IMPUNIDAD Y DISTANCIA

Quizá la originalidad de la propuesta tal y como la plantea Chateaubriand estriba en la conjunción de dos elementos que, por separado, ya se encontraban en las reflexiones de los griegos: la impunidad y la distancia.

La sospecha de que nuestro comportamiento se ajusta a las normas morales debido a que éstas son también normas sociales o jurídicas, es decir, temiendo las sanciones que acarrearía su transgresión, se encuentra expresada en el segundo libro de la República de Platón mediante la leyenda del anillo de Giges. En una conversación sobre la justicia, Glaucón cuenta la historia de este anillo, que permite hacerse invisible a quien lo tiene con solo girarlo. Según él, si se le da un anillo así a un hombre justo y a otro injusto, ambos actuarían mal, pues sólo el miedo al castigo retiene al justo de hacerlo. En la misma línea se sitúa la opinión atribuida a Critias de que la divinidad fue un instrumento de los legisladores para que los hombres siguieran comportándose correctamente en ausencia de testigos, algo que recuerda estas palabras del narrador de Papá Goriot: «Quizá únicamente los que creen en Dios practican el bien en secreto». Estas consideraciones parecen pertinentes en nuestra sociedad, donde la sensación de impunidad ha jugado un papel determinante en los casos de corrupción. Sin embargo, no es propiamente éste un problema para la ética, pues cuando el hombre justo actúa bien únicamente por miedo a la condena, social o jurídica, es que no es propiamente un hombre justo, como Sócrates y, siglos después, Kant, hicieron explícito. Curiosamente, la cuestión del mandarín es usada por Manuel García Morente para explicar en qué consiste la voluntad libre o autónoma (independiente de toda pasión y cálculo interesado), aludiendo a esta historieta como una «ficción célebre» y hablando de un «botoncito que comunica, por medio de fantásticos aparatos, con el cuarto de un mandarín riquísimo de China».

La apelación a la conciencia que hace Chateaubriand en el pasaje citado tiene más relación con este punto de la impunidad que con el de la distancia, pues si basta la primera para cometer el crimen, la conciencia desaparece, mientras que la segunda es una variable gradual que no la extingue, sino que la atenúa hasta su posible desaparición.

La distancia había sido tenida en cuenta en el segundo libro de la Retórica de Aristóteles, al decir que compadecemos a quienes son semejantes a nosotros en «edad, costumbres, modo de ser, categoría o linaje», así como los padecimientos cercanos en el tiempo, no los de «hace diez mil años» o los del futuro, al menos no del mismo modo. La distancia, espacial y temporal, está relacionada con la compasión, que aquí es tratada como una emoción y no como una virtud.

Diderot alude a estos dos aspectos de la distancia en un texto que está en la base de la cuestión del mandarín planteada por Chateaubriand. Como puede verse, hay una transición del sentimiento a la conciencia, de la psicología a la moral:

Estamos de acuerdo en el hecho de que probablemente la distancia en el tiempo o en el espacio debilita todo tipo de sentimientos, toda forma de conciencia, incluso la del delito. El asesino, que acaba en las costas de China, ya no está en condiciones de percibir el cadáver que ha dejado desangrándose a orillas del Sena. Quizás el remordimiento surge no tanto del horror por uno mismo como del temor a los demás, no tanto de la vergüenza por lo cometido como por el rechazo y el castigo que se seguirían si se descubriera lo cometido.

Señalemos, además de la alusión a China, la mezcla, un tanto confusa, del argumento de la distancia y el argumento de la impunidad. Puede llegar a pensarse que Diderot acaba diciendo que el primero se diluye en el segundo, el único a tener en cuenta.

En esta misma línea y época, Adam Smith, desarrollando unas observaciones de Hume sobre la preocupación de los hombres por lo cercano en el espacio y en el tiempo, imagina un terremoto devastador en China y cómo un europeo decente se entristecería por la noticia para pasar después a sus propias cuitas, alguna de las cuales podría quitarle el sueño que no enturbiarían los cadáveres de «cien millones de hermanos» desconocidos. Smith propone corregir ese egoísmo natural y psicológico con «el sentido de la equidad y de la justicia».

Tanto individual como colectivamente, el progreso moral ha consistido en una aplicación de nuestros principios a un campo cada vez más amplio. La clásica descripción de Köhlberg de las etapas morales de la persona la sitúan al principio en un estadio egoísta y dependiente de recompensas y castigos hasta llegar al respeto a unos principios universales, pasando antes, entre otros estadios, por el de camaradería y proximidad. De la impunidad a la máxima distancia, diríamos en los términos de la cuestión del mandarín.

También ésta es pertinente si hablamos colectivamente. ¿No inquieta nuestra conciencia la sospecha de si nuestra vida confortable no estará siendo comprada al precio de la miseria de otros, de si no estamos matando al mandarín continua y comunitariamente? La interrelación entre todo lo humano no es ya un ideal, sino un hecho. De ahí que la justicia tenga que ser global. Sin embargo la política, expone Bauman, es local, estatal e incapaz de controlar el verdadero poder, que se ha situado fuera de todo territorio y que no conoce fronteras. Es esa la zona oscura de la globalización, que ha generado distópicas pesadillas. El ciudadano de las «sociedades abiertas» que Popper mirara con optimismo siente hoy que el rumbo de las cosas no depende ya de él. La apertura se ha vuelto liquidez, rápida descomposición de las formas sociales, que, junto con la impotencia de la política, le impide acciones a largo plazo y lo deja a merced de golpes que no puede prever. ¿No se sienten éstos a veces como el castigo por la muerte de los mandarines?

Y del mismo modo que ya nada humano, por lejano que sea espacialmente, puede resultarnos ajeno, el pasado y el futuro imponen deberes al hombre de hoy. Las posibilidades ambivalentes de nuestra capacidad tecnológica ponen de manifiesto la necesidad de preservar restos pretéritos y, sobre todo, las obligaciones con las generaciones venideras. Como la distancia, también el tiempo parece haberse acortado. Por eso, al leer los periódicos decimonónicos, uno tiene la sensación de hallarse entre contemporáneos.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]

Total
2
Shares