Cosa distinta es que el esfuerzo sirva de algo. El título del libro —extraído de un drama de Shakespeare donde se compara la aparición en pleno día de la lechuza con la del poderoso que no necesita obrar en secreto porque ya no teme a nadie— alude precisamente a la omnipotencia de la mafia, omnipotencia que resulta evidente al final de la historia cuando los responsables del crimen consiguen eludir sin dificultad la acción de la justicia. El protagonista, defraudado con la situación, piensa entonces que si no fuera por las limitaciones internas de la ley, la mafia podría ser erradicada. Son las garantías constitucionales la rendija por las que huyen las ratas, se dice, aunque al instante evoca los tiempos del prefecto Mori y sus excesos durante la etapa fascista (el primer libro de Sciascia, Fábulas de la dictadura, fue una dura crítica del fascismo), y aparta de su cabeza esos pensamientos. El escritor será criticado al final de su vida por esta defensa radical de la ley (criticado curiosamente por quienes, en nombre de la ley, combatían a los criminales), pero para él la cuestión estaba clara desde el principio, cuando nadie todavía se había atrevido a denunciarlos. La mafia prospera allí donde el espíritu público cae de modo que el interés general queda supeditado a los intereses particulares. Se trata de una anomalía perniciosa ligada por lo general a una historia que también lo es. Precisamente por ese motivo, la única forma de acabar con ella es combatirla con los medios de la razón y de la ley. Mientras se desconfíe de la ley y las instituciones, la mentalidad mafiosa continuará imperando. Esto lo había sugerido ya Sciascia en dos textos anteriores, Las parroquias de Regalpetra (1956) y Los tíos de Sicilia (1958), y no era el primer autor siciliano que lo hacía, aunque sí el primero en hablar con tanta claridad. Recordemos, por ejemplo, El Gatopardo de Lampedusa, novela donde se reflexiona sobre el modo en que la nueva clase mafiosa-burguesa desplazó a fines del xix a los aristócratas que poseyeron Sicilia durante siglos. «Nosotros fuimos gatopardos, leones —declara el protagonista—, quienes nos van a sustituir serán chacales, hienas».

Vivir en un país dominado por una organización criminal que rentabiliza la inoperancia del Estado y la corrompida connivencia de los funcionarios no es algo que pudiera dejar indiferente a un tipo como Sciascia. En semejante situación no se trata sólo de que los servidores del Estado mantengan relaciones ilícitas con quienes viven al margen de la ley, sino que es la ley misma la que deviene fuente de injusticias. Para que la mafia triunfe, el Estado tiene que no funcionar. En El contexto, una novela de 1971, el protagonista pregunta a un hombre que ha cumplido varios años de condena en la cárcel por un delito que no cometió si era o no inocente. Su respuesta es: «Sí, inocente, pero: ¿qué quiere decir ser inocente cuando se cae en el engranaje?» Sciascia no está sugiriendo aquí, como uno de esos revolucionarios de pacotilla que disculpan cualquier crimen apelando a la perversión del sistema, que todos los que caen en manos de la justicia sean por definición víctimas, pero es consciente de que su degradación, la degradación del sistema hace posible la existencia de un poder poco fiable, oculto tras las estructuras del propio Estado, que funciona al margen de la ley. Esto es lo que le interesaba, sobre todo, como tema de reflexión y, por eso, se preocupó menos en sus escritos por la historia de la mafia o sus acciones delictivas, en el modo en que podía hacerlo un historiador profesional o un escritor de novela negra, que por los prejuicios en los que reposa. A él le desagradaba tanto ser considerado un experto en la materia como considerar el fenómeno mafioso un problema técnico. Ambas cosas chocaban de frente con su proyecto literario, un proyecto basado en la convicción de que «la literatura es la forma más absoluta que puede asumir la verdad». Si pese a todo se le tuvo por «mafiólogo» es porque, a diferencia de otros, jamás dudó en pronunciarse. La ley del silencio en que la mafia asienta su poder («Vivo en Tommaso Natale —declara una testigo en un juicio—, tengo cuatro hijos y, por eso, no sé nada de nada») nunca pudo acallarlo a él.

