Fernando Paz
Núremberg. Juicio al nazismo
La Esfera de los Libros, Madrid, 2016
608 páginas, 25.90€
POR ISABEL DE ARMAS

Nunca jamás se había formulado una causa más terrible. «Les acusaron de conspiración contra la paz, guerra de agresión, crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad», escribe Fernando Paz en Núremberg. Juicio al nazismo. En el inicio de su trabajo destaca que el enjuiciamiento de los responsables alemanes de crímenes de guerra o crímenes contra la humanidad no fue una decisión que los aliados adoptasen de modo repentino. La idea fue tomando forma con el trascurrir de la guerra, por lo que no hay un momento que pueda señalarse como el determinante, «aunque sí existen unos hitos a lo largo del conflicto –puntualiza– que fueron anunciando lo que finalmente culminaría en el Tribunal Militar Internacional de Núremberg».

La primera vez que los soviéticos habían manifestado su intención de enjuiciar a los responsables políticos fue en octubre de 1942, cuando Viacheslav Molotov, el comisario soviético de Asuntos Exteriores, envió una carta a distintos gobiernos de Europa Oriental exiliados en Londres anunciándoles tal propósito. Sin embargo, las iniciativas de los soviéticos y las de los occidentales se fueron elaborando de modo separado y no confluyeron hasta finales de 1943, cuando pudieron emitir una declaración conjunta a este respecto.

Este libro nos recuerda que todo lo que se hizo durante la época de entreguerras para construir un orden jurídico que no sólo compilase las normas, sino que previese los castigos que aplicar en caso de violación de las mismas, había fracasado. Parece ser que nadie puso el empeño suficiente como para que eso no fuera así. Posiblemente porque nadie creía que pudiera llegar un momento en el que las circunstancias demandasen algo semejante. «Habría que esperar al comienzo de la Segunda Guerra Mundial –escribe Paz– para que renacieran los intentos de crear un tribunal internacional que se ocupase de los crímenes que se cometiesen en tiempo de guerra». Fue en la iii Conferencia Interaliada celebrada en Londres cuando se produjo el primer pronunciamiento inequívoco acerca de la voluntad de llevar ante la justicia a los culpables de crímenes de guerra en las zonas ocupadas. Más tarde, cuando los ministros de Exteriores aliados se encontraron en Moscú, en octubre de 1943, acordaron concretar los primeros pasos en lo referente a los juicios. Tras no pocas discusiones y desacuerdos una cosa sí quedó clara. Ante el problema de qué hacer con los vencidos existían dos posibilidades: se los podía fusilar, sin más miramientos, o bien se los podía conducir ante un tribunal. Y esa doble perspectiva era la que seguía existiendo cuando los aliados volvieron a reunirse en Yalta, en febrero de 1945. «Las posiciones continuaban sin ser firmes –observa Paz–, y los propios líderes políticos mudaban sus puntos de vista con rapidez». Finalmente, la tarea central recayó en el coronel Murray C. Bernays –judío de origen lituano–, quien procedía del mundo del derecho y al que volvería tras la guerra. Bernays fue el verdadero creador, desde el punto de vista del derecho, de la concepción jurídica que desembocaría en Núremberg. Compiló una serie de ideas que tomaron forma en un documento titulado Proceso a los criminales de guerra europeos, en el que defendía la posibilidad no sólo de enjuiciar a los más importantes criminales alemanes, sino también a las asociaciones a las que pertenecían, por haber conspirado en la preparación de actos criminales. Sin embargo, para no hacer excesivamente larga la lista de incriminados, proponía que sólo a los más altos cargos responsables se les hiciera comparecer ante un alto tribunal.

