New Scientist Magazine
Nada: del cero absoluto al olvido cósmico
Editado por Jeremy Webb
Traducción de Dulcinea Otero-Piñeiro
Alianza Editorial, Madrid, 2015
320 páginas, 12.20 €
¿Punto final? No; punto como comienzo del interrogante. Hace unos 13.820 millones de años (lo sabemos gracias al instrumento planck de la Agencia Espacial Europea) el universo en el que vivimos surgió, parece ser que literalmente, de la nada. Un punto apareció de manera instantánea y se expandió de inmediato (aún sigue en ello a la velocidad de 67’3 km por segundo por megaparsec, en donde 1 megaparsec es equivalente a 3’26 millones de años luz). El propio tiempo empieza en ese punto. Es algo como para quitarle a uno el sueño. Recuerden aquel diálogo de la película de Woody Allen Annie Hall (1977) en el que el niño protagonista discute con su madre y un médico. El pequeño está deprimido por haber leído en una revista que el universo se está expandiendo y que algún día estallará y se acabará todo. El doctor desconoce aquello de lo que el niño le está hablando y la madre finaliza el enredo aclarando que él vive en Brooklyn, que Brooklyn no se está expandiendo y que se levante y saque la basura de una vez.
Está claro que hay una brecha entre nuestro día a día y los datos que nos arroja la divulgación científica, tan abrumadores como lejanos. Se ha escrito mucho (todo) acerca de lo que ocurrió después de ese instante acaecido hace 13.820 millones de años. Pero ¿y de lo que había antes? Ésta es una formulación errónea, pues no había nada, pero precisamente de esa nada es de la que se habla en Nada, del cero absoluto al olvido cósmico: reflexiones insólitas acerca de la nada, una antología científica de ensayos que indagan en nadas diversas, diseñada por el equipo de la revista New Scientist y coordinada por Jeremy Webb, su editor jefe. Y es que hablar o especular acerca de la nada da para mucho. Desde luego que filósofos, místicos y poetas han tenido algo que elucubrar al respecto, pero estos ensayos nos acercan a lo que se sabe científicamente, lo cual resulta para un lego en la materia como acceder a literatura de ciencia ficción, salvo que lo increíble, aquello que no le disculparíamos al hipotético escritor fantasioso por inverosímil, es lo cierto. En cualquier caso ¿hay algo que saber acerca de la nada? ¿Tiene sentido divagar acerca de lo que no existe? No hay duda –y científicamente cada vez menos– de que sí. El potencial infinito de la nada es como el Aleph borgiano, contiene potencialmente Todo.
Si Michaux fue un bárbaro en Asia, la divulgación científica para el hombre de letras es una cura de humildad, pues no hay modo de saber, sólo de asomarse aceptando el barbarismo que supone intentar comprender a través de los traductores y no de las fórmulas mismas de los principios físicos y matemáticos. Traigo otro guiño a Woody Allen a colación en el que éste afirma que «gracias a la sección de Ciencia del New York Times, mis conocimientos de la teoría de la relatividad son similares a los que tenía Einstein… Me refiero a Einstein Musjhiv, el vendedor de alfombras de mi barrio». Y es que los datos que arroja la nueva física distan mucho de ser comprensibles, aun con la diligente actitud de los divulgadores científicos.
Con ello no quiero decir que este volumen no esté al alcance de cualquier mente curiosa, que lo está, sino que vivimos en muchos casos muy por detrás de los hallazgos que los científicos de nuestro tiempo han conseguido alumbrar. Los autores de estas naderías –Paul Davies, Ian Stewart, Douglas Fox, Michael Brooks, David E. Fisher…– agitan un cóctel de variados ingredientes en los que la nada dista mucho de la acepción que le atribuye falta de valor. «Cuando algo es insignificante, decimos que no es nada. Este uso del término proviene claramente de una época en la que aún no habíamos reparado en lo valiosa que es la nada», escribe Richard Webb, editor adjunto de New Scientist. Desgranar el significado de esa palabra plantea arduos interrogantes. Nada es lo que no existe, pero claro está que, según el contexto, se habla de distintos conceptos de nada, abriendo un abanico de nadas diversas, algunas de ellas, dicho sea de paso, terriblemente confusas.
Empieza, como no podía ser de otro modo, por el comienzo, por la gran explosión y las centésimas de segundos siguientes. Cuando nos narran lo que sucedió cuando el universo cumplió alrededor de un segundo de vida hemos recorrido ya varias páginas de actividad frenética en el espacio y descensos abismales de temperatura. «Por ejemplo, los físicos creen que entre el final de la primera décima de segundo y el final del primer segundo ocurrió la misma cantidad de sucesos importantes que en el intervalo entre la primera centésima de segundo y la primera décima de segundo y así sucesivamente, hasta remontarnos hasta el mismo inicio». Pero no se trata de una parodia surrealista como la que hiciera Groucho Marx del lenguaje administrativo en Una noche en la ópera. Sencillamente, afirman que ocurrió así y que cuanto más nos acercamos al inicio, más sucesos colosales ocurrieron.