 

LO MAFIOSO Y EL PODER

La reflexión de Sciascia sobre la mentalidad mafiosa descansa en una tesis fundamental, y es que el mafioso se siente tan plenamente integrado en el orden establecido que «no sabe que lo es». Sirve a un poder secreto que opera delictivamente y cuestiona la pretensión del Estado de monopolizar el uso de la fuerza, pero no está contra la ley, sino al otro lado de ella. La mafia, hija de un persistente vacío de poder, se aprovecha sin más del Estado porque ha comprendido que quien garantiza la seguridad de los ciudadanos puede conspirar igualmente en su contra. La conciencia de que el funcionamiento de la administración y la justicia depende de la conducta de sus servidores y que éstos son fácilmente manejables (por las buenas, como esos políticos con que la mafia mantiene relaciones de cooperación, o por las malas, como cuando aplica la más salvaje violencia) les lleva simplemente a parasitar el Estado. Los mafiosos no anhelan subvertir nada. De hecho, cuando ha sido necesaria su colaboración para mantener las cosas (pensemos en la reconquista de Sicilia durante la Segunda Guerra Mundial o en la captura de Salvatore Giuliano, el bandido pagado por la mafia y el Estado para aplastar a tiros a los grupos de campesinos revolucionarios de la Sicilia de posguerra), no han dudado en prestarla. La mafia no es sólo una asociación criminal, sino un método. Este método puede ser empleado con fines de lucro ilícito o con fines políticos, al estilo que vemos ahora en Cataluña. En Sicilia, al iniciar Sciascia su carrera, era práctica arraigada. Lo único que cambió desde que publicó El día de la lechuza, en 1961, al año en que escribió su última novela, Una historia sencilla, en 1989, fue la capacidad de la mafia para camuflarse dentro del Estado. El turbio negocio de la droga, con sus ramificaciones globales y su alta rentabilidad, ha dificultado sobremanera la capacidad mafiosa para la infiltración y ocultación en las instituciones. El lado oscuro de éstas se ha vuelto, con relación a ella, menos oscuro, lo cual no significa que uno de los grandes problemas de nuestro tiempo sea la asombrosa capacidad que tiene el poder, las estructuras legales del poder, para degenerar en algo… mafioso.

En 1963, poco después de El día de la lechuza, Sciascia publicó El archivo de Egipto, una novela muy importante en su trayectoria literaria porque en ella encontramos todos los elementos que constituirán su estilo de madurez. El interés por quienes se han visto en algún momento de la vida afectados y destruidos por la continua derrota de la razón sigue presente en esta obra, pero ahora hay, valga la expresión, una vocación universalista. El autor no pierde de vista en ningún momento su circunstancia, pero se esfuerza conscientemente por darle otra dimensión a fin de abordar las cuestiones que le interesan: la verdad y la mentira, la falta de correspondencia entre las palabras y las cosas, la degeneración del poder, el carácter fraudulento del conocimiento histórico, etcétera. Ambientado en 1783, El archivo de Egipto narra cómo cierto fraile traduce o, mejor dicho, manipula, pues ni siquiera conoce la lengua en que está escrito, un viejo manuscrito árabe sembrando el pánico entre los aristócratas sicilianos que temen que sea puesta en tela de juicio la legitimidad de sus privilegios. El virrey, un reformador que ha suprimido la Inquisición y quiere liquidar también los viejos derechos nobiliarios, permite con su aparente indiferencia el fraude, y también cierto abogado rebelde condenado a muerte después de fracasar la conspiración que ha organizado, quien atribuye el éxito del falso traductor a que en Sicilia la cultura es siempre una impostura, una falsificación en manos del poder.