¿Y por qué se eligió Núremberg? Fernando Paz afirma que los occidentales consideraban como mejores emplazamientos Múnich, Leipzig y Luxemburgo, pero no se pusieron de acuerdo hasta que el general Lucius Dubignon Clay, el jefe de gobierno de ocupación militar norteamericano en Alemania, propuso Núremberg, por varios motivos. En primer lugar, la ciudad había estado muy ligada al nazismo por cuanto en ella se promulgaron las leyes raciales contra los judíos en 1935. También fue el escenario de las grandes concentraciones nacionalsocialistas y, sobre todo, porque se trataba de la única ciudad en toda Alemania en la que aún se mantenía en pie un palacio de justicia que sirviera a los fines de celebrar un juicio de grandes dimensiones y una prisión aneja al edificio en buenas condiciones.

El autor destaca que el mayor quebradero de cabeza al que tuvieron que enfrentarse el tribunal y la acusación fue el de los cargos que imputaban a los acusados; afirma que no era fácil elaborar una acusación conforme a derecho de acuerdo a los instrumentos legales de los que se disponía. Por eso, fueron necesarios varios meses para poner de acuerdo a las potencias vencedoras acerca de cómo perfilar la acusación. Hubo que llegar a agosto de 1945 para poner orden en este aspecto. Finalmente, los derrotados serían acusados de cuatro delitos principales: conspiración contra la paz y planteamiento de guerra de agresión, crímenes contra la paz, crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad.

Desde el principio del juicio, por parte de los aliados quedó clara la idea de que los hechos que se sacaran a la luz sólo se examinarían en la medida en la que implicasen a los alemanes o tuvieran que ver con ellos. Una parte importante de la documentación incautada a los vencidos les acusaba de modo indudable. Y, entre esos documentos, algunos que sugerían la idea de que Alemania había comenzado una guerra de agresión de forma premeditada. Esto permitió respirar a la acusación, que así disponía de una base sobre la que soportar la suposición de que había existido una conspiración nazi para emprender una guerra de agresión.

Todos los dirigentes alemanes fueron acusados de participar en la conspiración, como «individualmente responsables de sus propios actos y de todos los actos cometidos por cualesquiera personas en la ejecución de dicho plan o conspiración». También la responsabilidad económica era analizada desde el punto de vista de la guerra de agresión, en la que se culpaba a los industriales y a Göring, Schacht y Funk, particularmente.

Las actas dividen la época de la guerra en un primer período que abarca desde su comienzo hasta la primavera de 1941, en que Alemania invadió a una larga serie de países europeos. Una segunda etapa la constituía el ataque alemán a la URSS en junio de 1941, violando el acuerdo de no agresión. El siguiente aspecto se refería a la guerra de Alemania contra los Estados Unidos, de la mano de Japón e Italia, entre 1936 y 1941. Los crímenes de guerra que se cometieron a continuación fueron posibles debido a la existencia de una guerra que los propios criminales habían planeado y desencadenado. Estaban también acusados de asesinar, torturar y maltratar a civiles con el fin de aterrorizar a esas poblaciones, todo ello sin proceso legal alguno. La acusación enumeraba la utilización de los más diversos métodos para obtener sus fines: fusilamiento, ahorcamiento, gaseamiento, hacinamiento, hambrunas, desnutrición, brutalidad generalizada en la administración de todo tipo de tortura…

Nace entonces el concepto de genocidio, «al calor de la idea de conspiración que impulsa la fiscalía estadounidense», escribe Fernando Paz. Factualmente. El genocidio no estaba reconocido en modo alguno por el derecho internacional. Pero los grupos de judíos norteamericanos presionaron al departamento de guerra para que la persecución antisemita se concretara en un delito. Fue Raphael Lemkin, jurista polaco de origen judío emigrado a los Estados Unidos, quien había acuñado el término «genocidio» en 1944. Fue concretando este concepto, hasta englobar la idea de que la muerte no era un medio, sino un fin en sí misma. El desarrollo de esta idea conducía a considerar que el ataque contra un grupo humano equivalía a un ataque contra toda la humanidad. La ONU retomó esta idea a finales de 1946 e hizo que por vez primera el término genocidio apareciese en un documento público.

