Lamentablemente, esta conciencia creadora y de construcción calculada de la propia obra se vio truncada con una muerte trágica el 20 de agosto de 2016. En ese momento, Jorge Volpi se convierte en su albacea literario (Ignacio Padilla se lo había pedido unos años atrás, de manera inesperada, en una cena en Nueva York) y junto con su editor, Juan Casamayor, emprenden la tarea de reconstruir la última parte de la Micropedia, «Lo volátil» (recordemos que «Las fauces del abismo» había sido publicado en 2014), para tratar de unirlo a la parte inicial y conformar lo que sería Lo volátil y las fauces, tratando de imaginar el manuscrito ideal que Padilla habría entregado a su editor. En esta tarea detectivesca, Volpi se valió de los textos que el autor ya había enviado a Juan Casamayor, de los textos que pudo rastrear en su ordenador y de los que en algún momento Padilla le había hablado. Todo ello para consolidar ese «todo orgánico» que es la Micropedia en palabras de Volpi. En una entrevista así lo relata:

Tras tantas y tantas conversaciones con Nacho a lo largo de más de tres décadas, siempre me quedó claro que la obra maestra de Nacho era esta Micropedia y que él sabía que lo era. Siempre quiso que los cuatro libros se publicaran juntos, como un todo orgánico al que él le concedía especial importancia (…) El mayor trabajo consistió, pues, en encontrar el manuscrito final del último volumen, en elegir el orden que él hubiese preferido y en corregir unas cuantas erratas. Para mí es un acto de amistad, pero también de justicia literaria, que la Micropedia al fin aparezca del modo más parecido a como él la imaginó.[12]

 

Juan Casamayor recordó, además, que su autor siempre pensaba en la Micropedia de manera física, como un «cofre» real en el que se depositara la tetralogía, y así lo hizo (añadió, además, un cuadernillo con textos de sus amigos). De hecho, el resultado final de la Micropedia resulta un bello y cuidado homenaje a un autor que concebía la literatura como tesoro, como reto y como desafío. Es, a la vez, el mejor testamento literario posible.

 

  1. LA NATURALEZA DE LA MICROPEDIA

Si la Micropedia supone la obra narrativa central de Ignacio Padilla es porque en ella se reúnen todas las características fundamentales de su narrativa y donde van a alcanzar su versión óptima. Como ya hemos dicho, Padilla compartía con sus amigos del crack una idea de la literatura como estructura autorreferencial, ambiciosa y compleja. Por eso, su producción cuentística se caracteriza por los siguientes elementos que enumeramos y pasaremos a describir de manera más detallada a continuación: una imaginación portentosa y una capacidad fabuladora inaudita, la concepción de lo fantástico como forma subversiva y revolucionaria, un extraordinario uso del lenguaje contemporáneo y del lenguaje barroco, el empleo permanente y abarcador de un humor particular, una mirada excéntrica que busca lo cosmopolita, lo extraño y lo marginal, un mundo poblado de datos apócrifos y verdaderos que se funden de manera indisoluble e indiferenciable, un cuestionamiento de la racionalidad canónica. A todo esto, cabe añadir una característica fundamental en la cuentística de Ignacio Padilla: la creación de un bestiario particular y de unos espacios extraños, en los que, sin embargo el lector puede entrar y habitarlos con naturalidad. Porque ésa es la clave del universo creado por Padilla: la posibilidad de transitarlo con asombramiento tranquilo y extrañamiento normalizado. Esto último tiene que ver con que las peculiaridades que tenía Padilla como creador pero también como individuo: en él había siempre un contínuum entre realidad y ficción, entre vida y obra. Para los que lo conocieron y lo trataron, había en Ignacio Padilla una línea muy difusa y muy voluble entre lo vivido y lo imaginado. Contaba, vivía y creaba con la misma naturalidad y con todos los planos diferentes integrados en un macroplano general e indiferenciable. Uno nunca acababa de saber qué en Ignacio Padilla era realidad, ficción o era un híbrido majestuoso y brillante de ambas cosas. No es anecdótico, baladí o extraliterario señalar este aspecto fundamental de Ignacio Padilla como creador porque determina absolutamente su obra y su manera de narrar.

De hecho, su cosmovisión creadora determina sus resultados siempre: ese acercamiento a lo fantástico, a lo extraño se hace siempre desde la «normalización» y la calma, como si ese plano de lo extraordinario pudiera estar absolutamente integrado en la realidad cotidiana, como para él lo estaba. Era el escritor total, el escritor verdadero. No sabíamos dónde empezaba el hombre y dónde acababa el escritor. Lo que Jorge Volpi denomina como los célebres «datos Nachito» eran parte indisoluble de su vida y de su obra: eran los ladrillos que fueron formando esta Micropedia recién conclusa en la que el lector empieza buscando en el diccionario o en internet cada nuevo elemento desasosegante hasta que deja de hacerlo porque se da cuenta de que lo fundamental es que todo ese universo existe porque existe en el texto y porque el texto ya ha cobrado vida. Ignacio Padilla era un omnívoro coleccionista de todo lo nuevo, diferente e inquietante. Era un alquimista y experimentador. En palabras de Rosa Beltrán: «Nacho estaba habitado por esos mundos simultáneos y, hoy me doy cuenta, su escritura es esa necesidad y la verdadera posibilidad de habitarlos todos».[13] Afirma Fernando Iwasaki que lo que tienen en común los cuatro libros son sus «narradores escondidos y derrotados o bien narradores que han contemplado reconstruidos una lucha encarnizada y deciden escribir la versión de los vencidos: la caída de un reino, la extinción de las tribus o el fin de un mundo que cifra todas las postrimerías».[14]

