POR ANA PELLICER VÁZQUEZ

Se ha escrito que a veces construimos nuestros paraísos sobre infiernos ajenos.

Ignacio Padilla

 

La Micropedia del escritor mexicano Ignacio Padilla (Ciudad de México, 1968-Querétaro, 2016) constituye uno de los proyectos narrativos más compactos, autorreferenciales y planificados de la literatura en español de las últimas décadas. El autor se inscribe en la estirpe de aquellos escritores que conciben una obra total y la van componiendo con tesón a lo largo de los años como un todo narrativo. Sin duda, podemos afirmar que la solidez del proyecto cuentístico de Ignacio Padilla lo sitúa a la cabeza entre los narradores de su género. Nada era casual en la obra literaria de nuestro autor, y por eso situó su magno edificio narrativo, su Micropedia, en el lugar central en su producción. Y no se podría entender al Ignacio Padilla narrador sin conocer algunas características concretas de su manera de concebir la literatura, sus planteamientos metaliterarios o la vinculación imprescindible con su grupo, la generación del crack. A lo largo de las siguientes páginas trataremos de explicar la naturaleza de esa excelencia y originalidad literaria —por qué podemos afirmar que Padilla es el maestro del cuento contemporáneo— y cuál es la poética conceptual que permite construir este proyecto literario de magno alcance. Se autocalificaba como «físico cuéntico» y, como iremos viendo, esa definición contiene los pilares de su universo literario y vital.

 

  1. IGNACIO PADILLA Y EL GRUPO DEL CRACK

No se puede entender la figura literaria ni la trayectoria vital de Ignacio Padilla sin inscribir ambas en el proyecto ambicioso que conformaron los miembros del grupo del crack. A pesar de su proverbial individualismo y su voz narrativa tan original (que no se parece a ninguno de sus coetáneos), Padilla siempre entendió su tarea literaria en términos de compañerismo e intercambio con sus amigos del crack. Es bien sabido que en los veinte años que el grupo duró, compartían, discutían, intercambiaban y, sobre todo, hablaban largamente de sus proyectos. Así, es difícil deslindar sus respectivas producciones de lo que supuso ese apoyo mutuo. Los primeros que entablaron amistad fueron Jorge Volpi y Eloy Urroz, en la preparatoria del Centro Universitario México. En 1984 y ya con un apasionado deseo de escribir, decidieron presentarse al mítico premio de cuento de su colegio, que había ganado en su momento Carlos Fuentes (la leyenda decía que había conseguido los tres primeros premios con seudónimos distintos). Volpi y Urroz consiguieron el tercer y quinto premio tras un compañero, un año mayor, llamado Ignacio Padilla. Lo buscaron para encararse con él (esa furia adolescente) pero enseguida se hicieron amigos inseparables los tres. A decir tanto de Volpi como de Urroz, sus cuentos eran perfectamente prescindibles pero el de Ignacio Padilla no, de hecho, si se lee ahora «El héroe del silencio», se confirma que ha sobrevivido muy bien y que en él ya hay un pulso narrativo muy firme y el germen de un cuentista medular. Afirma Jorge Volpi: «Sus primeros cuentos, de 1984 o 1985, ya tenían el estilo y la voz del Nacho maduro. Nadie en mi generación ha sido, en este sentido, tan talentoso ni tan precoz».[1]

La amistad se consolidó y al grupo se añadieron tres jóvenes aprendices de escritores más, Ricardo Chávez Castañeda y Pedro Ángel Palou, que empezaron a reunirse todos los sábados en el Sanborns de San Ángel para hablar fervorosamente de sus lecturas y de sus primeros textos. En el año 1996 escribieron juntos el provocador Manifiesto del crack[2] e inauguraron la generación del mismo nombre. Los cinco eran: «un grupo de autores, casi de la misma edad, que desde el primer café compartiera lo que hoy todavía las reúne: la literatura».[3] Se configuraron como grupo en torno a ideas que resultan rupturistas y subversivas en su contexto: literatura ambiciosa, estructuras metaliterarias complejas y múltiples, ampliaciones exponenciales del espacio literario y del papel del lector, renovación del lenguaje, preponderancia del humor y la parodia. Las propuestas estéticas y su proyecto literario exigente sitúan al grupo del crack en un lugar central de la literatura mexicana de los últimos veinte años.