El archivo de Egipto es el primer libro de Sciascia compuesto bajo la influencia directa de la Historia de la columna infame. En esta obra, Manzoni, coetáneo de Poe, reconstruye un hecho ocurrido en Milán en 1630 con procedimientos cercanos al género policial. Él, sin embargo, no inventa un caso para resolverlo, sino que se sirve de un caso ya existente. La imaginación, en su relato, interviene menos que la lógica. El objetivo es esclarecer el asunto a partir de pruebas y documentos judiciales. Sciascia, quien confesaba no poseer gran fantasía creativa, adoptó este método de trabajo. De hecho, es en la recreación de sucesos conocidos donde logra sus mejores resultados. En cualquier caso, lo verdaderamente nuevo de la investigación de Manzoni sobre el trato a que fueron sometidos un barbero y un inspector de sanidad acusados por las autoridades de propagar la peste en Milán es el descubrimiento de que lo genuinamente criminal del proceso fue la actuación de los jueces. El examen cuidadoso de los hechos, que Manzoni y Sciascia no consideran patrimonio profesional de la figura del detective, revela que las cosas son siempre más complejas de lo que parecen y que, además de víctimas y criminales, existe un orden legal y unas estructuras de poder ligadas a él a las que debemos prestar atención si queremos entender el mundo donde vivimos. Ésta es una idea que se repetirá frecuentemente en sus futuras obras: Todo modo, El contexto, La bruja y el capitán, En tierra de infieles, El teatro de la memoria… Se trata, una y otra vez, del problema de la impunidad. Los responsables de los casos planteados terminan escapando siempre a la acción de la justicia. La ley parece no alcanzar a quien tiene auténtico poder. Ser poderoso significa, de hecho, quedar impune. Todo esto remite por supuesto a la situación italiana, aunque Sciascia intuye que puede convertirse en el futuro en un problema para otros países. Las componendas de los poderosos son la causa principal de la pasividad de los gobiernos frente a los abusos y la corrupción, y éste es siempre el inadvertido principio del fenómeno mafioso.

Sciascia aborda el problema de la impunidad desde diversos puntos de vista. En 1912 + 1, donde cuenta el caso del asesinato de un soldado por la condesa Maria Tiepolo, exonerada de cualquier culpa por unos jueces que hacen prevalecer el honor conyugal y los privilegios de clase a las evidencias que demuestran que no se defendió de un supuesto abuso sexual por parte del soldado, asistente de su marido, capitán del ejército, sino que mantenía una relación adúltera con él y que no sabía cómo romperla, subraya el gran peso que en estos asuntos tienen los prejuicios sociales. En otra obra, En tierra de infieles, lo que cuenta es la persecución de que fue objeto un obispo siciliano, Angelo Ficarra, al negarse a apoyar a la Democracia Cristiana como ordenaron sus superiores. Las autoridades eclesiásticas intimidan al obispo para que renuncie a su diócesis, cosa que finalmente logran nombrándolo arzobispo titular de Leontópolis de Augustamnica, vieja sede ya inexistente, situada cerca de El Cairo, o sea, in partibus infidelium, en tierra de infieles. El error judicial o policial y la persecución del hombre, los dos casos que acabamos de ver, son sólo algunas de las prácticas asociadas a un poder que supedita sin rubor el bien común a los interés particulares. Otra variante es la que desarrolla El caso Aldo Moro. Sciascia demuestra cómo los esfuerzos del gobierno por hacer creer que el Estado italiano es muy sólido en sus relaciones con el terrorismo y que el secuestrado, presidente de la Democracia Cristiana, había perdido su sentido del Estado al exigir que aceptara las peticiones de los secuestradores, chocan precisamente con el hecho de que ni la Democracia Cristiana en el gobierno, ni Moro, habían poseído jamás ese sentido. Muy al contrario, lo suyo había sido siempre la componenda, la intriga, el contubernio. En otras novelas, Todo modo o El caballero y la muerte, la investigación del hecho criminal acaba tropezando con obstáculos insalvables que impiden su desarrollo. Son los propios responsables del aparato policíaco o judicial quienes evitan con su acción que funcione. A las complejidades kafkianas de la organización del poder se añade la impotencia relativa de quienes lo ostentan en un mundo donde el crimen supera cualquier límite. «Vivimos en una época de criminalidad difusa y anónima», dice en cierto momento. No es asombroso, por eso, que los ejemplos se multipliquen y que la obra de Sciascia parezca en conjunto un fresco formidable de la realidad política y moral de su tiempo.

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