POR JOSÉ MARÍA HERRERA
UN POCO DE HISTORIA

Peppino Impastato murió el 9 de mayo de 1978. Tenía treinta años. Una carga explosiva colocada en el paso a nivel que cruzaba a diario con su coche esparció fragmentos de su cuerpo por varios metros a la redonda. Presumiblemente estaba muerto cuando el automóvil saltó por los aires. Restos de sangre dentro de una cabaña próxima hacen pensar que primero fue torturado. Llevaba desaparecido tres días, bastantes menos que Aldo Moro, presidente de la Democracia Cristiana, asesinado también aquel 9 de mayo por las Brigadas Rojas. A Peppino lo mató la mafia. Durante años la había combatido a cara descubierta. Cien pasos —así se titula el filme que le dedicó Marco Tulio Giordano— separaban su casa de la de uno de los jefes de la organización. Su propio padre, al que aborrecía, pertenecía a ella. Pocos sicilianos han acreditado tanto valor. Sólo por eso valdría la pena recordarlo aquí, aunque la razón para hacerlo ahora es que nadie ofreció nunca una definición más certera e inequívoca de la mafia. «La mafia —decía— es una montaña de mierda».

Un siglo antes de que Impastato estallara por los aires, en la época en que Giovanni Verga escribió Cavalleria rusticana, la palabra «mafia» todavía no olía mal. En su uso más común, aludía simplemente a la forma de ser de los sicilianos y, concretamente, a la de ciertos tipos capaces de tomarse la justicia por su mano. «Hombres de honor», se les llamaba también. Para los espíritus folclóricos, tan frecuentes en el siglo xix, Sicilia era la tierra del amor propio. Por supuesto, la honorabilidad mafiosa (como el seny catalán o la testarudez calabresa) era sólo una leyenda. Hoy nadie se engaña con esto. Atribuir los muertos aparecidos en Sicilia con un disparo en la cabeza o una puñalada en el corazón a tórridas venganzas pasionales no se le ocurriría más que a un extraterrestre. Cabe incluso la posibilidad de que hasta el mismo Verga ocultara bajo su historia —una historia de adulterio, celos y venganza— algún suceso truculento que ha pasado inadvertido a los lectores, un crimen ajeno a los embrollos eróticos que ocupan el primer plano del relato. Los cuentos sicilianos que le dieron popularidad describen una región pobre y trágica en la que una minoría privilegiada oprime a la masa de los campesinos y las relaciones, a causa de la lejanía del poder, están sujetas a códigos arcaicos que recuerdan, por su obsesiva violencia, al Kanun de los albaneses. Acostumbrados desde la antigüedad a ser invadidos por pueblos que luego se mostraban incapaces de controlar el territorio, los sicilianos habrían encontrado en esta clase de acciones la forma de resolver sus querellas sin tener que recurrir a la odiada autoridad extranjera. La mentalidad mafiosa, que Lampedusa vinculó a «una terrificante insularitá d’ánimo», vendría a ser así, originariamente, un mecanismo de defensa que depredadores sin escrúpulos pusieron más tarde a su servicio a fin de apoderarse mediante la violencia de todos los resortes de la vida social.

La identificación de la mafia con una forma de ser, un código de honor nunca escrito, una manera de hacer justicia típica de una región donde el Estado nunca logró consolidar su fuerza, no fue accidental. Durante décadas sirvió de tapadera para encubrir las actividades delictivas de los propios mafiosos. La gente aceptaba tan de buen grado la explicación folclórica que hasta principios del siglo xx ni siquiera se sospechaba que se tratara de una organización criminal. Sus entresijos comenzaron a conocerse gracias al juez Falcone, asesinado en 1992. Un prestigioso investigador de la tradición siciliana, Giuseppe Pitré, murió en 1916 convencido de que mafioso es simplemente el individuo que «cuando recibe una ofensa no recurre a la ley, a la justicia, sino que se ocupa personalmente del asunto, y si no puede solo, busca el apoyo de otros de similares características». Según esta pintoresca visión, dominante hasta los años sesenta, la mafia estaría a medio camino entre la logia masónica y la hermandad católica. Claro que antes de convertirse en fenómeno visible, había logrado crear ya las dos circunstancias que la acompañan siempre: una atmósfera de terror dominada por el silencio, la ostentosa ignorancia de los hechos y el rechazo a cualquier colaboración con la autoridad establecida, y la infiltración en las instituciones públicas a fin de obstaculizar la acción de la justicia. La ineptitud de la policía, la duración de los procesos judiciales, la fragilidad de los testigos, la incuria de los jueces, la connivencia de los funcionarios penitenciarios, todas esas incómodas anomalías que suelen atribuirse a deficiencias de la burocracia o a la falta de responsabilidad de los servidores públicos, fueron en gran medida producto de su acción y permitieron aparentar durante mucho tiempo un respeto por la ley y el orden que, como tantas otras cosas en Italia, resultaba en el fondo una farsa.

