POR BRYCE W. MAXEY
En la época previa a la invención de la imprenta, donde preservar registros del pasado era más problemático que hoy día, la memoria cumplía un papel mayor en la sociedad. Los hombres que se destacaban por contar con memorias prodigiosas eran considerados los genios de la comunidad (Carruthers, p. 1). La memorización era una de las actividades más importantes que promovían los maestros y que practicaban los estudiantes. Numerosos autores y pensadores de la Antigüedad y de la Edad Media escribieron libros sobre cómo cultivar la memoria artificial a través de las mnemotecnias. Asimismo, el entrenamiento de la memoria constituía una parte esencial de la moral católica durante la época medieval, puesto que su ejercicio le servía al creyente como una práctica cotidiana para la asimilación de las lecciones cristianas. Se creía que el perfeccionamiento de la memoria podía reforzar la internalización de la divinidad (Carruthers, p. 71). Además, la persistencia de la fe católica dependía de la continuidad de la memoria (Hochschild, pp. 3-5). Se daba por sentado que la «buena memoria» conducía al «buen amor» y que una memoria fuerte era necesaria para mantener una relación con el bien (Hochschild, p. 22).

Por sus diferentes versiones manuscritas, la escasa información que existe sobre su autor, su hilo narrativo tenue, su estructura improvisada, su hibridez genérica, así como su ambigua mezcla de seriedad y comicidad, el Libro de buen amor (circa 1330-1343) no deja de presentar numerosos desafíos para la crítica. A pesar de ser un texto en varios sentidos problemático, la memoria constituye un tema fundamental que Juan Ruiz, el arcipreste de Hita, expone en gran detalle en el prólogo y que vuelve a aparecer a lo largo de la obra. La memoria informa de manera profunda el diseño de este texto sumamente heterogéneo, otorgándole mayor coherencia.

En este ensayo, examino las diferentes manifestaciones de la memoria en el prólogo del Libro de buen amor.[i] Basándose, principalmente, en el pensamiento de san Agustín, aquí Juan Ruiz presenta la memoria como una de las tres potencias del alma —parte del vínculo entre el hombre y la divinidad—. Sugiero que la memoria es la potencia del alma que Juan Ruiz privilegia por sobre sus otras dos facultades, el entendimiento y la voluntad. Planteo, además, que, a lo largo del prefacio y de la obra entera, la memoria cobra gran polivalencia no sólo como una potencia del alma. Figura, asimismo, como una facultad interior de la mente y como una parte esencial de la memorización, práctica que se relaciona con el aprendizaje y con la adquisición de conocimientos. Para representar la memoria, Juan Ruiz emplea la metáfora del repositorio o thesaurus donde se guardan los objetos —tangibles e inmateriales— del pasado. Argumento que el arcipreste establece vínculos entre la memoria y la muerte, la edificación de monumentos, el lenguaje y la creación literaria. Propongo que el prólogo diserta sobre la memoria y que reproduce también los mecanismos mismos del proceso mental de la memorización. Por último, planteo que la obra en su conjunto puede verse como un largo recordatorio de lecciones, así como un extenso registro de los géneros literarios vigentes en la época.

*

El prólogo del Libro de buen amor ha recibido bastante atención crítica por diversas razones. Escrito en prosa, se diferencia formalmente del resto del libro en verso. La voz que construye Juan Ruiz en el prefacio es singular cuando se la compara con la del narrador del resto del libro. El tono aquí parece serio, y Luis Jenaro-MacLennan lo ve no sólo como sumamente solemne, sino también como profundo, meditativo, y repleto de verdades sobre la condición humana. Se refiere al prólogo incluso como «la justificación intelectual del Libro» (p. 152).[ii] Otros críticos, sin embargo, leen el prólogo de manera contraria —como un texto humorístico—. Félix Lecoy y Otis H. Green consideran que se trata de una voz irónica, de una suerte de sermon joyeux (Green, pp. 46 y 47). G. B. Gybbon-Monypenny llega a la misma conclusión, proponiendo que estamos ante la parodia de un sermón universitario (p. 67).[iii]

Con respecto a la memoria en el Libro de buen amor, Louise Haywood sugiere que los episodios cómicos sirven como mnemotecnias (pp. 8, 9 y 49). Aquí parece basarse en una afirmación de Carruthers: sólo las impresiones fuertes de lo bello, de lo grotesco, de lo obsceno o de lo sexual eran consideradas eficaces en la enseñanza medieval, idóneas para captar la atención del individuo y de dejar marca en su mente para facilitar el recuerdo (Carruthers, p. 171). Por lo tanto, las aventuras y desventuras amorosas del arcipreste cumplirían un claro propósito didáctico. Recientemente, Florence Curtis ha explorado la importancia de la metáfora de «la çela de la memoria» de Juan Ruiz y la iteración de los juegos de palabra —según ella, basados en «çela»— que figuran a lo largo de la obra. En su artículo, observa que el libro del arcipreste se centra en la vida de la mente y que dos de sus temas fundamentales incluyen «la interpretación como un proceso y producto cognitivo» y el poder de la lectura para «alterar la constitución psicológica del sujeto» (p. 30). Propone, además, que la memoria sirve como fuente del material poético del Libro de buen amor y que el poema entero puede verse como «un registro de la actividad de una mente memoriosa» (p. 44).

