Nada me cuesta continuar imaginándome como curioso lector de esa época y seguir la pista de una contribución que pareció quedar en el olvido: la respuesta que, al principio de toda esta polémica, hablaba de una obra de teatro representada en París. Hago mis averiguaciones y descubro que en esa pieza, escrita por Albert Monnier y Edouard Marin y representada por primera vez en el teatro del Palais Royal el 20 de noviembre de 1855, aparece justamente el texto que Protat pone al frente de su canción como perteneciente a Rousseau. La única diferencia es el añadido «¿no mataría al mandarín?», que se debe a la mano del propio Protat. Eso hace que uno dude de esa prueba de los que abogaban por Rousseau, como el redactor de Le Courrier.

Vuelvo a mi tiempo y confirmo mi sospecha. Hoy sabemos que la memoria de Balzac se equivocó y atribuyó a Rousseau lo que había leído en Chateaubriand, dando lugar a una expresión francesa (tuer le mandarin) y a una polémica periodística que se prolongó durante años y que hoy leemos con esa curiosidad que, educada en Walter Benjamin, va más allá de sí misma.

Resuelto el punto de la atribución, reparemos ahora en lo siguiente. Por un lado, tenemos una especie de apólogo que, como tal, va a tener algunas versiones. Por otro, nos hallamos ante una cuestión con facetas de gran interés para la ética.

 

VARIACIONES

Independientemente de a quién atribuyera cada cual la propuesta original, hubo escritores que intentaron darle un desarrollo narrativo o dramático y forjar a partir de ella una historia con personajes y moraleja. La que más fama ha tenido y probablemente la más lograda ha sido la novela de Eça de Queiroz El mandarín. Pero antes hubo al menos un cuento de Vitu, la obra de teatro de Monnier y Marin, una novelita de Henri Vrignault y otra de A. de Pontmartin. Después habrá una notable comedia de Alejandro Casona y una película sin mucha altura basada a su vez en un cuento. Avancemos brevemente por este repertorio.

En 1848 aparece en la Semaine littéraire du Courrier des États-Unis el cuento de Vitu titulado Un mandarin, recogido luego en el libro Contes à dormir debout (1860). El autor comienza la historia un sábado de carnaval por la noche, concretamente el 12 de enero de 1840. Georges d´Aubremel, huérfano de un marqués derrochador casado con una heredera inglesa para salvarse de la ruina, a la que abandonó tras dilapidar la dote, no participa del jolgorio general. Hundido en su sillón, con un libro abierto cerca de él, medita sombríamente. Está arruinado y, pese a su misantropía, enamorado. Pero el padre de la amada, un rico fabricante de tejidos de lana, jamás entregaría su hija a un hombre pobre y sin futuro como él. Entonces retoma el libro. Este aspecto es interesante tras lo que hemos visto en el primer apartado, pues cita unas líneas:

Suponga un mandarín de China, un hombre que vive a tres mil leguas de usted, en un país fabuloso, un hombre que nunca verá; suponga además que la muerte de este mandarín, de este hombre quimérico debe volverle millonario, y que le basta levantar el dedo, en su casa, en Francia, para que muera, sin que nunca nadie pueda inquietaros, diga, ¿qué haría?

 

Este texto es atribuido, sin decirlo, a Rousseau, pues el autor del volumen es «gran filósofo al que los ignorantes llaman un sofista» y además menciona la respuesta del personaje de Balzac cuando dice que va por el trigésimo tercer mandarín, y sabemos que Balzac atribuye a Rousseau el planteamiento de la cuestión. Notemos, por otra parte, para ir siguiendo las variantes, que Vitu habla de «levantar el dedo», mientras que Balzac habla de «un gesto de la cabeza», aunque sin atribuir este detalle a Rousseau.

Georges mira una figura de porcelana que tiene sobre la chimenea y que le recuerda a un mandarín. Se obsesiona con el problema de Rousseau, busca en un periódico y, como en ese momento se halla candente la disputa chino-inglesa, encuentra fácilmente cuatro nombres de comisarios imperiales. Escoge uno (Li), pronuncia la sentencia de muerte ante su espejo y levanta el dedo. La figura se rompe a los pies de Georges. Tras un escalofrío, se dice que su dedo habrá tocado la estatuilla del mandarín y se acuesta. Meses después, lee una noticia en un periódico fechada el 12 de enero, por la que se entera de la muerte inexplicable del mandarín Li, quien contrarrestaba en el Consejo la influencia de Lin, partidario de la guerra. En el primer ataque, los chinos en su huida cobarde acaban con negociantes ingleses, entre los cuales se haya un viejo del que Georges heredará la fortuna. Con ella podrá casarse con su amada. Sin embargo, el mandarín muerto se le aparece acusándolo, incluso en plena boda, lo que le hace huir de ella sin llegar a casarse. ¿El final? Una última aparición lo perdona y Georges dedica su fortuna a obras caritativas.

En esta versión, pues, la cuestión del mandarín es leída en un volumen de Rousseau, la tentación se produce por la necesidad de dinero para casarse con su amada, la facilidad de su crimen se manifiesta mediante el levantamiento de un dedo y los remordimientos impiden el disfrute del beneficio.

