En esta novela se ha recogido lo esencial de la cuestión del mandarín. La facilidad con que uno puede beneficiarse de la muerte de otro es aquí la sencilla omisión de la atención con que cotidianamente el protagonista evitaba a su mujer el peligro del fuego doméstico. Aunque se le concede un periodo de felicidad, los remordimientos aparecen haciéndosela imposible.

Y pasamos a la novela de Eça de Queiroz titulada El mandarín y editada por Pilar Vázquez Cuesta en Cátedra. El escritor portugués cambia París por Lisboa. El protagonista no está enamorado ni arruinado. Es un empleado del Ministerio de la Gobernación que vive en una casa de huéspedes. Su vida es tranquila y equilibrada. Sin embargo, tiene un deseo: «poder cenar en el Hotel Central con champán, estrechar la delicada mano de vizcondesas, y, por lo menos dos veces por semana, quedarme dormido, en un éxtasis mudo, sobre el seno fresco de Venus». Lujo, sociedad y sexo son su sueño, aunque no su obsesión, porque reconoce que «la vida humilde tiene sus dulzuras». Tampoco esa anhelada riqueza es desproporcionada. A diferencia del personaje de la novela de A. de Pontmartin, él es un positivista carente de imaginación: lo que pide lo han conseguido otros en su barrio y él confía en que le llegará. En uno de los libros que compra en el rastro lisboeta lee una noche la cuestión del mandarín:

En lo más remoto de la China existe un mandarín más rico que todos los reyes de que hablan las fábulas o la historia. Nada conoces de él, ni el nombre, ni el semblante, ni la seda de que se viste. Para que heredes su infinita fortuna, basta con que toques esa campanilla, puesta a tu lado sobre un libro. Él dará tan sólo un suspiro en los confines de Mongolia. Será entonces un cadáver; y tú verás a tus pies más oro del que puede soñar la ambición de un avaro. Tú, que me lees y eres hombre mortal: ¿tocarás tú la campanilla?

 

Teodoro, impresionado (el libro es un sombrío infolio), mira inmóvil la campanilla colocada sobre un diccionario de francés cuando alguien le habla: se trata de un hombre corriente, vestido de negro. Piensa que es el diablo, pero su razón desecha esa idea. El hombre le tienta: buenos vinos, coches de delicadas tapicerías, casas confortables, teatro, mujeres, frente a un mandarín decrépito e inútil. Por lo demás, la cosa es tan sencilla: como quien llama a un criado. Teodoro hace repicar la campanilla. Ti Chin-Fu, le dice el otro, ha muerto, y se va. Cuando sale al pasillo oye a la señora de la casa hablar con alguien, pero se trataba de uno de los inquilinos. Al volver a su habitación, Teodoro relee el texto que ahora le parece «la prosa anticuada de un moralista ridículo». Se acuesta y sigue su vida normal, pensando que se había quedado dormido sobre el libro y había soñado la tentación: «Y por el monótono desierto de la vida allá fue siguiendo, allá fue marchando la lenta caravana de mis melancolías…». Una mañana, sin embargo, en una escena kafkiana avant la lettre, Teodoro, tumbado, entreabre los párpados al oír la puerta y ve inclinarse a su lado «una calva respetuosa»: Tratándolo de «Su Excelencia», le habla de un montón de dinero librado a su favor, de la herencia del mandarín Ti Chin-Fu. Ahí comienza una vida de millonario a lo largo de la cual se le aparece el mandarín y el remordimiento le hace viajar a una China muy detallada (basada en la de Julio Verne) donde le ocurrirán una serie de peripecias que no le devolverán la paz que desea. De nuevo en Lisboa, hastiado y sombrío, se encuentra en la calle al hombre de negro que dio comienzo a la historia y le pide que le devuelva «la paz de la miseria». «No es posible», le responde, y Teodoro continúa una vida ruinosa y triste pese al dinero. El protagonista, que se siente morir, ofrece al lector la moraleja en el penúltimo párrafo: «Únicamente sabe bien el pan que día a día ganan nuestras manos: nunca mates al Mandarín» La contraposición entre una honradez modesta y el lujo criminal se nos revela así como uno de los motivos de la novela. En el último párrafo, no obstante, manifiesta un consuelo inquietante para el lector: «no quedaría un solo mandarín vivo si tú pudieses, tan fácilmente como yo, eliminarle y heredar sus millones».

Así pues, Eça de Queiroz introduce la campanilla como medio de matar al mandarín y un personaje que encarna la tentación. El libro es ahora un infolio vetusto del que no se nombra el autor. Las apariciones recuerdan la novela de Vitu y el oficio del protagonista la de Henri Vrignault.

