El repertorio americano

Casi al mismo tiempo que veía la luz Variedades o mensajero de Londres, la revista de Blanco White, Bello, con un pequeño grupo de colegas, agrupados en una autodenominada Sociedad de Americanos, editaba la Biblioteca Americana. Fue un fracaso sin paliativos. La revista tuvo una vida muy corta. Salió un solo número, porque le fallaron las finanzas. Pocos años más tarde, concretamente en octubre de 1826, apareció El repertorio americano, editado por Bossange, firma poderosa con sedes en París y Londres. Tuvo carácter trimestral y aparecieron cuatro tomos, el último en agosto de 1827. El cuerpo de redacción lo componían dos escritores americanos, Bello y García del Río, y dos españoles, Pablo de Olavide y don Vicente Salvá. La revista se articulaba en torno a cuatro secciones: humanidades y artes liberales; ciencias, matemáticas y físicas en sus aplicaciones; ciencias intelectuales y morales, y boletín bibliográfico. Los artículos aparecían firmados con las iniciales de sus autores y ello permite darse cuenta de que la inmensa mayoría estaban escritos por don Andrés Bello.

Bello, en el Tomo iii, dedicó un largo artículo a comentar la obra de don Martín Fernández de Navarrete, titulada Colección de viajes y descubrimientos que hicieron por mar los españoles desde finales del siglo xv… Lo traigo a colación porque, en él, Bello hace afirmaciones sin duda muy interesantes: «No tenemos la menor inclinación, dice Bello, a vituperar la Conquista. Atroz o no atroz, a ella debemos el origen de nuestros derechos y de nuestra existencia, y mediante ella vino a nuestro suelo aquella parte de la civilización europea que pudo pasar por el tamiz de las preocupaciones y la tiranía de España». Cuando se produjo el exilio de los liberales españoles a la capital británica y, gracias a ellos, podía haber añadido Bello, la civilización europea empezó a pasar a suelo americano en toda su integridad y pureza sin ser filtrada por «las preocupaciones y la tiranía de España».

El vehículo para el trasiego de la civilización y el derecho europeos fue siempre la lengua española y a la conservación de su identidad, en las nuevas repúblicas, dedicó Bello a lo largo de su vida la mayor parte de sus trabajos. El primero de ellos, titulado «Indicaciones sobre la conveniencia de simplificar y uniformar la ortografía en América», apareció en el número 1 de El Repertorio. Y sin embargo, Jaime E. Rodríguez, en el ya citado libro El nacimiento de Hispanoamérica no incluye a Bello entre los que él llama hispanoamericanistas. Además de a Vicente Rocafuerte, hispanoamericanista por excelencia, Rodríguez nombra sólo a tres: el peruano Manuel Lorenzo Vidaurre, el argentino José Antonio Miralla y el mexicano José Miguel Ramos Arizpe. ¿Por qué? Veamos.

A vueltas con el hispanoamericanismo: ¿qué cosa es?

Según Rodríguez, los hispanoamericanistas se diferenciaban de los otros hispanoamericanos de tres maneras: 1) asumían la tradición liberal hispánica; 2) deseaban la creación de una comunidad constitucional de naciones hispánicas en la que se incluyera España; 3) consideraban siempre a la América española como una sola unidad.

Bello no cumpliría la segunda de las condiciones enumeradas, porque, que yo sepa, nunca se pronunció a favor de una nueva comunidad política con la antigua metrópoli. Pero tampoco la cumpliría Rocafuerte, cuando, al final de su vida (1847) acudía a Lima con el fin de participar en un congreso convocado para oponerse a los proyectos de invasión de Ecuador tramados por el general Flores con un ejército de mercenarios españoles. España no actuaba entonces como polo de atracción sino como enemigo exterior común.

También se podría descalificar a Bello, si se escogiese como concepto de hispanoamericanismo el que formula otro autor, el profesor de la UNED, don Isidro Sepúlveda, en el libro El sueño de la Madre Patria. Para él, el movimiento hispanoamericanista fue una especie de ideología de sustitución de tipo nacionalista en la que confluían una acción oficial que buscaba prestigio para España en el exterior y una iniciativa privada que trataba de encontrar en América buenas oportunidades comerciales. Se basaba, por supuesto, en la existencia indiscutible de los consabidos vínculos identitarios entre España y sus antiguas colonias: el idioma, la religión, la historia y las costumbres o usos sociales. Todos ellos generaban una comunidad cultural que este hispanoamericanismo trataría de potenciar con vistas a la constitución de alguna forma de comunidad política trasnacional lo más cohesionada posible.

Este acercamiento interesado de España hacia sus antiguas colonias, iniciado en la segunda mitad del siglo xix, cuando ya se habían producido los principales reconocimientos de independencias, fue promovido por revistas tales como La América. Crónica Hispano-Americana, de los hermanos Eduardo y Eusebio Asquerino, La Ilustración Española y Americana, fundada por Abelardo de Carlos o la Revista Hispano-Americana, dirigida por Antonio Angulo Heredia y Rafael María de Labra.

