En los años que van de 1823 a 1833, calificados en la historiografía española como la «década ominosa», Gran Bretaña era la primera potencia mundial y Londres, que contaba ya con un millón de habitantes, era, sin duda, la capital del mundo, un mundo signado por la aparición de los Estados Unidos de América y por la Revolución francesa. Antes de Londres, la capital había sido París, lustros más tarde lo sería Nueva York. Por razones políticas, Londres era también refugio obligado y casi único para los liberales europeos. Por lo que a los españoles respecta, unas mil familias, según Vicente Llorens en su indispensable libro Liberales y románticos, Londres ofrecía un doble atractivo: era, por una parte, sede de un Gobierno totalmente ajeno a las intervenciones militares del tipo de los Cien Mil Hijos de San Luis, enviados a España por la Santa Alianza, y era, por otra, la capital de un país cuyo ejército, aliado con el español, había luchado contra las tropas de Napoleón. Los liberales españoles contaron así con una buena acogida, tanto del Gobierno como de la sociedad inglesa. Esta última, comprando sus productos, les permitió ganarse la vida ejerciendo los mismos oficios que habían desempeñado en España. En Ocios de los españoles emigrados, periódico primero mensual y luego trimestral, publicado durante tres años, de 1824 a 1827, por un pequeño grupo de compatriotas, se recoge con elogio la noticia de los libros que publicaron en la capital inglesa los hombres de letras españoles especialmente afortunados y, respecto a los demás, se dice cuáles eran sus ocupaciones: «Hacer zapatos, ser sastres, hacer cajas de lata, esculpir en barro y recortar papeles, tejer pañuelos de seda, dar lecciones de español y francés, curar callos…». Un español más avispado, el señor Calero, estableció una fábrica de chocolates con una máquina de su invención y fundó, además, una exitosa imprenta.
Los menos afortunados, incapaces de valerse por sí mismos, recibían subvenciones y ayudas del Gobierno inglés (los incluidos en la llamada lista de Wellington) o de la buena sociedad inglesa. En un número del citado Ocios de los españoles emigrados se da cuenta de un gran baile organizado por lo más ilustre de la aristocracia inglesa en beneficio de los refugiados españoles e italianos, y en otro, de un bazar destinado a vender los objetos producidos por esos mismos refugiados.
Diplomáticos hispanoamericanos
Los hispanoamericanos que se trasladaron a Londres no eran exiliados propiamente dichos ni eran tampoco fugitivos de las guerras de liberación que se libraban o se habían librado en varios de sus países. Eran políticos metidos a diplomáticos en búsqueda afanosa del reconocimiento inglés de sus territorios como estados independientes. Otros reconocimientos, como el de los Estados Unidos o el de Portugal, se habían producido ya, pero el que importaba sobre todas las cosas era el inglés. Este era, a efectos prácticos, el que les aseguraría personalidad jurídica internacional concretada principalmente en la plena libertad de comercio y en la posibilidad de acceder al mayor mercado de capitales. Para los hispanoamericanos que estaban en trance de crear estados, Inglaterra se ofrecía, además, como «la mejor escuela de política y legislación de la Europa continental. A ella acudían de todos los pueblos cultos y civilizados los hombres que querían estudiar el equilibrio de los poderes, las formas populares y la administración recta e imparcial de la justicia» (carta de José Joaquín de Mora en Cartas sobre Inglaterra dirigidas a don Alberto Lista por don José Blanco-White y continuadas por don José Joaquín de Mora). Los nuevos estados para los que se procuraba el reconocimiento inglés se crearían sobre las divisiones administrativas del desfalleciente imperio español. No sobre una supuesta existencia previa de naciones que aspiraran a la estatalidad. Nadie la afirmaba. La aspiración a la independencia se justificaba alegando la llegada de los americanos a la mayoría de edad política y, por tanto, a la capacidad de autogobierno y la legítima ambición de explotar los recursos propios.