La obra de teatro de donde salió la cita de Protat atribuida a Rousseau se titula, como dijimos, As-tu tué le mandarin?, fue escrita por Albert Monnier y Edouard Marin y representada por primera vez en el teatro del Palais Royal el 20 de noviembre de 1855. La escena transcurre, como en el caso anterior, en París, en la calle de Richelieu. En tono jocoso se cuenta una historia de enredo. Procope, que ha perdido su dinero en la lotería y que está enamorado de Clemence, utiliza la expresión tuer le mandarin e, interrogado al respecto por su amigo, se la explica y lee de un libro de bolsillo de «Jean-Jacques» el texto que ya hemos transcrito arriba y que introduce, que yo sepa, el botón como el medio de matar al mandarín. Así mismo, se pregunta: «¿quién de nosotros no apretaría ese botón?» Procope acabará tirando del asidero de una puerta (bouton, en una acepción distinta a la de la cita) y quedándose con él en la mano. Inmediatamente se encuentra una carpeta con billetes de banco. En esta divertida pieza faltan las apariciones del cuento de Vitu e incluso referencias a un mandarín concreto muerto. El final, como corresponde, es feliz. Aquí nos aparece la expresión incorporada en la conversación y un libro de Rousseau para explicarla. Como en el cuento de Vitu, el dinero que necesita el protagonista es deseado para poder obtener la mano de la amada. En este caso, la facilidad del crimen se representa mediante un botón.

La novelita de Henri Vrignault (seudónimo de Urbain Didier) se titula L’héritier du mandarin, y fue publicada en 1864. Se trata de una versión cristiana y social de la cuestión que estamos persiguiendo. Charles, un funcionario del ministerio de finanzas, es un hombre de buen fondo pero sin iniciativa, criado por una madre sobreprotectora que le allanó mientras vivió su existencia dulce y monótona. A raíz de un contratiempo (un pantalón que se le rompe justo cuando había de acudir a un baile al que había sido invitado y en el que se encontraría a la muchacha de la que está enamorado), el mundo se le cae encima. Tras leer el pasaje del mandarín en Rousseau (el error en la atribución se mantiene, como vemos), y reflexionar largamente sobre él, admite mentalmente que mataría en pensamiento al mandarín. La decisión le afecta porque tiene un sueño en el que aparecen chica, mandarín y pantalón y del que despierta cubierto de un sudor frío. Pasa el tiempo y recibe una carta de su primo misionero en Oriente, informándole de que el mandarín Tien-Fu, que ha conocido el pesar y la soledad en París de Charles a través de otra carta que este escribiera a su pariente, ha decidido hacerle un legado importante. El mandarín, convertido al cristianismo y queriendo devolver algo a los europeos que tanto se han preocupado por las almas de los chinos mandando allí misioneros, ha decidido ayudar al primo de uno de ellos. Charles tiene una entrevista con su amada y ésta lo espolea para que haga algo por sí mismo, para que tome la iniciativa en su vida. La caridad con una familia pobre y el cambio de carácter del protagonista, que saca a primer plano la nobleza que llevaba oculta, acaban felizmente en boda y poniendo al niño el nombre con que Tien-Fu fue bautizado, según el deseo de éste.

En esta versión, pues, vuelve a aparecer un volumen de Rousseau. El dinero y el amor constituyen también aquí los motivos de que la tentación penetre en el protagonista. En este caso el gesto, como en el original de Chateaubriand, es el solo pensamiento. Éste, sin embargo y pese al fallecimiento de Tien-Fu, parece no ser realmente la causa de la muerte del oriental, sino el modo de abrir la puerta a una transformación vital del protagonista que será rescatado precisamente por aquello que obtiene con su decisión: el dinero recibido y el amor.

Si en todas las versiones reseñadas la acción transcurre en París, la versión de Armand de Pontmartin, titulada La mandarine, ocurre en provincias, en el sur de Francia. Se trata de una historia entretenida, en la que sólo al final se nos descubre el motivo del título, puesto que no aparece ninguna referencia a Oriente a lo largo de ella. El protagonista es un propietario que vive más en el mundo de su imaginación que en el de la realidad. Tras casarse con una metodista cuyo rigor y sequedad no la hacen simpática en su entorno, vuelve a su mundo soñado en el que tan a gusto se encuentra. Al nacer su hijo, deposita en él las esperanzas de un futuro que él imagina como un hogar perfecto donde una sensible y cariñosa mujer (su nuera) le hará sentirse mimado y feliz. El hijo crece y, cuando por fin aparece en sus vidas la mujer oportuna, la familia de ésta se muestra reticente debido a la personalidad tan distante y poco simpática de la madre. Un día, ésta muere de un modo espantoso envuelta por las llamas por una distracción junto al fuego. Sólo al final, cuando se alude a la novela de Balzac y cuando se sabe que el protagonista pudo haber evitado ese accidente (libraba continuamente a su mujer del peligro que corría al quedarse durmiendo junto al fuego y esa vez no lo hizo), entendemos el título de esta obra: el mandarín es aquí mandarina y quien la mata lo hace por omisión en aras de la felicidad de su hijo y de sí mismo. Esa felicidad llega, aunque luego los remordimientos acaban con la huida de la casa del protagonista.

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