Gracias por venir a conversar, Juan: lo valoro especialmente porque sé que estos días estás trabajando en la candidatura de María de Jesús Patricio, Marichuy, la cual (no quisiera dejar pasar la oportunidad de decírtelo) me parece una idea excelente; si no desde el punto de vista práctico (desconozco sus posibilidades reales), sí en relación con los símbolos que empleamos y el tipo de relatos que producimos para narrarnos quiénes somos y hacia dónde nos dirigimos, en este caso, en América Latina. (Y ya Ricardo Piglia nos enseñó que el de concebir relatos es el «único» poder del Estado y el que hay que arrebatarle).
De la muerte de Piglia se cumple estos días, precisamente, el primer aniversario, y estaba preguntándome si ya es posible realizar un balance de su obra: por fin disponemos de los tres volúmenes de Los diarios de Emilio Renzi, que constituyen el reverso (y la justificación, decía él con ironía) de su obra «pública», y quizás eso haga (por fin) accesibles las motivaciones íntimas de esa obra. Al margen de lo cual, por supuesto, es necesario comenzar por el principio, en especial, si consideramos la importancia que Piglia otorgaba a las «primeras escenas»: «sus» diarios comienzan con una (el traslado de su familia a Mar del Plata por razones políticas y el momento en que, como cuenta, «en esos días, en medio de la desbandada, en una de las habitaciones desmanteladas de la casa empecé a escribir un diario»), de manera que la pregunta es inevitable. ¿Cómo fue tu primer contacto con la obra de Ricardo Piglia? ¿Cuál es tu «primera escena» con él?
Villoro
Las posibilidades de que Marichuy llegue a la boleta como candidata indígena a la presidencia tienen que ver con uno de los temas favoritos de Piglia: la utopía. Al seguir sus marchas por las más remotas comunidades, he recordado que Piglia describía la literatura como una «utopía portátil». El movimiento carece de otra estrategia que el impulso de cambiar las cosas y algunos se quejan de que Marichuy recorra demasiados sitios con poca gente en vez de concentrarse en los grandes públicos. Lo mismo sucede con la escritura relevante: camina hacia un lugar incierto, donde parecería que eso no puede ocurrir.
Paso al tema que planteas. Es curioso cómo comenzamos a leer a un autor. En el caso de Piglia, lo primero que me viene a la mente no es un texto concreto, sino una inteligencia, una manera de entender la literatura y situarse frente a ella, de defender cierta manera oblicua de leer. Recordarás la anécdota de infancia en la que Piglia presumía que ya sabía leer. Antes del anochecer, se situaba afuera de su casa en Adrogué, con un vistoso libro en las manos, para que los adultos que llegaban de trabajar en Buenos Aires admiraran a ese niño precoz. La situación funcionó hasta que un señor se acercó a decirle que tenía el libro al revés. En sus diarios, Piglia conjetura que ese adulto interesado en la lectura pudo haber sido Borges, que circulaba por Adrogué. La pose del niño lector terminó ahí, pero, en cierta forma, la frase dicha por aquel paseante se convirtió en un programa de trabajo. Con el tiempo, Piglia procuraría leer voluntariamente como lo hizo al principio: de cabeza.
Lo primero que me sorprendió de Piglia fue esa disposición a leer con diferencia, no sólo los libros, sino las pistas sueltas del mundo. De ahí que entendiera al detective como una variante popular del intelectual, el investigador privado que descifra las huellas impresas en la ciudad, o que asociara la rebeldía del Che Guevara con la pulsión de corregir el lenguaje. Su gesto final, como refiere en El último lector, fue corregir una falta de ortografía en el pizarrón de una escuela rural boliviana. A aquella frase emblemática, «Yo sé leer», le faltaba el acento. En forma sugerente, esta capacidad de leer con diferencia también se refiere a la forma en que Piglia se lee a sí mismo. En su Antología personal, entiende que un capítulo de novela es un cuento y otorga el mismo estatuto a los ensayos escritos que a las clases improvisadas. Modifica la valoración de sus textos y el género al que pertenecen y los interpreta con una libertad que difícilmente tendría otro antologador.
Esa inteligencia suelta, que, como te decía, no sólo se refiere a los libros, sino al mundo que descifra, fue la primera lección que recibí de Piglia.
Puesto a pensar en sus textos, me viene a la mente «En otro país», relato incluido en Cuentos con dos rostros, y que trata, justamente, del rito de paso que también menciona en sus diarios y que acabas de citar: la mudanza de la familia y el descubrimiento de la literatura. Se trata de dos procesos simultáneos, que conforman en él una asociación duradera, la de escribir y desplazarse o, mejor dicho, la de escribir desde un desplazamiento.
Hace unos momentos me refería a los itinerarios de Marichuy y a la literatura como «utopía portátil». Podemos traer a cuento también la canónica definición que Stendhal hace de la novela, como «un espejo que se pasea a lo largo de un camino». Esa mirada itinerante suele estar de manera obvia en las novelas de peripecias o de educación sentimental, donde el avance de la trama depende del paso de una fase decisiva a otra. Lo sugerente en Piglia es que el recorrido raras veces se da como un tránsito en el espacio o las secuencias temporales de una vida; es el prerrequisito para que suceda algo diferente: el que cuenta lo hace porque ya se ha desplazado. Puede tratarse de un exilio real o mental; lo decisivo es que quien habla lo hace con otra perspectiva.
