascribe un relato de un discípulo anónimo de Abulafia, que gloso a continuación. Según este texto, de 1295, existen tres vías de crecimiento espiritual: la vulgar, la filosófica y la cabalística. La vulgar es la que practican los ascetas musulmanes, que emplean toda clase de artificios, entre ellos invocar el nombre de Alá, para entrar en trance. La segunda es la filosófica, que al estudioso le costará abandonar, debido a la enorme dulzura que ejerce sobre la razón. Aunque, si es intuitivo, si logra dejarse penetrar por las letras, conseguirá ir más allá de los conceptos y alcanzar la tercera vía, la de la experiencia que se narra a continuación.

Aprendí algo de la Torá y del resto de las Escrituras, pero no encontré quien me guiara en el Talmud, no tanto por falta de maestros sino por la nostalgia de mi hogar. Pero Dios me dio fuerzas, partí hacia el extranjero, busqué y hallé. Regresé a mi tierra natal y estudié la Guía de perplejos, adquirí algunos conocimientos de lógica y otras ciencias. Un cabalista trató de enseñarme la cábala, pero me pareció imposible. El maestro me dijo: «¿Por qué rechazas algo que todavía no has probado?». Acepté y me enseño el método de las combinaciones y permutaciones de letras. Mi maestro me dijo: «El Camino de los Nombres es así, cuanto menos comprensibles sean éstos, mayor es su importancia, hasta que alcances la actividad de una fuerza que tú ya no controlas, sino que controla tu mente y tu pensamiento». «¿Para qué escribir libros entonces?», le contesté. «Para ti y todos los que aman la filosofía, para atraer su intelecto», me dijo. Una noche me puse a combinar letras y a reflexionar acerca de ellas filosóficamente. Seguí así durante tres noches sin decírselo a mi maestro. Comencé a notar que dentro de mi tenían lugar fenómenos extraños. En la tercera jornada, a medianoche, dormité un poco con la pluma en la mano y el papel sobre las rodillas. Noté que la vela estaba a punto de apagarse y me levanté para enderezarla como si estuviera despierto. Entonces vi que la luz seguía iluminando y me sorprendí cuando, al verla de cerca, descubrí que la luminosidad procedía de mí. No podía creerlo. Anduve por toda la casa y la luz seguía conmigo. Me acosté y me cubrí y he aquí que la luz seguía debajo de la manta. Me dije: «Éste es un nuevo fenómeno para mi percepción». Practiqué durante una semana más. El poder de la meditación se hizo tan fuerte en mí que no conseguía anotar las combinaciones de letras que salían automáticamente de mi pluma. Cuando llegó la noche en que me fue concedido ese poder, que gana fuerza conforme el cuerpo se debilita, me dispuse a alcanzar el gran nombre de Dios, compuesto de setenta y dos nombres, a combinarlo y permutarlo. Entonces, un fuerte temblor se apoderó de mí. Las letras adoptaron ante mis ojos la forma de enormes montañas, se me pusieron los pelos de punta y sentí que no estaba en este mundo. No tenía fuerzas en las piernas y caí, algo parecido al habla brotó de mi corazón y obligó a moverse a mis labios. Pensé que el espíritu de la locura se había apoderado de mí, pero hete aquí que pronunciaba palabras sabias, el espíritu de la sabiduría hablaba a través de mí […]. Me aventuré con el inefable nombre de Dios (YHVH) pero en cuanto lo toqué me debilitó y una voz salió de mí y dijo: «Vas a morir, no vivirás». Inmediatamente me postré e imploré, estaba hablando cuando un óleo me ungió de la cabeza a los pies, me embargó una gran alegría, un júbilo indescriptible por su espiritualidad y dulzura. No cuento esto por arrogancia, para que la gente me considere importante, porque sé muy bien que la grandeza a los ojos de la gente es deficiencia e inferioridad para todos aquellos que buscan la verdadera categoría, que difiere de aquella en género y especie como la luz de la oscuridad.

 

Este testimonio anónimo sintetiza muy bien el espíritu de la cábala. Cuya vía, dice su autor, es la de la purificación del cuerpo, pues lo corporal es símbolo de lo espiritual. La purificación del cuerpo revierte en la purificación de nuestras inclinaciones, sobre todo, la ira. Si bien hay que dar un paso más, que consiste en desprenderse de lo aprendido. «Purificar el alma de todas las ciencias que se han estudiado, pues, siendo éstas naturales y limitadas, la contaminan y obstruyen el paso de las formas divinas a través de ella». Los argumentos, los razonamientos algebraicos, las inferencias son un espeso velo comparado con la sutileza del espíritu. Y se recomienda una casa apartada, decorada con plantas que animen el alma vegetal, cantar salmos y leer la Torá con fervor y meditar sobre la esencia vacía del propio pensamiento, para preparar el «salto». Para ejecutarlo hay que combinar con rapidez las consonantes, ese movimiento estimula el pensamiento e incrementa la alegría de tal modo que se pierde la necesidad de comer, dormir o de cualquier otra cosa. Y, al abstraer las palabras del propio pensamiento, uno se obliga a traspasar los límites de su propia alma. Así se guía el pensamiento, primero con la escritura y, después, con la imaginación. «Entonces aquello que lleváis dentro saldrá fuera y, gracias al poder de la imaginación, tomará la forma de un espejo brillante. Constatando que, de alguna manera, el ser más íntimo está fuera de uno mismo».

Una reflexión final. Probablemente, nadie entre los cabalistas llegó tan lejos como Abulafia en la magia de la interioridad. La fuerza de la meditación podía tener numerosas aplicaciones (los mártires podían concentrarse en las letras en el momento final) y entre ellas estaba la magia, la manipulación del entorno natural para ciertos fines. Pero, ante la disyuntiva entre misticismo y magia, Abulafia eligió la primera, que es también la magia de la personalidad. Se cuidó mucho de no traspasar esa frontera, tentadora, de que los nombres divinos estuviesen a su propia disposición. Sabía que eso suponía poner poderosas fuerzas al servicio de su propia ignorancia, de un amor propio, ensimismado y no compartido. Supo con ello resistirse al sueño del poder, aunque sus «caminos hacia la expansión» ejercerían una poderosa influencia en sus sucesores, primero entre los alquimistas (que decantan la ciencia moderna) y, más recientemente, entre los tecnócratas.

 

[1] A principios de la década de los noventa del siglo xiii aparece en la ciudad de Ávila un niño analfabeto que dicta revelaciones celestes recibidas de un ángel. La descripción de este fenómeno, muy común en el hinduismo, se la debemos al cabalista barcelonés Rashba, que se opuso a la autenticidad del milagro como se había opuesto a Abulafia.

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