Uno de los temas que más complicó el juicio de Núremberg fue el del principio de la «obediencia debida» y sus consecuencias. El Führerprinzip, o principio de caudillaje, por el que la responsabilidad recaía en quien ostentaba la jefatura, lo cual tendía a eximir de culpa a quienes ejecutaban las órdenes. Este principio situaba en una complicada perspectiva la posibilidad de enjuiciar y encontrar culpables, por lo que podía llegarse a la conclusión de que nadie era culpable de nada. Otro de los capítulos conflictivos de este juicio fue definir la categoría de criminal de guerra; este término no fue fácil de concretar, hasta el punto de que nunca hubo una definición nítida de esta figura. Por supuesto, nadie albergaba ninguna duda acerca de que Hitler, Göebbels o Himmler fuesen incluidos en tal categoría. «Su ausencia –escribe Paz– dejó una especie de gran vacío en aquellos que habían proyectado la idea de los juicios». En mayo de 1944, por primera vez, se elaboraron los cuatro puntos de la acusación contra los criminales de guerra. Estos eran: primero, delitos cometidos con el propósito de preparar o precipitar la guerra; segundo, crímenes perpetrados en países aliados y contra miembros de sus fuerzas armadas; tercero, crímenes contra cualquier persona al margen de su nacionalidad; y cuarto, crímenes cometidos para evitar que la paz fuera restaurada.

La lista, que terminó por ser la que compareciera ante el tribunal, compuesta por veinticuatro personas, «tuvo un inevitable regusto a extraña componenda», puntualiza Fernando Paz. Los personajes que se sentaron en el banquillo lo fueron por muy diversos motivos; no era posible encontrar un verdadero nexo entre ellos, salvo el de haber servido al estado nazi. Tampoco fue fácil lograr que todos ellos compareciesen y, de hecho, algunos de ellos no lo hicieron, por diversos motivos. En todo caso, para ponerlos bajo la jurisdicción militar aliada «se emprendió –afirma el autor– la mayor caza del hombre de la historia».

El principal de los acusados nazis al que los aliados querían dar caza era Hermann Göring; se trataba del número dos del régimen y, sin duda, el hombre más popular entre los alemanes después de Hitler. A él le siguieron Hees, Speer, Ribbentrop… Y las sentencias que se les aplicaron abarcaron desde la pena de muerte hasta la absolución, pasando por distintas condenas a diez, quince, veinte años y reclusión perpetua. Algunos de los condenados a la pena capital se adelantaría al verdugo dándose muerte por su propia mano, otros verían su sentencia reducida y algunos no comparecerían al juicio, como Gustav Krupp y Martin Bormann.

Fernando Paz insiste en que para comprender el desarrollo de los juicios de Núremberg es imprescindible tener en cuenta los condicionantes del momento histórico; «nunca se insistirá lo suficiente –escribe– en que el proceso se produjo con inmediatez al fin de una guerra, con toda la carga emocional que eso representa». Entre los puntos importantes o datos curiosos que resaltan de este juicio se encuentra el testimonio de Paul Schmidt, intérprete de Hitler y abogado de Ribbentrop, del que se desprendía algo esencial: Ribbentrop, como el mismo Hitler, no deseaban la guerra, al menos tal y como se había producido, ya que Alemania no estaba todavía preparada. Finalmente, insiste en resaltar la ralentización de los juicios, debida fundamentalmente a la imprevisión de la fiscalía.

Hace setenta años, recién concluida la guerra más cruel y mortífera que registran los anales de la historia, las potencias vencedoras sentaron en el banquillo a veinticuatro líderes de la Alemania nacionalsocialista. Se erigieron tres horcas y once de ellos fueron colgados. El trabajo de Fernando Paz no nos descubre ningún Mediterráneo. La suya ha sido una tarea de reflexión y síntesis sobre los muchos trabajos ya realizados. Pero para algunos expertos en el estudio de este escalofriante tema se trata, con fundadas razones, de una tarea definitiva.