EL ESTILO DE SCIASCIA

Como Borges, por el que sentía una profunda admiración, Sciascia creía por encima de todo en la literatura. «Nada de sí mismos ni del mundo entienden la generalidad de los hombres si la literatura no se lo explica». «La literatura es la forma más absoluta que puede asumir la verdad». Bajo estas afirmaciones, reiteradas frecuentemente en sus textos, late una certeza hermenéutica: la de que la verdad, cuya madre es la historia (Borges), tiene que ver menos con lo sucedido que con nuestra interpretación de lo sucedido. Los hechos son los que son, pero la interpretación de los hechos depende de muchas factores, empezando por nuestros prejuicios. Justamente porque las cosas son así es por lo que la literatura constituye uno de los lugares privilegiados de la verdad. «Literatura» quiere decir aquí narración congruente, búsqueda de sentido. Puede tratarse de la Biblia, la Historia de la caída y decadencia del Imperio Romano o La cartuja de Parma. «No es la literatura lo que es fantasía —escribe en El caso Moro—, sino la realidad tal como es tomada y sistematizada por el poder». Tal convicción es la que le indujo a rescatar historias olvidadas para volverlas a contar otra vez: la muerte de Raymond Roussel, la conspiración de los apuñaladores, la desaparición de Majorana, el proceso contra la condesa Tiépolo, el caso del desmemoriado de Collegno, etcétera. Volver a escribir la historia es una forma de hacer perdurable lo que de auténtico hay en ella.

No obstante lo anterior, a Sciascia se le tiene por un escritor político que escogió la novela negra para reflexionar sobre los temas que le interesaban: la injusticia, la intolerancia, la crueldad, la impunidad, el fanatismo… Algunos estudiosos aseguran que su gran contribución fue llevar el pirandellismo al género policiaco, algo que podríamos aceptar si no fuera porque sus pesquisas poseen características propias que lo alejan de él: por ejemplo, el hecho de que el investigador no sea siempre policía o detective, o que las investigaciones queden sin resolver. La voluntad de claridad y justicia salen a menudo derrotadas en sus textos. Igual ocurre con la razón. Todos los esfuerzos por arrojar luz acaban tropezando con la imposibilidad de deshacer una trama que en la mayoría de los casos apunta a quienes controlan el Estado. El hecho de que el propio narrador —que suele coincide con el investigador— caiga en la telaraña del poder sin conseguir entenderla ni escapar de ella confiere a sus textos un aire kafkiano perfectamente congruente con su voluntad de reflexionar sobre la naturaleza del orden existente. La impotencia del investigador contrasta, en todo caso, con la omnipotencia del detective que resuelve siempre las dificultades. Moriarti no es en las novelas de Sciascia el astuto malvado que se las arregla a última hora para escapar sin dejar rastro porque Moriarti es… el sistema. Todo impide llegar a la verdad. El poder se encarga de ello. «La verdad no es una cosa justa, es el fin del mundo, y no podemos consentir el fin del mundo en nombre de una cosa justa», declara Giulio Andreotti en el célebre monólogo de Il Divo de Sorrentino. La conciencia de que las cosas son así, inevitablemente, es lo que lleva a que Sciascia se interese menos por dar con el culpable como por describir el contexto donde ocurre la acción. Por contexto entiendo aquí no sólo las circunstancias, las condiciones sociales, sino también, y sobre todo, el horizonte, un horizonte que en la época contemporánea es una especie de confusión. Cuando Borges elogia el cuento policiaco diciendo «que está salvando el orden en una época de desorden», ese desorden es el contexto. No se trata de simple anarquía o caos, sino de, volvamos a repetirlo, estructuras kafkianas. Sin duda hay en nuestra época una más rigurosa organización de las cosas, pero esa organización, que facilita en general la vida, impide también que la vida, nuestra vida, escape de ella.

 