*

A pesar de que la crítica se refiere a las páginas en prosa como el prólogo del Libro de buen amor, no lleva dicho título y tampoco es el primer texto que el lector encuentra. Antes, aparece una oración que tiene como título: «Jesus nazarenus rrex judeorum: ésta es oraçión quel açipreste fizo a Dios quando començó este libro suyo» (p. 101). En esta plegaria inicial (estrofas 1-10), el arcipreste pide que Dios se acuerde de él y le suplica que lo saque de sus cuitas. Luego de apelar brevemente a la memoria de Dios, comienza el prólogo en prosa, que se refiere repetidas veces a la memoria humana. La práctica que Juan Ruiz emplea aquí es la de elegir una serie de citas para después interpretarlas. El texto comienza con una en latín, seguida por una explicación de la fuente del pasaje y una breve interpretación:

Intellectum tibi dabo et instruam te in via hac qua gradieris; firmabo super te occulos meos. El profeta David, por Spiritu Santo fablando, a cada uno de nós dize, en el psalmo triçésimo primo, del verso dezeno, que es el que primero suso escreví. En el qual verso entiendo yo tres cosas, las quales dizen algunos doctores philósophos que son en el alma e propia mente suyas; son éstas: entendimiento, voluntad e memoria (pp. 104 y 105).

 

Tal como señala el arcipreste, la cita atribuida a David proviene del Libro de los Salmos 31.8 del Antiguo Testamento. En las dos frases escritas en castellano que siguen, Juan Ruiz ofrece su comentario de los versos en latín. Se trata, por consiguiente, de la puesta en escena de la interpretación de un pasaje de la Biblia, una suerte de crítica literaria avant la lettre. Juan Ruiz afirma que en el verso comprende «tres cosas […]: entendimiento, voluntad e memoria» (pp. 104 y 105). Si bien en la cita aparece la palabra intellectum, que puede traducirse como «entendimiento», la voz que emplea san Agustín en su teoría es intelligentia.[iv] El verso del Libro de los Salmos no se refiere ni al alma, ni a la voluntad, ni a la memoria. La interpretación es, por lo tanto, poco rigurosa —más el resultado de la libre asociación de ideas que una verdadera exégesis, como si Juan Ruiz entendiera «alma intelectiva» en lugar de intelecto—. El paso de la cita en latín a las conclusiones del arcipreste constituye, además, un non sequitur. El prologuista se presenta como culto, como un conocedor de los «doctores philósophos», pero su argumentación resulta sumamente problemática desde el inicio. De ahí el primer atisbo de una posible lectura humorística del prólogo. El pasaje parece constituir un deseo fallido por parte del prologuista de ostentar ser culto. En vez de ofrecer una traducción de la cita al castellano, el arcipreste se centra en el alma y en sus tres potencias. En lugar de respetar la secuencia normal de las potencias establecida por san Agustín —primero, la memoria; luego, el entendimiento, y, por último, la voluntad, lo cual conlleva en sí una teoría temporal de un proceso intelectivo que va desde la memorización y el aprendizaje a la asimilación de conocimientos y, finalmente, a la puesta en acción del sujeto—, Juan Ruiz invierte memoria y entendimiento, colocando aquélla al final. La implicación es que desea proponer otro orden, que no ha entendido bien la teoría de san Agustín o que desea falsificar su teoría, como hará en varias oportunidades con otras citas de autoridades clásicas. El nuevo orden que sugiere Juan Ruiz desvía, asimismo, el papel de la memoria como memorización o aprendizaje a su empleo como conservación de lo aprendido. Si bien el arcipreste volverá a examinar cada una de las potencias a lo largo del prólogo, la memoria es la que recibe mayor atención. El interés de Juan Ruiz en la memoria por sobre las otras dos facultades del alma deriva de su lectura de san Agustín, quien escribe: Magna vis est memoriae, nescio quod horrendum, Deus meus, profunda et infinita multiplicitas; et hoc animus est, et hoc ego ipse sum («Grande es la fuerza de la memoria y algo que me causa horror, Dios mío, multiplicidad infinita y profunda; y esto es el alma y esto soy yo mismo», Confessiones, 10.17). Para san Agustín, la memoria es, al mismo tiempo, la mente del sujeto y el individuo mismo. En su prólogo, el arcipreste revitaliza la importancia que san Agustín concede a la memoria. Sin embargo, del mismo modo que ofrecerá no pocos ejemplos del «loco amor» a lo largo de su obra, aquí presenta uno de una memoria pobre e insuficiente.