No son muchos los textos de itinerario de Piglia como, por ejemplo, «El fin del viaje», o los que se sitúan en un lugar lejano, levemente exótico, como «El pianista». Lo singular, para él, no es el lugar que se visita, sino el hecho de escribir desde cierta extranjería. Recordarás que «En otro país» refiere cómo la familia tuvo que salir en forma medio clandestina de Adrogué rumbo a Mar del Plata a causa de la militancia de su padre; luego dice sorprendentemente: «La historia de mi padre no es la historia que quiero contar». Plantea la trama a partir de los vaivenes del narrador «desterrado» a Mar del Plata y da un giro repentino para hablar de un traslado más fuerte que el suyo, el de Steve Ratliff, escritor al que todos llaman el Inglés. Quien está «en otro país» es Ratliff. Piglia, que entonces comienza a llevar su diario, busca descifrar a un hombre que mira desde su otredad.
Muchos años después, en la novela Blanco nocturno, combina en forma sugerente las dos posibilidades del traslado, el físico y el mental. El protagonista ha llegado a la pampa y asistimos a una historia de desplazamiento. La trama comienza como lo que puede encontrar en esa llanura ilimitada. En una de las notas de pie de página, refiere la manera en que los gauchos se orientan en ese espacio sin referencias visibles. En la noche, colocan la silla de montar en dirección al sitio al que se dirigen. Así saben cómo continuar el camino al día siguiente. La llegada a un pueblo alejado, donde ocurren cosas singulares, sugiere que el sentido del viaje deriva de ser testigo de acontecimientos como la magnética atracción de dos mujeres y un misterioso asesinato. Hasta aquí, estamos en una historia clásica de viaje: ir a un sitio extraño para encontrar algo aún más extraño. Pero la novela da un giro decisivo cuando el protagonista se entera del peculiar invento que prospera en la región. Un hombre ha creado un mecanismo para que las cosas lejanas parezcan cercanas. Estamos ante una particular metáfora de la lectura. El verdadero viaje de la novela, su revelación decisiva —el blanco nocturno—, es un invento que permite acceder a un extraño proceso mental: ver aquí lo que está allá. Eso es literatura, utopía portátil.
Veo una clara conexión de sentido que va del niño que leía un libro al revés al inventor que, en medio de la nada, acerca mentalmente las cosas. Estamos ante formas desplazadas de la lectura. Es posible que Ratliff no tuviera una mirada tan original como la que le confiere Piglia. Lo original es que el argentino imaginara su entorno filtrado por los ojos del extranjero.
En suma, mi texto inicial de Piglia fue ese cuento sobre el comienzo de la escritura a partir de lo que observa en un escritor descolocado, «que se hunde de modo maniaco en una novela interminable» y vive con modestia en un hotel donde se sirve puchero después de medianoche.
Acicateado por tu pregunta, revisé mi ejemplar de Cuentos con dos rostros, publicado en 1992 por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), y descubrí con asombro que está dedicado ¡a mi maestro Augusto Monterroso! No sé cómo llegó a mí. ¿Fui capaz de pedirlo prestado y no devolverlo, un modo amable de decir que lo robé? Prologué la siguiente edición de ese libro y acaso Tito me lo confió. Es un detalle curioso, que me hace sentir que cometí un ilícito y que no estoy citando sino hurtando; aunque, bien mirado, ¿cuál es la diferencia entre citar y robar?
Pron
Acerca de este último asunto, te recuerdo lo que escribió Wilson Mizner: «Si robas de un autor, es plagio; si robas de muchos, es investigación». Desempolvemos, pues, nuestros carnets de investigadores y pensemos en Piglia como alguien que lee «mal»: en algún sentido, la anécdota infantil remite a un convencimiento que preside toda su obra, tanto la ficción como la no ficción (si es que se puede y/o es necesario establecer una distinción entre ambas en el marco de su obra, cosa que dudo), la de que no es posible «leer mal». Por el contrario, es ese «leer mal», ese leer «de cabeza», el que funda un cierto tipo de lectura contrahegemónico y contrario al canon, que es uno de los aportes de Piglia más consistentes a la literatura en español, ya que devuelve al acto de la lectura una libertad (y, al mismo tiempo, un carácter político) que, en el momento de su irrupción, parecían agotados por los esfuerzos de conformar series y/o de subordinar la interpretación de los textos a la teoría marxista, al psicoanálisis y/o al estructuralismo. En Piglia está el gesto profundamente desacralizador de oponerse al sentido común literario de su época, por ejemplo, al que contraponía las obras de Jorge Luis Borges y Roberto Arlt: al «leer mal» a ambos autores argentinos, Piglia encontró semejanzas, tendió puentes que (como en el caso de su famoso relato «Luba») permitían pensar en enquêtes borgeanas escritas por Arlt, en relatos de la sordidez concebidos por Borges. Al tiempo que lo hacía, Piglia se instalaba en la literatura argentina a comienzos de la década de 1980 como una especie de síntesis dialéctica de las tesis y antítesis que supondrían (en su sistema) las obras de los dos autores anteriores. Y, en efecto, hay en su literatura una reunión de elementos susceptibles de ser considerados borgeanos (el enigma, su resolución mediante el recurso a una inteligencia extraordinaria, la erudición problemática, un modelo narrativo en el marco del cual lo que se narra es lo que se nos cuenta que alguien ha narrado, etcétera) y elementos arltianos como la traición y el robo (con su pregunta acerca de la naturaleza de la propiedad de los bienes reales y simbólicos), el interés por la lengua baja y/o por la literatura popular, su universo de pequeños delincuentes, prostitutas y mafiosos, etcétera.