Nos hablan después del enigma e historia del cero –su génesis en la civilización maya y en la antigua Babilonia, su nacimiento en el seno de la cultura india, su dificultad de aceptación al entrar en contacto con la ortodoxia del vacío en Europa–. Otros artículos ahondan en lo que la física cuántica ha podido observar acerca del vacío, que, como no podía ser de otro modo, resulta desconcertante, pues «el vacío se considera hoy una agitada ebullición de actividad de campos cuánticos, donde surgen ondas al azar de muchas maneras distintas», afirma Paul Davis en su artículo «La agitada vida del espacio vacío». Si creíamos que el vacío era una mera ausencia de cosas parece ser que es algo más complejo. En tiempos recientes se ha rebautizado ese vacío como «energía oscura». Aunque la mecánica cuántica ofrece una buena herramienta para empezar a hacer cálculos, Davis cree que se necesitará una física nueva, derivada tal vez de la teoría de cuerdas, para conocer las propiedades de esta energía oscura. Son aperitivos, anticipos de futuro.
Interesantes son también el artículo de Michael Brooks dedicado al modo de curar enfermedades con nada –los placebos–, donde aporta algunos datos sorprendentes acerca del influjo curativo de la mente, o el de Laura Spinney acerca de órganos del cuerpo que no sirven para nada, en el que ahonda en aquello que señaló el biólogo evolutivo ya fallecido Stephen Jay Gould acerca de que nadie dijo nunca que la evolución fuese perfecta. Si tenemos algo que no vale para nada –los pezones masculinos, por ejemplo– pero no molesta ni impide la procreación, puede quedarse aunque no tengan uso ni finalidad. La amplitud de temas, como ven, no puede ser mayor: desde antes del origen del universo hasta su disgregación y el olvido cósmico. ¿Qué más se puede pedir? Todo ello desde el equilibrio entre el rigor científico y la amenidad.
Acudimos a la literatura por muchos motivos, acaso uno de ellos sea recorrer espacios y vidas que nos son lejanos, desconocidos; husmear un poco más allá de nuestras fronteras. La ciencia divulgativa ofrece a este tipo de lector un material apasionante en el que se plantean conceptos que superan en ocasiones la imaginación más desbordada. Valgan como ejemplos estos datos del primer capítulo titulado «Comienzos»: los físicos, por ahora, pueden reproducir la expansión del universo hacia atrás, pero no pueden remontarse al instante mismo de la creación. La física sólo (¿sólo?) puede describir qué ocurrió a partir del momento en que el universo ya tenía unos 0,00000000000000000000000000000000001 segundos desde el big bang, cuando las colisiones de partículas se producían con una energía inmensa. Antes (¿antes?) es una incógnita. Desde los laboratorios han podido recrear la temperatura del universo cuando éste llevaba existiendo 0’000000000001 segundos. En 2012 los físicos del cern, el Laboratorio Europeo de Física de Partículas Elementales de Ginebra, recrearon esas condiciones en el gigantesco acelerador de partículas llamado Gran Colisionador de Hadrones. Allí crearon el ya famoso bosón de Higgs, una partícula que se desvaneció del universo una billonésima de segundo después de la gran explosión. Entre las dos cifras mencionadas, desde el punto de vista científico, hay una distancia abismal. ¿Acaso no es un desafío leer en estos términos, para colmo veraces, en los que se nos habla de un lapso de tiempo minúsculo en el que ocurren tal cantidad de fenómenos, cambios de temperatura, creación de materia que se nos antoja inconcebible con base en los parámetros sensibles con los que estamos acostumbrados a observar el mundo? Todo esto forma parte de una medición del tiempo que nos incita a pensar, fuera de nosotros mismos, de nuestra concepción del tiempo y del espacio. Mientras los físicos se devanan los sesos pensando cómo acelerar partículas subatómicas hasta casi la velocidad de la luz para comprender los secretos que esconde la antimateria, los divulgadores científicos intentan trasladar al lenguaje no matemático las certezas que arroja la física, estableciendo puentes entre la fórmula y el lenguaje no científico. Lo más interesante de sus investigaciones, nos dicen los físicos, es precisamente aquello que no pueden prever.
Pero la pregunta del millón, cómo surgió el cosmos a partir de la nada, es un reto aún lejano. No existen datos físicos para responder a este interrogante y «nuestra interpretación del asunto se pierde en una maraña de cuestiones metafísicas e ideas equivocadas». Mientras llega el momento de responder esa pregunta, los autores de este libro establecen una lograda relación cultural y científica con el vacío, original en cuanto a planteamiento y estimulante para cualquier lector.