Históricamente, el mayor enemigo de la mafia, el único que estuvo a punto de acabar con ella, fue el fascismo. Los Estados totalitarios incorporan sin demasiada dificultad a los mafiosos en sus estructuras, pero no pueden permitir la existencia de una organización paralela que llegue a cuestionarlas. Norman Lewis cuenta en La honorable sociedad una anécdota muy reveladora en este sentido. El protagonista es Mussolini, a quien el alcalde mafioso de un pequeño pueblo de Sicilia reprocha haber llevado escolta estando él allí para garantizarle protección. El Duce advierte inmediatamente que el poder del Estado resulta irrelevante en Sicilia y decide tomar cartas en el asunto. Nombra entonces prefecto de policía en la isla a Cesare Mori, duro funcionario bragado paradójicamente en la lucha contra el fascismo. La aplicación de métodos expeditivos (desde la tortura a la violación de esposas e hijas de los sospechosos) arrojó frutos inmediatos. En poco tiempo, la ley de la omertá se resquebrajó y la mafia perdió su impunidad. Esto benefició a la población. Las condiciones de vida mejoraron. Mussolini llegó incluso a proclamar en 1927 su desaparición definitiva. Ignoraba que la influencia de la policía llegaba sólo hasta las puertas del partido. Cuando Mori quiso denunciar a algunas figuras destacadas fue relevado del cargo. Carlo Vizzini, uno de los principales capos de la época, aprovechó para rehacerse. Lucky Luciano, el mafioso americano, le prestó dinero para sobornar a influyentes políticos fascistas en Roma. Hay que tener en cuenta que éstos no dudaban en acudir a la mafia cuando les hacía falta. El propio Mussolini recurrió a ella para suprimir a un periodista de origen italiano que criticaba en Estados Unidos el régimen. El papel de los mafiosos norteamericanos resultaría igualmente decisivo en el desenlace de la Segunda Guerra Mundial. Gracias a sus contactos, el ejército yanqui conquistó en una semana el oeste de Sicilia, mientras ingleses y canadienses avanzaron con gran dificultad por el este luchando encarnizadamente contra las tropas italianas y alemanas.

 

LITERATURA CONTRA MAFIA Y CORRUPCIÓN

El primer libro que puso realmente cara a la mafia, El día de la lechuza, fue publicado en 1961. Su autor, Leonardo Sciascia, había nacido cuarenta años antes en una población próxima a Agrigento —«una tierra donde llaman intelectual a cualquiera que haga el crucigrama en el casino»— y conocía de primera mano el problema. La ocasión, ciertamente, no podía ser mejor. Si a finales de la década anterior todavía se cuestionaba la existencia de la organización (un ministro de la Democracia Cristiana reiteró la idea de que los frecuentes crímenes que ocurrían en Sicilia eran fruto de un «equivocado sentido del honor»), a principios de los sesenta resultaba prácticamente imposible seguir con la farsa. La guerra intestina de los clanes mafiosos, enemistados entre sí a causa del negocio de la droga, estaba cobrándose tantas víctimas que Palermo se comparó a Chicago, donde habían realizado una lucrativa, sangrienta y cinematográfica carrera delictiva no pocos sicilianos. Algo más tarde, en el verano de 1963, después de la masacre de Ciaculli, en la que murieron varios policías y militares al intentar desactivar la bomba colocada en el automóvil de un jefe mafioso, tuvo lugar la primera reacción colectiva del pueblo italiano y su clase política. Las autoridades dictaron nuevas leyes penales contra la mafia y crearon la Comisión antimafia, aunque ésta tardó muy poco en mostrar su inutilidad debido a la división y falta de compromiso de las fuerzas políticas (en el gobierno de 1972, dos acusados por la comisión de formar parte de la cosa nostra fueron nombrados ministro y subsecretario; poco después, un conocido mafioso fue incorporado a la comisión, algo que quizá recuerde lo que ocurre en España cuando el primer representante del Estado en una región es al mismo tiempo el mayor adversario del Estado en esa región).

La novela está ambientada en un pueblo donde acaba de ser asesinado un constructor. Del caso se ocupa un capitán de carabineros natural de Parma: tipo íntegro, defensor de la ley, que encuentra a su alrededor un impenetrable muro de silencio que le impide progresar en sus pesquisas. De no ser porque al mismo tiempo una mujer denuncia la desaparición de su esposo y surge la sospecha de que el asesino sea el mismo del constructor, difícilmente habría logrado romper la red de complicidades existentes en el pueblo. El capitán descubre poco a poco qué es la mafia, su falta de escrúpulos, su connivencia con el poder político, la habilidad con la que se vuelve invisible ante la sociedad… En un mitin político celebrado en el pueblo, el orador declara sin rubor: «Hasta ahora no he sido capaz de saber qué es la mafia, ni si existe; y puedo juraros, con perfecta conciencia de católico y ciudadano, que jamás conocí a un mafioso en mi vida». «¿Y esos que le acompañan?» —pregunta una voz anónima en medio de la multitud—. Suena entonces una carcajada general, que revela hasta qué punto todo es una farsa. El mayor mérito de Sciascia es que, con los recursos del género policial, sofalda la realidad siciliana (una realidad extensible a Italia porque «toda Italia se está convirtiendo en Sicilia») a la vez que encuentra a los asesinos del constructor.

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