STREPITUS MUNDI

Sciascia comenzó a pensar sobre el problema de la mafia y, con él, en el del poder y sus anomalías, en la época en que Cesare Mori, el prefecto de hierro, actuaba en Sicilia. Ya entonces se dio cuenta de que éste había fracasado en su lucha contra la mafia por haber puesto al pueblo siciliano en la tesitura de elegir entre el crimen y el crimen, y no entre el crimen y el derecho. Lo que sucedió después en Italia explica en gran medida la evolución de su obra. Primero, desde la posguerra hasta los años setenta, la mafia prosperó impunemente amparada por el propio Estado en el que se había infiltrado gracias a su connivencia con políticos y jueces. Luego, a partir de esa fecha, debido a la reacción de funcionarios honrados y a las luchas intestinas de los mafiosos, cada vez más involucrados en el negocio global de la droga, la mafia comenzó a actuar contra el Estado y sus representantes. Este tipo de actuaciones cesaron al filo de los ochenta, quizá al advertir los propios mafiosos que los efectos de su violencia les perjudicaban más que les beneficiaban. Es la época de los arrepentidos y de los megajuicios contra los capos mafiosos. Sciascia detecta entonces un problema que ya había existido durante la época fascista y que resurge ahora con la democracia: cualquier forma de disidencia respecto de los métodos escogidos por la autoridad para combatir la mafia es considerada «mafiosa». La antimafia se convierte en un instrumento de poder «con ayuda de la retórica y la falta de espíritu crítico». De pronto, las leyes del Estado quedan en entredicho supeditadas a un fin superior. Para Sciascia se trata de una calamidad. Él rechaza con todas sus fuerzas la posibilidad de que los jueces, en su labor de persecución de los criminales, se salten las exigencias del proceso penal. Resulta preferible, en su opinión, que los imputados sean absueltos a que se violen desde el poder los instrumentos normativos. Desde luego, no es ninguna boutade que el escritor propusiera varias veces que los jueces, antes de entrar en funciones, pasaran tres días en la cárcel para saber a dónde pueden enviar a la gente. Condenar al inocente es mucho peor que dejar impune al culpable. Puertas abiertas, una de sus últimas novelas, reflexiona brillantemente sobre este tema.

El 10 de septiembre de 1987 Sciascia publicó en el Corriere della Sera un artículo titulado «Profesionales de la antimafia» denunciando el uso por parte de políticos y magistrados de su posición en la lucha contra la mafia como instrumento de poder. Habituados como estamos hoy a ver de qué forma se rentabiliza la reivindicación —existe una próspera industria de la bondad en la que las buenas intenciones enmascaran suculentos negocios (emigración clandestina, lucha de género, organizaciones humanitarias, minorías oprimidas, etcétera)— no puede extrañarnos demasiado que la reacción a sus palabras fuera muy crítica. Aunque la intención de Sciascia era denunciar la peligrosa «aureola de intocabilidad» que se estaba comenzando a formar en torno a los miembros de los comités antimafia, para sus críticos, cuestionar a las «fuerzas» del orden significaba tanto como cuestionar el orden mismo. Paradójicamente, esta reacción confirmaba la tesis del escritor de que en la Italia democrática se estaba produciendo un fenómeno similar al que se produjo en la Italia fascista: a saber, que cualquier discrepancia con la política antimafiosa era considerada mafiosa. Se trata del mismo fenómeno que desgraciadamente vemos hoy con tanta frecuencia cuando se tilda, por ejemplo, de machista recalcitrante a quien rechaza las medidas llamadas de «discriminación positiva» por considerar que quiebran el principio fundamental de la igualdad ante la ley. El nacionalismo catalán, gobernante de Cataluña desde hace muchos años, ha hecho de este tipo de prácticas una auténtica estrategia al colocar a los críticos de su gestión (da igual que se hable de comisiones ilegales que de la gestión de los colegios, no necesariamente buena) del lado de los enemigos de la región. Si no fuera porque la palabra hace mucho que no significa lo que significa, podría decirse que nos hallamos con la quintaesencia del fascismo y de todos los poderes tiránicos, siempre favorecidos por la visión estrecha, el dogma mostrenco, la falsa moral sustentada en el sentimiento, en suma, la incapacidad para elevarse intelectual o espiritualmente. En vez de contrastar lo que se dice con la realidad, como nos enseñaron a hacer en los inicios de nuestra civilización los filósofos griegos, se agita el sonajero ideológico a fin de impedir cualquier discrepancia. A la vista de la persistencia de estas actitudes es difícil no pensar que a los seres humanos les interesa menos la verdad que compartir la verdad, o dicho de otra manera, que lo importante, en el fondo, es estar en posesión de una verdad… compartida.

Sciascia recibió en el curso de su vida toda clase de críticas. Unos le acusaron de inventar un mundo para atraer a los lectores, la Sicilia de la mafia; otros, tras publicar «Profesionales de la antimafia», de ser un traidor a la causa de la ley y un defensor de los criminales. Treinta años después de su muerte nadie puede discutir su coherencia admirable, esa coherencia que da el compromiso insobornable con la verdad. Sus enemigos no pueden decir lo mismo: ni aquellos que negaban la existencia de la mafia, ni aquellos otros que rechazaban a quien quiera que no la combatiera según sus directrices. Estos últimos quedaron completamente desenmascarados con la publicación en 2016 de I tragediatori. La fine dell´antimafia e il crollo dei suoi miti, una obra de Francesco Forgine, presidente de la Comisión antimafia de xv legislatura, en la que se demuestra que la lucha contra la mafia fue utilizada también como un pretexto para conseguir otros fines. De la naturaleza ilícita de esos fines, denunciados por Sciascia como una peligrosa posibilidad, es una prueba el que varios de los que se escandalizaron con su artículo se encuentren ahora en la cárcel cumpliendo condena por delitos relacionados con la organización criminal a la que decían combatir.

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