La identidad prevalente entre los americanos instalados en Londres era una identidad basada sobre todo en la unidad del idioma y tenía en consecuencia un alcance casi continental. No existían todavía identidades nacionales como la peruana, chilena o mexicana. Los problemas políticos surgidos con las declaraciones de independencia se convertían, dice Pedro Grases en Tiempo de Bello en Londres y otros ensayos, en cuestiones de ámbito continental. América era considerada como unidad de conjunto. Ello explicaría que los diplomáticos hispanoamericanos pudieran representar ante el Gobierno inglés a países que no eran los suyos o que, a lo largo de su vida pública, pudieran ejercer cargos políticos en países que les eran ajenos. El caso más significativo fue el de don Juan García Martín (1794-1856), nacido en Cartagena de Indias, que fue inicialmente representante de Colombia en Londres, pero que, años más tarde, sería ministro en los Gobiernos de Chile, Perú, Ecuador, Bolivia e incluso México. Menos llamativos pero igualmente significativos fueron los casos de Vicente Rocafuerte, ecuatoriano que estuvo al servicio de México en la capital inglesa, o del venezolano don Andrés Bello, que empezó siendo secretario de la misión colombiana, que actuó luego en nombre de Chile y que en Chile terminó sus días haciendo una gran labor jurídica y lingüística.
Para los representantes de las nuevas repúblicas, Londres sirvió igualmente como «caladero» donde contratar talentos en diferentes materias que pudieran ser de utilidad en los respectivos países. Fue así como el expresidente Rivadavia se llevó a Buenos Aires a don José Joaquín de Mora y el plenipotenciario chileno don Mariano Egaña atrajo a Santiago al caraqueño Bello y a los españoles José Passamán (médico) y Andrés Antonio Gorbea (ingeniero y matemático).
Encuentro en Londres de españoles e hispanoamericanos
Don Pedro Grases, el escritor catalán exiliado en Venezuela y asentado allí desde 1937 hasta su muerte en 2004, ha dejado escrito en el citado Tiempo de Bello en Londres… que «la sociedad de políticos hispanoamericanos y españoles en Londres es uno de los momentos más hermosos de la historia del mundo hispanohablante». Y si ese encuentro hubiera tenido un inicio concreto y puntual, añado yo, Stefan Zweig quizás lo hubiera calificado como uno de los momentos estelares de la humanidad.
Sin estos lirismos, pero contando con mucha mayor documentación y mejores fuentes informativas, la historiadora María Teresa Berruezo León, en su documentadísima obra La lucha de Hispanoamérica por su independencia en Inglaterra (1820-1830), ha estudiado con todo detalle ese momento histórico tan exaltado por el escritor catalán. Según ella, que sigue en esto la monografía de John Ford Rudolph Ackermann, publisher to Latin America, el proceso se inició a finales de 1822, cuando el multifacético Ackermann entró en contacto con el español José María Blanco White para encargarle la redacción en español de una revista ilustrada que se titularía Variedades o mensajero de Londres.
El calificativo de multifacético –aplicado a Ackermann– no es arbitrario ni caprichoso: la consulta obligada a la Enciclopedia Espasa revela que Ackermann fue un admirado dibujante en un diario de modas, marchante de obras de arte en su Repository of Arts, inventor de unos muelles móviles para que los carruajes no volcasen, introductor en Inglaterra de las técnicas litográficas como medio de reproducción y del uso del gas para el alumbrado y la calefacción en Londres. De la labor editorial de Ackermann en español poco dice el Espasa. Solamente esto: que tradujo para su venta en América del Sur un conocido calendario de bolsillo que estaba inspirado en el almanaque Gotha. Se titulaba en inglés Forget me not y fue traducido por No me olvides. Publicó también, igualmente traducidas, algunas novelas inglesas de éxito popular y buenos libros de arte. De los casi cien títulos de carácter histórico, literario, educativo y moralizante que salieron de las imprentas de Ackermann ocon destino a las nuevas repúblicas hispanoamericanas, ni una palabra.
¿Por qué Ackermann, alemán de Sajonia, naturalizado inglés en 1809, que no hablaba ni leía español, se lanzó a tamaña aventura cuando tenía casi sesenta años? Ford apunta dos razones igualmente verosímiles. La primera puede resumirse diciendo que actuó movido por un acusado espíritu comercial y empresarial; la segunda, que fue influido por la francmasonería. Con respecto a la primera, preciso es señalar que Ackermann estableció muy pronto sucursales en México, Colombia, Buenos Aires, Chile, Perú y Guatemala, países que habían de ofrecérsele como buenos mercados para libros no sometidos a la censura española. Por lo demás, en dichas sucursales se vendía también material para la agricultura, equipos de química y astronomía, e instrumentos musicales. En cuanto a la segunda, Ford afirma que Ackermann, masón o francmasón, como lo habían sido Miranda, Bolívar y San Martín, tenía como patrocinador al duque de Sussex, gran maestre de la Logia inglesa, el cual delegaría en Ackermann para que prestara ayuda a masones que la necesitaran. De paso, se beneficiarían los intereses ingleses.