La aproximación buscada no tuvo sin embargo un progreso lineal. Sufrió altibajos: a veces negativos y a veces positivos. De los primeros, acaso el más grave fuera la ocupación de las islas Chinchas, peruanas, por una escuadra española; ocupación que dio lugar a una guerra contra Chile y Perú cuyos episodios más condenables fueron los bombardeos de Valparaíso y El Callao. De los segundos, hay que evocar la celebración en 1892 del iv Centenario del Descubrimiento y, sobre todo, la guerra hispano-norteamericana de 1898: la pérdida de Cuba y Puerto Rico removió, en primer lugar, los obstáculos que todavía nos malquistaban con los hispanoamericanos y, por otra parte, les alertó del peligro que podía suponer para ellos el imperialismo yanqui.

De entonces a acá y con distintos nombres: hispanoamericanismo, hispanidad, panhispanoamericanismo, fiesta de la raza y, con distinta efusión según las afinidades o discrepancias ideológicas, la conciencia de formar una comunidad cultural que reclamaría una relación especial entre España y sus antiguas colonias ha estado siempre viva y, al menos, en el plano retórico, nunca se ha dejado de reconocer y afirmar. La última manifestación de esta mentalidad ha sido, según Sepúlveda, la proclamación en 1991 de la existencia de una Comunidad Iberoamericana de Naciones que se expresaba, antes, anualmente y, ahora, cada dos años, en la Cumbre de sus Jefes de Estado y de Gobierno.

El párrafo que antecede creo que merece un comentario crítico: la Comunidad Iberoamericana de Naciones no es expresión de hispanoamericanismo alguno; más bien lo es de iberoamericanismo. Precisamente por eso se usó este segundo calificativo y no el primero. En las citadas conferencias se unen o se relacionan, por pura voluntad política, dos comunidades culturales y no una sola. Cada una tiene su propio y principal vínculo identitario: el español en un caso y el portugués en otro.

Por su parte, el chileno Miguel Rojas Mix, en el libro titulado Los Cien Nombres de América (1992) critica el concepto de hispanoamericanismo de Jaime E. Rodríguez y, en su lugar, propone otro que él considera más apropiado. El concepto de hispanoamericanismo de Rodríguez, dice Rojas, es reduccionista al identificarse con la ideología liberal. Si esto fuera así, el hispanoamericanismo habría desaparecido en los años 1830 y con él toda esperanza de constituir una confederación hispánica. Para el autor de Los Cien Nombres de América, que toma la definición de una nota del ministro de Relaciones Exteriores chileno Álvaro Covarrubias, dirigida al representante español en Santiago, don Salvador Tavira, el hispanoamericanismo es el reconocimiento y la afirmación de que «las repúblicas americanas de origen español forman, en la gran comunidad de las naciones, un grupo de estados unidos por vínculos estrechos y peculiares» de los cuales, tanto para Rojas como para Bello o para Neruda, es la lengua común el más importante, con gran diferencia.

La relación de esas repúblicas con España no la especifica Covarrubias, pero la verdad es que mal podía hacerlo, porque cuando escribía a Tavira (1864) su país estaba casi en guerra contra el nuestro: la guerra de los bombardeos de Valparaíso y de El Callao antes aludida. De ahí, pues, que por lo que respecta a la conexión con la antigua metrópoli, Rojas Mix distinga entre un primer y un segundo hispanoamericanismo. El primero se caracteriza por su crítica despiadada a la colonización y por la hostilidad hacia España. En el segundo, iniciado en el último tercio del siglo xix, va abriéndose camino una relación de mutuo conocimiento y amistad. Este segundo hispanoamericanismo de Rojas es muy parecido al que contempla Sepúlveda, si bien deformándolo y presentándolo como interesada creación española.

De las varias concepciones del hispanoamericanismo anteriormente expuestas, ¿con cuál quedarse? Para Rodríguez era un fenómeno puramente hispanoamericano que aspiraba a la creación de una comunidad de naciones hispánicas en la que se incluiría España. Para Sepúlveda, por el contrario, era un invento español; no desinteresado, sino destinado a sustituir la pérdida de prestigio internacional inherente a la descomposición del Imperio. Para Rojas Mix es, ante todo, una clara y decidida afirmación de la comunidad cultural que forma España con las repúblicas americanas, y que está constituida por una serie de vínculos identitarios de los cuales el idioma español es el más importante. Esto es lo permanente, lo fundamental. De cómo sea la relación política entre los miembros de la comunidad y particularmente con España, solo me atrevo a decir que será especial; es decir, distinta a la de los miembros de esa comunidad con los de otra comunidad cultural: más o menos próxima o distante según las circunstancias históricas de cada momento.

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