El Manifiesto del crack resulta ser un texto heterodoxo en fondo y en forma: porque no es una declaración de intenciones compacta escrita a cinco manos sino que son cinco textos en torno a un planteamiento supuestamente común pero que tiene distensiones (parte de ese planteamiento común tiene que ver con la mirada humorística y desmitificadora). Es importante señalar que sus autores plantearon el texto como un juego, como una parodia quijotesca y, sin embargo, la crítica mexicana no lo interpretó en esa clave, sino más bien como crítica demoledora hacia el establishment patrio. Ignacio Padilla en su texto «Septenario de bolsillo»[4] abunda en la idea de que hay un discurso estético agotado. Reivindica «la comedia, la risa y la caricatura» en una actitud eminentemente cervantina, (que señala explícitamente: «Mejor será hablar de novelas supremas y de nombres como Cervantes»). Él mismo resulta desmitificador cuando dice que el crack es «simple y llanamente, una actitud. No hay más propuesta que la falta de propuesta», y de alguna manera está dinamitando los textos previos, de Palou y de Urroz, que mantenían un discurso absolutamente convencido de su seriedad y relevancia. En algún momento dice «esto es un juego, como todo lo que vale en literatura». Padilla es, desde esta época, el más cuestionador del discurso unitario.

En el año 2004 los miembros del grupo junto con Alejandro Estivill (que había formado parte del antecedente del crack, Variaciones sobre un tema de Faulkner, en 1989), Vicente Herrasti y Tomás Regalado (crítico literario especializado en la obra conjunta) publicaron un libro interesante titulado Crack. Instrucciones de uso, en el que hacían un balance de su trayectoria y en el que mantienen el tono paródico y desmitificador. En él, Jorge Volpi segura que: «El crack es, antes que nada, una broma literaria, es decir, una broma en serio»[5] y Ricardo Chávez hace una crítica reposada a cierta ingenuidad grupal cuando señala que «requirieron de un manifiesto para crear un espejismo de homogeneidad estética, sabedores de que una temática común no puede generar ni un estilo, ni un movimiento literario».[6] Si la clave del grupo era «escribir una literatura de calidad; obras totalizantes, profundas y lingüísticamente renovadoras; libros que apuesten por todos los riesgos, sin concesiones»[7] pero era también compartir una idea de la literatura y del trabajo intelectual, la muerte de uno de sus miembros quiebra el proyecto, sin duda.

 

  1. LA CONSTRUCCIÓN DE LA MICROPEDIA

La vocación cuentística de Ignacio Padilla, que como ya hemos dicho aparece desde sus inicios literarios, es clara y teorizada: declara que el cuento le parece el género más completo y más arriesgado. De ahí su provocadora e irónica autocalificación como físico cuéntico: «Soy un contador de historias, un físico cuéntico, escribo porque no podría no escribir, porque estoy enfermo de escribir, porque me hace muy feliz contar y leer historias».[8] Y también tiene que ver con su vocación de exactitud y de querer aquilatar bien su universo literario. De hecho, le fascinaba la idea de que su obra tótem (que se sabía de memoria tras escucharla en audiolibro más de cien veces), El Quijote, había empezado siendo un cuento en la mente de Cervantes: «Yo soy demasiado neurótico, soy quijotesco, no me quiero equivocar. Por eso le entro al cuento».[9] En uno de sus últimos ensayos, publicado ya póstumamente, afirma (y espanta su tono casi premonitorio, como de despedida): «Me queda al menos el consuelo de que, en este imperio ultramoderno de la novela como contingencia, al cuento se le concede todavía un puesto honorario. En nuestra tradición el relato sobrevive como un rey viejo, fantasmal y providente que con frecuencia estima necesario parecérsele a su vástago enloquecido para que éste no olvide su alcurnia y se vengue de quienes quisieron matarlo».[10]

La idea de la Micropedia surge pronto, según afirma Jorge Volpi, y empieza a darle forma en su etapa salmantina, mientras escribía su tesis doctoral sobre el diablo en la obra de Cervantes. En el nombre ya se contienen las pautas de lo que va a ser este personal universo literario y este proyecto medular en su obra. La palabra remite a la Micropaedia[11] de la Enciclopedia Británica, neologismo creado por Mortimer J. Adler y proveniente del griego antiguo significando micro- (μικρο) «muy pequeño» y -pædia (de παιδεία) «educación», y nos lleva también al concepto enciclopédico y universal de una herramienta como la enciclopedia. Esta vocación omnívora y totalizadora, que lo emparenta con Borges y sus laberintos/alephs, tendrá su máxima expresión en la Micropedia que será, al fin y al cabo, una enciclopedia de lo mínimo, de lo inesperado, de lo pequeño, de lo excéntrico.

El hecho cierto es que, desde sus inicios literarios, Padilla ya concibe un proyecto completo, cerrado y autorreferencial compuesto por cuatro libros de cuentos que se pueden leer como un todo aunque cada uno de ellos tiene dos temas y cada título formaría un octosílabo. Así, el resultado es: Las antípodas y el siglo (publicado originalmente en Espasa en 2001 y reeditado por Páginas de Espuma en 2018), El androide y las quimeras (Páginas de Espuma, 2008), Los reflejos y la escarcha (Páginas de Espuma, 2012) y Lo volátil y las fauces (publicada la primera parte, Las fauces del abismo, en Odisea en 2014 y la versión completa editada por Jorge Volpi en Páginas de Espuma en 2018).

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