Las antípodas y el siglo se inicia con el cuento del mismo nombre que inaugura magistralmente el tono y el universo narrativo que va a articular la tetralogía. Así, ya se habla de espacios borrosos y mágicos (entre el desierto del Gobi y Edimburgo), de larguísimos viajes y de protagonistas perdidos en un mundo misterioso e inabarcable, ininteligible en mapas imprecisos «y es que nadie, en realidad, podía saber a ciencia cierta en qué exacto meridiano se encontraba la ciudad de tantos delirios».[15] El libro está recorrido por personajes europeos de fines del siglo xix (Donald Campbell, sir Richard de Veelt, Maurice Wilson, el coronel Richard L. Eyengton, el hermano Jean Dégard, E. A. Talbot, Lord Gronogham), excéntricos y desubicados en las convenciones europeas de la época, que recrean el asombramiento de sus viajes a unas antípodas salvajes, misteriosas, poéticas y en cuyos espacios encuentran el sentido de su existencia. El tono épico de las narraciones nos retrotrae a una escritura decimonónica y precisa, permeada siempre de un exquisito y sutil humor anglosajón (que cita fuentes apócrifas y legitima sus historias amparándolas en «las crónicas de la época» y en supuestos archivos de la Real Sociedad Geográfica), que se funde magistralmente con la portentosa imaginación fabuladora que crea historias siempre sorprendentes. Así, la recreación e impostura literaria de Padilla es total: la construcción de un mundo paralelo es completa. Dice el protagonista del relato «Darjeeling»: «Los héroes de nuestro tiempo, me diría más tarde Bailey en el barco que nos trajo a Londres, están irremisiblemente condenados a ser hermanos del absurdo»[16] y el narrador del relato «Hagiografía del apóstata» explica bien cuáles son los temas claves del imaginario micropédico:

La naturaleza del mal o el conocimiento, la existencia de Dios y sus vínculos con la nada, la impotencia de un ser omnipotente para crear una piedra tan grande que ni él mismo pudiese cargarla, la predestinación y, sobre todo, la disyuntiva entre el perdón y la culpa, fueron sólo algunos de los dilemas que transitaron en el interminable juego del hermano Jean Degard.[17]

 

«Desagravio en Halak-Proot» es un relato especialmente significativo en cuanto a la construcción de «paraísos clausurados» y autónomos. Cuenta la historia de un joven de Cardiff que no consigue aprobar el examen para ser médico del ejército de británico y por eso emprende un viaje a la jungla de Nueva Zelanda, donde se le encomienda administrar un hospital psiquiátrico en el que «aunque no faltaban entre los internos algunos colonos de excentricidad más bien moderada, lo cierto es que ahí todo vestigio civilizado o civilizador se disolvía en una masa indistinta de espectros babeantes que se limitaban a caminar en círculos en torno a sus galerones».[18] De nuevo, el protagonista encuentra, en el lugar abrasador y extraño, la resolución del conflicto emocional y la integración real en una realidad propia. En «Rumor de harina» aparecen por primera vez seres inventados (que inauguran la tradición de ese bestiario particular y único de la Micropedia), los erilios, «seres tan pobres en belleza aunque tan ricos en entendimiento»,[19] que en una hambruna terrible en una recóndita colonia asiática se alimentan sólo de los desechos de sus pobladores y que «no podían ser considerados humanos y […] no dejaban al morir más que esa harina blanca que ese día cubrió la plaza de punta a cabo y que hoy resulta tan agradable al paladar».[20]

El segundo volumen de la Micropedia, El androide y las quimeras, tiene, a su vez, subtítulos para cada una de las dos partes: «El androide en nueve tiempos» y «Quimeras de tres orillas». Aquí aparecen la numerología y la aritmética como elementos vertebradores de este universo y cobran mucha importancia los espacios definidos (Brighton, Chalons y Galápagos), que ya pueden ser europeos. En la primera parte tienen especial protagonismo los seres no humanos pero que pueden cobrar vida de manera misteriosa y desasosegante: las muñecas parlantes («Las furias de Menlo Park»), los autómatas («Las entrañas del turco»), los siniestros artificios de magia de «Viaje al centro de una chistera» («en la magia se consagra una transgresión que no por vislumbrada ha de quedar impune. […] Una maqueta del infierno»).[21] Se consolida esta idea de lo fantástico como lo que escapa al canon de racionalidad convencional y lo que emerge de los lugares desconocidos y misteriosos (como el azar destructivo en «Guía de ruso para principiantes» o el brutal humor negro de «Antes del hambre de las hienas»). Y aparecen seres obsesionados por este límite entre la realidad y la ficción que enloquecen es sus búsquedas, como Thomas Edison o la niña Mary Anning, que dedicaba sus días a la búsqueda de fósiles de dinosaurios, en «Romanza de la niña y el pterodáctilo», o Lewis Carroll y su obsesión por la niña Alicia:

Esclavizado por el opio desde hacía varios años, sujeto a un agudo cuadro paranoico, y ampliamente dotado para dar forma precisa a los monstruos de su imaginación, el escritor contaba con todo lo necesario para provocarse un eclipse a la medida de sus miedos y deseos. Lewis Carroll había creado un mundo subterráneo habitado por orugas humeantes, gatos evanescentes, sombrereros locos.[22]

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