Todas estas versiones parecen haber nacido de las líneas del Papá Goriot de Balzac. Esta novela puede a su vez considerarse una versión donde, como en la de A. de Pontmartin, el problema está desarrollado de un modo real y no siguiendo sus símbolos (es decir, no hay literalmente un mandarín asesinado fácilmente y de cuya muerte se beneficie el asesino). Es difícil dilucidar quién protagoniza este libro, si el personaje que le da título o el estudiante Rastignac. Ambos viven en una pensión deprimente, el primero para que sus hijas tengan una vida de lujo en el París selecto y el segundo como estudiante de derecho provinciano al que se le despierta la ambición de triunfo en ese París rico y aristocrático. Es a este estudiante a quien se le plantea la pregunta moral del mandarín, que en él empieza ya a convertirse en dilema. ¿Hasta dónde podría uno llegar en la persecución de sus objetivos en un mundo corrupto? Si uno ama el amor y el dinero, si uno desea una vida en el círculo de los privilegiados, ¿qué hacer? Rastignac tiene buen corazón, pero también ambición. A través de su tía, que había sido presentada antaño en la corte, conoce a una vizcondesa que le abre las puertas de la élite parisina. Pero es mucho el dinero que necesita para llevar esa vida donde la apariencia es más importante que la realidad. Un compañero de pensión, Vautrin (cuyo eco se escucha en el Raskolnikov de Dostoievski), le propone ocuparse de la muerte de un hombre vil que permitirá que el estudiante pueda indirectamente beneficiarse de una fortuna. Esta tentación es la que lleva a Rastignac a plantearle a su amigo Bianchon la cuestión del mandarín en las líneas que hemos trascrito. No sólo en el asunto de esta muerte, sino en otros que le van surgiendo, en Rastignac se produce una lucha entre su virtud y honradez y las concesiones que ha de hacer para conseguir sus objetivos.

En 1945, casi un siglo después del primer desarrollo literario que he podido encontrar de la cuestión del mandarín, se estrenó en el teatro Liceo de Buenos Aires, por la compañía Josefina Díaz-Manuel Collado, la comedia en tres actos de Alejandro Casona titulada La barca sin pescador. Se trata de una revisión de nuestra historia, abierta con dos citas que, según indicación, han de aparecer en los programas como lemas de la comedia. La primera se atribuye erróneamente a Rousseau o a Chateaubriand (según la versión que se maneje) y en realidad se parece, por su terminación («¿quién de nosotros no apretaría ese botón, no mataría al mandarín?») a la de Protat. La otra, centrada en el remordimiento, es de la novelita de Eça de Queiroz, que parece haber sido tomada como base para esta obra de teatro. Un rico empresario está al borde de la ruina debido a una jugada de su competidor, con el que parece querer irse la amiga del primero. El diablo, parando el tiempo, se le presenta y le hace la propuesta. La aceptación supone firmar un documento. El mandarín es sustituido por un pescador del norte de Europa, que muere por un golpe de viento. La culpabilidad, como en El mandarín, le lleva a viajar al lejano pueblo, donde conoce a la viuda y se relaciona gustoso con la gente. Cuando va a confesar antes de marcharse descubre que en realidad no fue él quien lo mató, sino un vecino del pueblo. Como en la novela del portugués, el diablo vuelve a aparecérsele y le dice que realmente él quiso matarlo y además firmó un contrato: se comprometió a matar a un hombre. El protagonista, mediante una argucia que apela al terreno de la voluntad (el mismo al que apela el diablo) y no al de los hechos brutos, responde que cumplirá el contrato: matará al antiguo yo, del que no quedará ni rastro. El amor por la viuda le ha dado esa fuerza. «El amor… Siempre se me olvida ese pequeño detalle, y siempre es el que me hace perder», dice el diablo.

Y terminemos con un cuento de Richard Matheson titulado Button, Button (1970), que ha dado lugar a un capítulo de la serie La dimensión desconocida y a la película de 2009 The box (La caja), dirigida por Richard Kelly y protagonizada por Cameron Díaz. La aportación del cuento a nuestra cuestión es que el desconocido que muere puede ser la persona más cercana a nosotros, a la que no conocemos en el fondo. La película, por su parte, involuntariamente pone de manifiesto un aspecto que distorsionaría el experimento ético tal y como a veces se plantea: en la medida en que se sospeche que se trata de una broma, el acto de apretar el botón pierde significado moral.

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